INTOXICACIONES
de un INCORREGIBLE REINCIDEINTE (2016)
He sufrido hasta la fecha cuatro
intoxicaciones, dos de ellas de carácter severo.
Mi primera intoxicación puso en evidencia la
desastrosa conducta que, a veces, he mantenido contra mi propio cuerpo.
Corresponde a mi época de fumador compulsivo, cuando llegué a fumar media
cajetilla al día. Fumar en exceso me ha costado sufrir catarros y bronquitis. Cantan
los rayos X diversas cicatrices en mis sufridos pulmones.
En aquella ocasión conseguí un medicamento,
creo que se llamaba Bronquiol, que me suavizaba las molestias de la bronquitis.
Seguí fumando insensatamente, sin preocuparme demasiado de mis maltrechos pulmones.
Pero la naturaleza humana tiene sus límites. Yo agoté los de la mía y acabé
sintiéndome muy enfermo, calenturiento y débil.
Decidí enmendarme respecto al tabaco, pero ya
era tarde e insuficiente para solucionar el colapso de mi salud. Me metí en la
cama sin decir nada a mis padres y hermanos, con quienes vivía. Les expliqué más
tarde que no se preocuparan por mí, que simplemente estaba indispuesto. Estuve
un día entero entre las sábanas privándome de alimentos. La congestión y la
postración en que me hallaba sumido no mejoraban, a pesar del descanso y el
ayuno. Al día siguiente nos visitó mi hermana Maribel acompañada de mi cuñado
Manolo. Maribel ha sido durante muchos años una enfermera ejemplar y ha
atendido impecablemente a todos los miembros de mi familia que estuvieron
hospitalizados o necesitados de curas e inyecciones.
-¿Qué
haces en la cama a estas horas? –me preguntó al verme arropadito a la una del
mediodía.
-Me
encuentro mal y llevo así un día y medio intentando recuperarme.
-¿Qué
te pasa?
Le expliqué sucintamente el problema y me
espetó un diagnóstico contundente.
-Estás
intoxicado. Levántate porque vamos a Urgencias ahora mismo.
-No
tengo fuerzas ni para cambiarme.
-Nosotros
te vestiremos y te llevaremos –dijo Manolo.
Yo
me dejé hacer y llevar al Hospital Provincial, visiblemente debilitado y
enrojecido.
El resto de la historia es prácticamente
igual en los demás casos. Me inyectaron un
antihistamínico y me recetaron antihistamínicos orales, que debía tomar
durante los cinco o seis días siguientes. Al cabo de una hora la inyección
había surtido un efecto admirable y me animé a comer algo para reponer fuerzas.
En las tres intoxicaciones últimas me atendió
mi mujer, Mónica. Dos de ellas acabaron igual que la anterior: Urgencias,
inyección y pastillas. En la otra, nuestra amiga Nieves, jefa de oncología
del Clínico de San Juan me recomendó
tomar antihistamínicos y evité la visita al hospital.
La
primera de las tres, me la causó marisco pasado de fecha. La siguiente, las
entrañas crudas de las sardinas, (no las tripas). La última, la cabeza de una
merluza poco frita.
Los síntomas de la intoxicación por las
entrañas de las sardinas fueron terribles. La cabeza la tenía tan congestionada
que los ojos se me pusieron rojos y saltones. El enrojecimiento y la
inflamación de la cabeza y el cuello se extendieron rápidamente a la zona del
pecho y los brazos. Fue una reacción tan súbita y potente que Mónica me
acompañó a Urgencias realmente preocupada, mientras yo avanzaba por la calle
como un auténtico zombi, incapaz de alzar la vista del suelo. El calor invadía
mi piel. Me sentía tundido física y mentalmente.
Me atendieron inmediatamente en el Centro de
Salud de Mutxamel. Posteriormente consulté a mi acupuntora Manuela, que me
trataba habitualmente por otros problemas. Me puso las agujas como siempre y me
explicó que no se trataba de una intoxicación normal sino de un envenenamiento producido
por una bacteria altamente tóxica, que desarrollan los peces marinos actualmente
en sus entrañas. Dicha bacteria muere cuando el pescado está bien cocinado, por
efecto del calor. La reacción del cuerpo para contrarrestarla es una subida de
temperatura instantánea.
La última intoxicación la sufrí ayer, 16/2/16.
La narraré con detalle, aprovechando la inestimable
colaboración de Mónica, que me acompañó, como ya he comentado, al Centro de
Salud, y me aporta algún detalle extra.
