viernes, 30 de octubre de 2020

 LA  AMANTE  DESESPERADA

  

 

   Siendo profesor de Ed. Física en el C.P. “Ricardo Leal” de Monóver (años 90), durante un par de semanas hice varias visitas a la madre de una alumna nueva. Vivían de alquiler en una casa de planta baja muy próxima al colegio. La niña tenía unos once o doce años y se llamaba Vilma.

   Vilma venía derivada del C. P. “Cervantes” después de que su tío paterno, un famoso escritor de izquierdas, (¿Fernando Sabater?), escribiera en el periódico “Informaciones” de Alicante una fuerte diatriba contra el insensible y desconsiderado tutor de su sobrina.

 

   En algunas clases de Ed. Física un grupo de monitores desarrollaba un programa deportivo para alumn@s de 2ª etapa.


   El año anterior yo había entrenado al voleibol a las niñas de mi tutoría de 7º curso, seis buenas amigas con síntomas de aburrimiento. 

    Ellas aceptaron practicar conmigo en la hora exclusiva –mediodía- y se engancharon a los entrenamientos con interés, por lo que acabaron inscritas en una competición comarcal de voleibol femenino.


   Perdieron todos los partidos, pero estaban tan entusiasmadas con la experiencia de salir cada fin de semana, hacer amigas nuevas y tener público masculino en los partidos, que contagiaron al resto de las chicas de su edad de Monóver.

   

   El alcalde socialista aprovechó la ilusión despertada y promovió el deporte escolar en todos los colegios del pueblo, ampliando y mejorando mi espontánea iniciativa.

   

   Al apreciar en Vilma claras carencias sicomotrices en el manejo de los balones, decidí ocuparme de enseñarle recepciones y pases con las pelotas de voleibol y baloncesto mientras sus compañer@s practicaban con los monitores. De esta manera nació entre ambos cierta simpatía y confianza mutuas.

 

   Un día, Vilma me dijo que su madre deseaba conocerme.

   La madre, una mujer agradable de rasgos finos y tez clara, muy delgada, me invitó a tomar té con pastas, agradeciéndome mi amable trato hacia su hija. 

    A continuación me relató su historia personal:

 

   Todo en su vida era normal hasta que se enamoró apasionadamente de un holandés, que le prometió una vida más emocionante, lejos de todo lo que conocía. 

   Ella no dudó en abandonar a su marido y su trabajo bien remunerado como jefa de un pequeño grupo de secretarias en una oficina de Madrid.

   El macho alfa aceptó hacerse cargo también de la niña y, sin más complicaciones, se las trajo a las dos a Monóver, donde tenía algunos amigos y pudo emplearse como pintor de brocha gorda.

 

   Cuando volvía del comedor escolar del C.P. "Azorín" con mis compañeros Cristina, Angustias y Antonio, de vez en cuando me separaba del grupo para atender la invitación que me hacía la madre de Vilma.


-Te aconsejo que dejes de ver a esa mujer –me dijo seriamente Antonio, con el que hacía todos los días el viaje de ida y vuelta a Alicante en nuestros coches alternativamente de forma semanal.


-No hago nada malo interesándome por alguien que necesita un poco de comprensión y compañía.


-Sí, pero tú mismo me has dicho que el holandés es un tipo celoso, además de bruto. Imagina que te pilla en su casa con ella.


-No creo. Cuando voy a su casa se acaba de marchar a trabajar.


-Pues piensa en las habladurías que otros padres puedan estar haciendo de vosotros.


   Aún así, seguí visitándola. 


   En una ocasión me enseñó unos dibujos artísticos que había realizado en sus horas solitarias y que denotaban, de igual modo que la casa impecablemente arreglada y limpia, y sus facciones delicadas, una gran sensibilidad artística. 

 

   No pretendíamos ligar ni ella ni yo, pero estábamos cómodos en mutua compañía. Yo la encontraba, teniendo ambos una edad semejante, agradable, amable y educada.


   Pronto me reveló su problema. Apenas comía y padecía una anemia terrible. Había perdido las ganas de vivir.

   La única causa para ello era el desafecto de su pareja. El holandés la trataba sin la menor consideración y sólo se preocupaba de pasárselo bien con sus amigotes, organizando fiestorras alcohólicas y soeces los fines de semana. Para mayor inri, ella era abstemia.


   Al conocer su situación, hice todo lo posible por animarla para que se cuidara y se librara del animal de bellotas al que consideraba su “compañero sentimental”.


-¿Por qué no os vais, Vilma y tú, con tu hermana? Ella se preocupa por ti, según me has dicho, llamándote de vez en cuando. 


