CRÓNICA DE UNA
EXCURSIÓN AL PANTANO DE TIBI
(a petición de mi amigo
José Antonio)
El bueno de
Francisco nos ofreció posponer la excursión hasta que me recuperara
completamente del cólico diarreico.
-¡De ninguna
manera! Me encuentro bien y con unas ganas enormes de recorrer de nuevo el
camino desde la urbanización del Monnegre hasta la presa y visitar otra vez el
pantano.
-¿Seguro que
no tendrás problemas a causa del ayuno que estás siguiendo?
-Llevo
esperando esta excursión con toda mi alma y el cólico es ya agua pasada.
-¿Cómo nos
organizamos?
- Super
fácil. A las 9:30 salimos de nuestra casa, que está más cerca del objetivo que
la vuestra. Llevamos sombreros y agua y rematamos la excursión buscando un
sitio para comer por allí. Recuerdo que había un par de restaurantes junto a la
carretera.
Francisco se
despidió hasta el día siguiente y en seguida Mónica se puso a arreglar los
detalles concretos para tenerlo todo listo.
La mañana
siguiente se presentó radiante y agradable. Tuvimos sol pero también brisa.
Tras
desayunar y evacuar una cagadita perruna renuncié a ducharme como me aconsejaba
Mónica.
-Ya me
ducharé a la vuelta, que estaré bien sudado.
Gloria y
Francisco se presentaron puntualmente. Como es habitual hice de copiloto y las
mozas ocuparon el asiento trasero. En mi mochila, la cantimplora de Edu y el
envase con té de Mónica junto al papel higiénico. Adelanto que no lo necesité.
Gloria
profetizó que volveríamos a perdernos como en las tres excursiones anteriores.
Protesté aseverando que conocía el sitio a la perfección, pero con algo no
había contado… (Mejor no adelantemos acontecimientos).
Francisco
quería visitar el chalet de su abuelo, que nos quedaba de paso, donde disfrutó
algunos veranos de chaval y desde donde vio estrellarse un ovni. Al día
siguiente del sorprendente accidente, emprendió a solas en su bici el recorrido
hasta el monte donde se estrelló en picado el ovni, pero no encontró ni rastro.
Con sus casi diez años de entonces el extraño acontecimiento abrió su mente aún más a lo
desconocido a partir del tema ovni.
Sin
problemas accedimos a la urbanización del Pozo de San Antonio y aparcamos el
coche junto a la finca que Francisco buscaba. Ojeamos el lugar y hablamos del
curioso evento. Le pregunté por los detalles que me parecían relevantes y por
sus sentimientos.
-Todo me
parece más pequeño que entonces. Este ratito aquí me ha traído muchos
recuerdos.
Retomamos la
carretera, que ya no es tal sino una autovía. Por más que busqué referencias de
la urbanización, no vi más que un paisaje remodelado, con chalets diseminados por
la zona que quedaba a nuestra derecha. Pasamos el Maigmó, que quedó a nuestra
izquierda y comencé a sospechar que algo no iba bien, pues la urbanización
queda enfrente de la montaña.
Cuando
Francisco me confirmó que habíamos recorrido cincuenta kilómetros en vez de los
18 que nos faltaban, confesé:
-Nos hemos
pasado completamente. Mejor para y consulta al “tontón” (GPS).
-Ya lo sabía
–comentó Gloria.- En la próxima excursión controlaré yo la ruta.
-Gloria, no
hemos visto ninguna indicación de la salida hacia la urbanización, no ha sido
un despiste nuestro.
- ¿Y ahora
qué hacemos? ¿Nos vamos a Tibi?
-¡A ver que
dice el “tontón”!
Francisco
aprovecha para mear en descampado, mientras, comentamos desde el coche que no
tenía que irse tan lejos y privarnos del espectáculo.
El “tontón”
nos condujo sin vacilaciones a la urbanización buscada.
Aparcamos en
una calle tan vacía como el resto salvo por un coche aparcado en ella.
Rápidamente
me lancé por libre a buscar el camino a la presa, esperando que apareciera
algún alma por allí que me orientara un poco mejor, ya que todo estaba muy
cambiado.
-¡Pere, ven!
-¿Qué pasa
Francisco?
-¡Tenemos un
problema mayor que el de encontrar la salida hacia el pantano! ¡He perdido las
llaves del coche!
Mirle bajo el asiento del conductor por el lado exterior pero no encuentré las dichosas llaves.
-Búscalas tú,
mientras me cercioro de la ruta a pie.
Entró un
coche en la urba y me lancé a conseguir información de la conductora antes de
que desapareciera. Por suerte, aparcó cerca y me informó cumplidamente sobre la
salida correcta hacia el pantano y los kilómetros hasta la presa. Según ella, unos
cinco km. Yo tenía calculados entre tres y cuatro.
-Encontré
las llaves bajo el asiento –me comunicó Francisco saliendo a mi encuentro- y hemos
pensado dejar la excursión. Las señales recibidas hasta este momento así lo
sugieren.
-¡No estoy de acuerdo! Que llegara esa mujer y me informara, ¿no es una buena señal para continuar con el plan acordado?
Finalmente
decidimos realizar la excursión en el coche por la hora que era y el sol imperante.
La estrecha
carretera está super bacheada y abandonada desde hace más de 30 años.