La
merluza la compré esa misma mañana de autos. Mónica quería cocinar unas rodajas
de merluza como segundo plato. Al pescadero le quedaba una cabeza con una porción
del lomo. Decidí comprar la pieza, que, bien troceada, me llevé a casa. Las
rodajas pasaron al horno mientras que los trozos de la cabeza Mónica prefirió
freírlos tras rebozarlos en harina. Siempre le digo que la carne y el pescado
los haga al punto porque no me gusta que pierdan su jugo. La cabeza la frió mínimamente
para que estuviera más sabrosa. Me pareció exquisita pero la parte interna había
quedado prácticamente cruda. Alabé la comida mientras fregábamos los platos,
cosa que hacemos a medias. Después me tomé el acostumbrado café y me fumé un
cigarrillo liado.
A la media hora comencé a sentir molestias en
el estómago, congestión en el rostro y dolor de cabeza. Bebí agua y me eché en
la cama esperando mejorar. Pensaba que se trataba de una subida de tensión.
Estando en la cama, mejoró el dolor de cabeza. La congestión, sin embargo,
aumentó y se me extendió por el cuello, el cuero cabelludo y por el oído medio,
con picores generalizados. Me rasqué como un loco un buen rato, incluso en ambos
orificios de los oídos. Luego pensé en la anterior intoxicación por comer
entrañas de sardinas. Recapacité y, decidido a tomar medidas más resolutivas, me
levanté de la cama y le expliqué mi lamentable estado a Mónica.
-Mónica,
tengo que darte una mala noticia. Estoy intoxicado. Creo que ha sido por la
cabeza de pescado, que estaba medio cruda.
Al principio pensábamos ir a una farmacia de
guardia a buscar antihistamínicos. Antes de salir, asumí una alternativa más lúcida:
-Mejor
vamos a Urgencias. Ya no me pican sólo la cabeza y el cuello. También me pican
las axilas y el escroto de los testículos.
Hacía unos diez años que no entrábamos en el
Centro de Salud de Mutxamel, cuando sufrí mi anterior intoxicación. Esta vez tuvimos
que esperar en la cola de recepción, tras varios pacientes con cita previa.
Cuando llegó mi turno, expliqué la intoxicación, patente en mi rostro
enrojecido, presentando a la vez mis tarjetas sanitarias de Asisa y Muface.
-¿Tienes
tarjeta sanitaria nuestra? –me preguntó el recepcionista.
-No.
-Si
eres de Muface no te podemos atender aquí. Debes ir a la clínica San Carlos o a
la Policlínica de la entrada de Mutxamel.
-Oiga,
que yo no vengo como paciente normal, sino por una urgencia. Ya me atendieron
aquí hace años por un problema similar.
Tras
consultar el ordenador, el recepcionista cambió de opinión.
-Vaya,
resulta que sí tienes nuestra tarjeta sanitaria. Cargaremos la consulta a
Muface.
-No
sabía que tenía tarjeta porque nunca me dieron una.
-Está
bien. Sube a la primera planta con este volante y en la sala seis te atenderán.
De
nuevo a la cola ejercitando la paciencia, entre picores e inflamación de cara y
manos. Mientras esperábamos, llegaron una señora mayor y su hija.
-Espérame
aquí –dijo la hija mientras la madre se sentaba en una silla junto a la puerta
de la consulta, enfrente nuestro-. Tengo que bajar a la calle porque he dejado
el coche mal aparcado.
La
mujer anciana nos miró con una expresión afable e inocente. Dirigiéndose a
nosotros preguntó:
-¿Qué
turno tenéis?
-No
tenemos turno –le contestó Mónica-, nosotros venimos por Urgencias.
-¡Ah!,
yo tengo el de las cuatro y media.
Cuando pasamos a consulta, volví a explicar
mi problema al médico.
-¿Qué
pesas?
- 93,
94 kilos.
-¿Tienes
alguna alergia?
-No.
-Le
sienta mal el Frenadol -intervino mi mujer.
Como
parecía dudar qué recetarme, le indiqué lo eficaz que resultó el tratamiento
que recibí en la intoxicación anterior.
Tras pensarlo un poco, me recetó una
inyección con dos productos antihistamínicos. Le sugerí que me hiciera otra
receta para el medicamento oral.
-Yo no
puedo hacerte esa receta –me contestó.
-Dígame
al menos el medicamento que debo comprar en la farmacia.
-No es
mala idea, no es un medicamento caro. ¿Te lo apunto aquí? –me preguntó tomando
otra hoja del talonario de recetas.
-Vale,
gracias. ¿Cómo tomo las pastillas?
-Cada
doce horas te tomas una. Pero sólo los dos primeros días. Luego con una diaria
los siguientes es suficiente –me explicó, anotando los pormenores de las tomas
en la receta-nota.
-Ahora
baja a planta para que la enfermera te ponga la inyección –añadió entregándome ambas
recetas. El inyectable incluía Urbasón y otro medicamento cuyo nombre no
recordamos.