-Porque lo que yo necesito es que X vuelva a quererme como al principio de nuestra relación.

 

   La precaria salud de la mujer no la oculté ni a mis amigos ni a otros compañeros del centro escolar.

   Acabó divulgándose la extrema situación de su salud y los servicios sociales se hicieron cargo de ella, hospitalizándola y salvándole la vida.


   Yo no sabía qué era peor: que el holandés, una vez la hubo conquistado, le colocara un collar con las palabras “sólo mía”..., o que ella no encontrara mejor solución, para llamar su atención y recuperar su amor, que suicidarse ante sus narices haciendo una especie de huelga de hambre indefinida.

 

   A su hija, en la escuela, yo la trataba con especial cariño y en cierta ocasión le regalé una pelota.

   Otra niña se enteró y vino a protestar:


-¿Por qué no me regalas la pelota a mí?


   Yo le contesté:


-Vilma es mi sobrina.


-Yo también soy tu sobrina.


-Mira, -le expliqué intentando zanjar el tema- seguro que tú tienes tíos y padres auténticos y no me necesitas como familiar para nada.


   Después de la hospitalización no volví a ver a la madre, aunque me dijeron que se había recuperado de la anemia y estaba mejor.

 

   Vilma dejó de venir al colegió poco después.


   Imaginé que, por fin, habían regresado a Madrid con sus familiares.


   Cuando le pregunté al director por la niña, me dio una noticia inesperada. Vilma estaba con su padre en Madrid porque su madre había muerto.

   Por lo visto, reincidió en su obsesión.

   Y esta vez, su salud, por demás delicada, no resistió lo suficiente como para evitarle el trágico desenlace.

 

     De Vilma conservo un dibujo precioso que me regaló en la clase de plástica.

 

     Al holandés, le vimos en una ocasión subiendo por la acera contraria a la nuestra con otra persona cuando bajábamos del “Azorín”.

     Yo no soy quien para juzgarle, pero no cabe duda que es el protagonista oscuro e insensible de esta triste historia.

miércoles, 21 de octubre de 2020

 

MICRORRELATOS

 

1.-   Aquel buen hombre no quiso nunca tener tratos con la mierda. Decidió desentenderse completamente de ella, como si no existiera. 

   Su casa, inevitablemente, acabó convirtiéndose en un basurero impenetrable.

 

2.-   Aquel ególatra se moría por la admiración de los demás, por la gloria de su triunfante y magnífico ego. Sus amigos se cansaron de él y le fueron abandonando.

   Entonces pensó: “Los demás no merecen mi gracia, mi ingenio y mi elocuencia. No los necesito, puedo admirarme yo solo”. 

   Pero no tardó en cansarse de adorarse a sí mismo y, finalmente, se apagó su magnificencia.      

   Murió olvidado de todos, convertido en un ser insignificante.

 

3.-   El coleccionista buscaba cualquier cosa considerada de valor.

   Reunió tantas cosas raras que nadie se fijaba en él.

   “Las he conseguido yo solo”, solía decir a las visitas. Pero la gente, mareada de ver tanto objeto extraño, creía que había oído voces.

   Algunos se llevaban lo que consideraban más valioso, aprovechando el despiste del coleccionista.

   Cuando se murió, tardaron días en encontrarle, perdido entre tanto cachivache. 

 

4.-   Aquella mujer limpiaba concienzudamente cada objeto y estancia de la casa. A diario se entregaba con energía y determinación a esa tarea. Todo el hogar brillaba impoluto, pues aplicaba los mejores productos de limpieza.

   Sin embargo, por alguna extraña razón, lo que más le gustaba era salir a pasear por las calles sucias y descuidadas del pueblo donde vivía.

 

 

 

KAFKA EN EL MUNDO DE LOS FANS

 

Kafka se puso de moda contra su voluntad y contra todo pronóstico, siendo ya madurito.

 

-Dejad de ponderarme tanto y utilizarme como si fuera un feriante. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? 

No me interesan para nada tanta entrevista, homenajes y premios con los que no cesáis de acosarme últimamente.

 

-Pero, maestro, tú nos has enseñado cómo somos realmente, has iluminado nuestras sombras con tu agudo entendimiento; te mereces la fama y el reconocimiento social.

 

-Es posible. Pero yo no escribía para que me convirtierais en un títere curioso y divertido, sino para que tomarais conciencia y os plantearais ser mejores personas.

Me tenéis mareado. Y por favor, no vendáis más camisetas con ese eslogan tan estúpido: "Río con Kafka cuando llora y lloro con Kafka cuando ríe". Son horribles.

 

-Pero es que se venden muy bien. Cambiando de tema… Kafka, ¿puedo invitarte a un café?