A unos tres
km. de la urba una cadena impide el paso a los vehículos. Había dos coches
aparcados por allí y con el nuestro tres.
Un señor
regresó de su paseo y le pedí información antes de que se subiera a su coche y
se largara.
-¿Ese camino
que usted ha seguido lleva al pantano?
-Sí, pero
tiene un cortado que impide llegar hasta la presa.
Nos
despedimos del hombre y emprendimos los dos km. y pico que nos faltaban para
alcanzar nuestro objetivo siguiendo la carretera, que desciende continua y
suavemente.
Me sentí eufórico y ponderé la belleza de la naturaleza, realzada por las generosas
lluvias primaverales. Los verdes pinos y algunos almendros nos rodeaban por doquier, poblando riscos, llanos y montículos.
Mientras
Gloria buscaba tomillo le pedí el móvil a Mónica y disparé unas pobres
instantáneas. En el cielo aún resaltaban unas pomposas y dispersas nubes blancas.
A la sombra
de un árbol, un grupo heterogéneo de seis personas descansaban recuperándose de
los pronunciados repechos cuesta arriba que acababan de acometer a su regreso del
pantano.
Nos
saludamos mutuamente sin detenernos apenas. Al poco de dejarlos, reemprendieron
la marcha. Me pregunté cómo cabrían todos en el coche aparcado junto al
nuestro.
Divisé el
lugar desde la última curva, plenamente satisfecho de reconocer los parajes y el entorno
sin la menor duda. No en vano era mi quinta visita por esa vertiente. Por el
otro lado, desde Ibi, creo haber visitado el pantano yendo en coche tres veces.
Me preocupó
que los caminos junto al riachuelo estuvieran casi borrados por la vegetación.
Es obvio que el lugar ya no recibe tantas visitas como años atrás. Además, nos
aclaró Gloria que la escalera de piedra que sube hasta la presa la han cerrado
por encontrarse muy deteriorada, según ha leído en Internet.
Inicié una
bajada cuidadosa hacia el río seguido de Francisco, Mónica y Gloria, que me corrigió
contundentemente:
-Lo que tú
llamas caminitos casi no llegan ni a senderos de cabras.
Aducí que
Mónica recorrió conmigo dichos senderos sin problemas, pero…
-No tengo
ganas de romperme una pierna andando por ahí –sentenció definitivamente Gloria
dando marcha atrás y poniendo punto final a la parte más espectacular de la
excursión.
Aunque le
señalé otros accesos posibles, ella renunció resueltamente a practicar el
senderismo cabrero.
Sin más
resistencias ni protestas iniciamos el retorno hacia el coche.
Mónica y
Francisco caminaban a buen paso, sin resentirse de las empinadas primeras cuestas.
En la
segunda cuesta, por el contrario, experimenté una clara bajada de tensión. Eché
mano con avidez de la cantimplora y me recuperé algo con un par de buenos tragos
de agua.
Gloria
aprovechó para recolectar tomillo, para lo que venía preparada con sus
tijeritas y su bolsa de tela blanca.
La esperé
pacientemente y volví a beber agua para remontar la caída de mi tensión
arterial.
El cólico,
el ayuno de casi tres días, el calor y la sudada que llevaba subiendo las empinadas
cuestas me hicieron zozobrar.
La paraeta y
el agua me normalizaron bastante por lo que acabé recolectando yo también
algunas ramitas de tomillo.
Gloria me
explicó que el tomillo lo emplea para toda clase de guisos y por eso quería llenar la bolsa. Me ofreció las tijeras que rechacé agradeciéndole el detalle.
-No me hacen
falta, gracias, el tomillo está aún tierno.
-No lo
guardes en el bolsillo de la camisa pues te podrían multar los forestales si lo
ven.
Mónica y
Francisco nos esperaron tranquilamente a la sombra del árbol donde descansara
anteriormente el grupo con el que nos cruzamos.
Al llegar al
coche decidimos ir a comer a Agost, pues la autovía hizo desaparecer los
restaurantes que había junto a la antigua carretera.
En Agost
estaba casi todo cerrado por ser lunes, pero encontramos un restaurante muy
apañado con terraza y nos aposentamos sin dudarlo alrededor de una de las mesas
exteriores. Cervezas, tortilla y buñuelos de merluza nos entonaron los fatigados
cuerpos humanos.
Mientras las
chicas visitaban los aseos, Francisco y yo comentamos que no era un mal sitio
para quedarnos a comer tras el aperitivo que degustábamos.
Gloria, satisfecha
con la limpieza de aseos y local, aprobó sin reservas nuestra decisión.
-Pero mejor
comamos dentro y evitemos la molestia de los coches que transitan la calle.
Yo, amigos míos, olvidé toda prudencia y comí opíparamente como si no hubiera un mañana, sin que mi cuerpo, afortunadamente, se resintiera.
Imagino que el ejercicio
realizado y mis grasas consolidadas reclamaban una adecuada atención y se
aliaron para que abandonara toda cordura y sensatez.
Tras
dejarnos en la puerta de nuestra casa, Gloria y Francisco se alejaron hacia la
suya dejándonos el maravilloso sabor de boca de un hermoso día de excursión,
salpicado de sabrosas anécdotas compartidas, amenos diálogos y hermosas
sensaciones de la madre naturaleza.
¡A ver si repetimos
más a menudo tan saludables escapadas!