-De
acuerdo. Muchas gracias –me despedí, satisfecho al comprobar que la solución de
mi crisis avanzaba.
Mónica y yo nos dirigimos entonces al
recepcionista para preguntarle dónde se hallaba la enfermería.
-Un
momento, que estoy atendiendo a este señor. ¿Tienes aún el volante que te hice
antes? Dámelo.
Terminó enseguida de atender al paciente que
tenía en ventanilla, y con la eficiente ayuda del ordenador me confeccionó un
nuevo volante para la enfermería de la planta baja.
Ya
me tenéis en la puerta de enfermería haciendo cola de nuevo y sin poderme
rascar los huevos ni las axilas, notando un picorcillo también en las yemas de
los dedos enrojecidas. Congestionado y resignado, me sometí una vez más al
inevitable turno de espera.
De la enfermería salió una paciente al poco
tiempo y entró un señor a continuación. Éste llevaba la uña del dedo anular
medio desprendida y la yema ennegrecida. En recepción le escuchamos decir que
era diabético. Pasó un cuarto de hora y no salía. La cura debía ser complicada
y a mí me parecía interminable. Mónica, más atenta que yo, observó que la
enfermera estaba practicándole diferentes pruebas, para determinar el tipo de
diabetes que padecía.
Una señora con una niña pequeña salió de la recepción
dirigiéndose hacia la calle. Sin detenerse nos explicó, visiblemente indignada:
-¿Os
parece normal que llame yo a las cuatro, me digan que me pase por aquí
directamente con la niña, y ahora me manden a casa diciéndome que ya me
llamarán dentro de una hora? No puedo
entenderlo. Esto es demencial.
No
supimos ni pudimos contestarle, pues no esperaba respuesta alguna de nuestra
parte. Simplemente se desahogaba en voz alta mientras se dirigía hacia la
salida a buen paso llevando a su hija de la mano a remolque.
Finalmente
el recepcionista, que debió fijarse en mi cara de abatimiento a causa de la
dilatada espera, se acercó a la enfermería. Desde la puerta entreabierta
recordó a la enfermera que tenía un caso urgente de intoxicación esperando. Le
di las gracias con una dudosa sonrisa que él me devolvió, orgulloso de su
eficiencia, al regresar a su puesto tras el mostrador. Era un tipo controlador
y competente que parecía manejar toda la clínica él solo. Se mostraba atento a
cuanto le atañía con una actitud resolutiva ajena al ambiente somnoliento del
Centro de Salud.
La enfermera reaccionó al instante y nos hizo
pasar a la sala contigua. Tomó el volante y se fue a buscar los medicamentos.
Al regresar le dije que me pinchara tumbado en la camilla, pues en una ocasión,
en el Seminario de Córdoba, me administraron una inyección de antibiótico
estando de pie y lo pasé fatal.
Antes de nada me preguntó igualmente si tenía
alguna alergia. Le dimos la misma respuesta que al doctor.
Me bajé chándal y calzoncillos con decisión,
como si me dedicara al porno, y me tumbé en la camilla recubierta con papel
continuo. Al sentir el pinchazo contraje el glúteo.
-No me
haga eso –me reprendió la joven enfermera.
-No es
a propósito, ha sido un acto reflejo.
-Ya lo
sé. Ahora relájese que no tardo nada.
Tras
suministrarme la solución inyectable me dijo que podía quedarme en la camilla un
rato, si me sentía mareado. Me quedé un minuto o dos evaluando mi lamentable estado
general. Tras alzarme me asomé a la puerta para despedirme atentamente de la
enfermera.
-Adiós.
Muchas gracias.
Giró
la cabeza para despedirme mientras seguía atendiendo al paciente diabético.
Mónica y yo nos largamos sin dilación. Como salimos pensando en ir a la
farmacia, olvidé despedirme del recepcionista.
No
me puedo quejar del trato recibido, pues me atendieron correctamente y con profesionalidad,
pero no sentí la menor empatía. Pienso que nos estamos volviendo todos, yo
incluido, cada día más asépticos en nuestras relaciones. La única persona que
transmitió alguna cordialidad en la comunicación humana fue la anciana. Dios la
bendiga.
Camino de la farmacia le comenté a Mónica el sabroso
dolorcito que dejaba la inyección.
En la farmacia adquirí unos antihistamínicos
orales de marca diferente a la indicada por el médico.
-Estos
son completamente similares a los de la receta –me dijo la farmaceútica.