 

-Pues claro, ¡muchas gracias! Carajillo, si no te importa.

 

A la media hora, Kafka se despide educadamente de su admirador, agradeciendo de nuevo la amabilidad de éste.

Al levantarse, para marcharse, de la mesita de la terraza del recoleto bar “CUÁNTA AGONÍA”, su interlocutor le dice:

 

-¿Kafka, podrías hacerme un pequeño favor? Es una tontería y no te supondrá mucha molestia.

 

-¿Qué quieres?

 

 -Me gustaría mucho que te pasaras por mi club de lectura; somos una pequeña colla y te profesamos un gran aprecio.

 

-¿Para firmaros mis libros?

 

-Bueno, también. Pero mejor las camisetas.  

 

 

 

 

CONFESIONES DE UN MALDITO INSOMNE

1

-¡Cuánta fanfarria! ¡Cuánta gesticulación! ¡Cuánta mierda!

-¿Y, eso por qué?

-Por llamar la atención, según parece.

-¿Algo más que añadir?

-¡Creo que no!

-¡Interesante!

-¿De veras?

Fin de la historia del psiquiatra. 

 

2

Es muy tarde. Me voy a la cama.

¡Gran noticia!

Si amanezco vivo supongo que mañana repetiré estúpidamente lo mismo que hice hoy.

¡Ya lo sé, menuda tontería a estas horas!

¡Pero es que no se me ocurre nada!

 

3

Estoy vivo. Y confuso. Y perplejo por todo ello.

Me planteo quién soy y pienso en las personas que conozco.

Tal vez, todos nos preguntamos a dónde pretendemos llegar con los demás.

Quizás, simplemente nos une la necesidad de engañarnos mutuamente y así ocultarnos a nosotros mismos lo poco que valemos.

 

4

Conozco un loco contradictorio, absurdo y desabrido.

Le tengo lástima.

No le denuncio porque prefiero creer que no soy peligroso.

 

5

Una asquerosa víbora anida en mi podrido corazón.

Es impía, mordaz y rencorosa.

Siempre anda susurrando obsesionada: yo, yo, yo, yo…

miércoles, 14 de octubre de 2020

 

INTOXICACIONES de un INCORREGIBLE REINCIDEINTE  (2016)

 

     He sufrido hasta la fecha cuatro intoxicaciones, dos de ellas de carácter severo.

     Mi primera intoxicación puso en evidencia la desastrosa conducta que, a veces, he mantenido contra mi propio cuerpo. Corresponde a mi época de fumador compulsivo, cuando llegué a fumar media cajetilla al día. Fumar en exceso me ha costado sufrir catarros y bronquitis. Cantan los rayos X diversas cicatrices en mis sufridos pulmones.

     En aquella ocasión conseguí un medicamento, creo que se llamaba Bronquiol, que me suavizaba las molestias de la bronquitis. Seguí fumando insensatamente, sin preocuparme demasiado de mis maltrechos pulmones. Pero la naturaleza humana tiene sus límites. Yo agoté los de la mía y acabé sintiéndome muy enfermo, calenturiento y débil.

     Decidí enmendarme respecto al tabaco, pero ya era tarde e insuficiente para solucionar el colapso de mi salud. Me metí en la cama sin decir nada a mis padres y hermanos, con quienes vivía. Les expliqué más tarde que no se preocuparan por mí, que simplemente estaba indispuesto. Estuve un día entero entre las sábanas privándome de alimentos. La congestión y la postración en que me hallaba sumido no mejoraban, a pesar del descanso y el ayuno. Al día siguiente nos visitó mi hermana Maribel acompañada de mi cuñado Manolo. Maribel ha sido durante muchos años una enfermera ejemplar y ha atendido impecablemente a todos los miembros de mi familia que estuvieron hospitalizados o necesitados de curas e inyecciones.

-¿Qué haces en la cama a estas horas? –me preguntó al verme arropadito a la una del mediodía.

-Me encuentro mal y llevo así un día y medio intentando recuperarme.

-¿Qué te pasa?

     Le expliqué sucintamente el problema y me espetó un diagnóstico contundente.

-Estás intoxicado. Levántate porque vamos a Urgencias ahora mismo.

-No tengo fuerzas ni para cambiarme.

-Nosotros te vestiremos y te llevaremos –dijo Manolo.

     Yo me dejé hacer y llevar al Hospital Provincial, visiblemente debilitado y enrojecido.

     El resto de la historia es prácticamente igual en los demás casos. Me inyectaron un  antihistamínico y me recetaron antihistamínicos orales, que debía tomar durante los cinco o seis días siguientes. Al cabo de una hora la inyección había surtido un efecto admirable y me animé a comer algo para reponer fuerzas.