En
ese momento Mónica se animó a quitarse la tirita que llevaba en la muñeca y mostró
la llaga de su quemadura supurante a la boticaria. Se la causó el aceite
hirviendo de una fritura tres días antes. Ayudaba a mi cuñada Raquel en la
cocina cuando ésta elaboraba empanadillas argentinas. Ese día celebrábamos el
cumpleaños de mi hermano Emiliano (55 tacos).
-Lo
mejor es que te pongas Cristalmina y dejes la quemadura al aire para que se
seque –le aconsejó la boticaria, tras observar detenidamente la herida fresca de
la quemadura reventada y sin piel.
Provistos de los remedios farmacéuticos
regresamos a casa una hora y media después de salir camino de la clínica, a una
manzana de nuestro piso.
Mónica
llamó a Francisco para explicarle el retraso a la sesión de chikung y taichí
que practicamos juntos los martes y los viernes en Parque Ansaldo, al aire
libre. Cuando volvió me transmitió el deseo de Francisco de que mejorara, con
un abrazo de su parte.
-Se te
ha ido todo el enrojecimiento de la cara –advirtió Mónica al mirarme.
-Ya lo
he notado. Me encuentro bastante mejor.
Después de haber dormido unas seis horas
seguidas la noche pasada, he recobrado mi habitual estado de salud, (precaria).
Aún siento un dolorcillo en el glúteo a causa del pinchazo.
La vida está llena de peligros. Algunos los
vemos demasiado tarde. Pero como decía aquel compañero de magisterio:
-¿Por
qué tener miedo habiendo hospitales?
(Los
escritores, cuando sufrimos una experiencia adversa, a veces construimos un
relato. En mi caso es una cuestión de reciclaje y pedagogía. Comprendedme, no
lo he podido evitar).
¡Que la salud os acompañe!
Pedro, ignoro si alguna vez te has intoxicado por anisakis, un gusanito bastante común en pescados de nuestro entorno, que producen toxicidad cuando se comen medio crudos. Si fuese así, hay personas que luego desarrollan una especie de alergia permanente al pescado en general. Espero que no sea tu caso.
ResponderEliminarUn abrazo.
El cuerpo aun siendo un conjunto de órganos perfectamente encajados, tiene sus limitaciones. El veneno de una avispa o de una araña, nos puede dar un susto tremendo. Es la química de la que hemos brotado a partir de las algas, que nos sale por los cuatro costados.
ResponderEliminarEspero que te cuides amigo Pedro.
Un abrazo.
Es posible que me intoxicara por anisakis, esa palabreja me resuena bastante.
ResponderEliminarNo he desarrollado ninguna alergia al pescado ya que en casa lo comemos tres veces por semana regularmente.
Gracias por interesarte, Fili.
Gracias también a ti, Juan Martín.
Por suerte, soy genéticamente afín a drogas y venenos, aunque como bien dices, de limitaciones y sustos también llevo algunos en la mochila.
Supongo que a tipos como yo se les podría considerar supervivientes. En sentido más amplio lo somos todos.
A mí también me gusta el pescado en su jugo, nunca he tenido problemas de intoxicación con él. De pequeño, hasta mi juventud, los boquerones siempre me los comía crudos con una poquita de sal pues para mí eran deliciosos. Mi problema era el tabaco. Me fumaba 3 paquetes diarios como mínimo y siempre estaba mal con bronquitis y con la garganta inflamada. No podía fumar tabaco negro pues vomitaba cada día. Todo esto me produjo una enfermedad que no llegaron a diagnosticar. Estuve enfermo desde febrero hasta junio. Perdí unos 25 kilos por lo menos pues mi estómago rechazaba toda la comida y no podía tragar. Tenía febrícula que oscilaba entre 37,4 y 37,7.Estando enfermo nació mi primer hijo a quien ni siquiera pude coger en mi brazos por falta de fuerzas. Estuve ingresado en el hospital pero el tratamiento que me dieron empeoró mi situación. Me mandaron a casa para creo yo que muriera en m cama. Inexplicablemente a mediados de junio sentí hambre y pude comer mi primer plato de sopa caliente. Nunca más he
ResponderEliminarvuelto a sentir tal cosa. Y nunca más he vuelto a fumar. Esto ocurrió en el mes de febrero de 1981.
Cuídate mucho y sigue comiendo pescado que es de los mejores alimentos, pero no crudo.
Un abrazo
Querido amigo, tu historia si que es brutal.
ResponderEliminarPor suerte eres duro de pelar y te concedo el puesto de superviviente por delante de mí.
Yo no era amante del pescado, prefería la carne... hasta que me casé.
Ahora comemos pescado tres veces a la semana y algunas semanas cuatro veces.
También me dejé el tabaco radicalmente hace cuatro años. Y del pescado crudo no quiero oír hablar.
Cuídate tú también para que puedas deleitarnos de vez en cuando con tus luminosas poesías.