     En las tres intoxicaciones últimas me atendió mi mujer, Mónica. Dos de ellas acabaron igual que la anterior: Urgencias, inyección y pastillas. En la otra, nuestra amiga Nieves, jefa de oncología del  Clínico de San Juan me recomendó tomar antihistamínicos y evité la visita al hospital.

     La primera de las tres, me la causó marisco pasado de fecha. La siguiente, las entrañas crudas de las sardinas, (no las tripas). La última, la cabeza de una merluza poco frita.

     Los síntomas de la intoxicación por las entrañas de las sardinas fueron terribles. La cabeza la tenía tan congestionada que los ojos se me pusieron rojos y saltones. El enrojecimiento y la inflamación de la cabeza y el cuello se extendieron rápidamente a la zona del pecho y los brazos. Fue una reacción tan súbita y potente que Mónica me acompañó a Urgencias realmente preocupada, mientras yo avanzaba por la calle como un auténtico zombi, incapaz de alzar la vista del suelo. El calor invadía mi piel. Me sentía tundido física y mentalmente.

     Me atendieron inmediatamente en el Centro de Salud de Mutxamel. Posteriormente consulté a mi acupuntora Manuela, que me trataba habitualmente por otros problemas. Me puso las agujas como siempre y me explicó que no se trataba de una intoxicación normal sino de un envenenamiento producido por una bacteria altamente tóxica, que desarrollan los peces marinos actualmente en sus entrañas. Dicha bacteria muere cuando el pescado está bien cocinado, por efecto del calor. La reacción del cuerpo para contrarrestarla es una subida de temperatura instantánea.

     La última intoxicación la sufrí ayer, 16/2/16.

     La narraré con detalle, aprovechando la inestimable colaboración de Mónica, que me acompañó, como ya he comentado, al Centro de Salud, y me aporta algún detalle extra.  

     La merluza la compré esa misma mañana de autos. Mónica quería cocinar unas rodajas de merluza como segundo plato. Al pescadero le quedaba una cabeza con una porción del lomo. Decidí comprar la pieza, que, bien troceada, me llevé a casa. Las rodajas pasaron al horno mientras que los trozos de la cabeza Mónica prefirió freírlos tras rebozarlos en harina. Siempre le digo que la carne y el pescado los haga al punto porque no me gusta que pierdan su jugo. La cabeza la frió mínimamente para que estuviera más sabrosa. Me pareció exquisita pero la parte interna había quedado prácticamente cruda. Alabé la comida mientras fregábamos los platos, cosa que hacemos a medias. Después me tomé el acostumbrado café y me fumé un cigarrillo liado.

     A la media hora comencé a sentir molestias en el estómago, congestión en el rostro y dolor de cabeza. Bebí agua y me eché en la cama esperando mejorar. Pensaba que se trataba de una subida de tensión. Estando en la cama, mejoró el dolor de cabeza. La congestión, sin embargo, aumentó y se me extendió por el cuello, el cuero cabelludo y por el oído medio, con picores generalizados. Me rasqué como un loco un buen rato, incluso en ambos orificios de los oídos. Luego pensé en la anterior intoxicación por comer entrañas de sardinas. Recapacité y, decidido a tomar medidas más resolutivas, me levanté de la cama y le expliqué mi lamentable estado a Mónica.

-Mónica, tengo que darte una mala noticia. Estoy intoxicado. Creo que ha sido por la cabeza de pescado, que estaba medio cruda.

     Al principio pensábamos ir a una farmacia de guardia a buscar antihistamínicos. Antes de salir, asumí una alternativa más lúcida:

-Mejor vamos a Urgencias. Ya no me pican sólo la cabeza y el cuello. También me pican las axilas y el escroto de los testículos.

     Hacía unos diez años que no entrábamos en el Centro de Salud de Mutxamel, cuando sufrí mi anterior intoxicación. Esta vez tuvimos que esperar en la cola de recepción, tras varios pacientes con cita previa. Cuando llegó mi turno, expliqué la intoxicación, patente en mi rostro enrojecido, presentando a la vez mis tarjetas sanitarias de Asisa y Muface.

-¿Tienes tarjeta sanitaria nuestra? –me preguntó el recepcionista.

-No.

-Si eres de Muface no te podemos atender aquí. Debes ir a la clínica San Carlos o a la Policlínica de la entrada de Mutxamel.

-Oiga, que yo no vengo como paciente normal, sino por una urgencia. Ya me atendieron aquí hace años por un problema similar.

     Tras consultar el ordenador, el recepcionista cambió de opinión.

-Vaya, resulta que sí tienes nuestra tarjeta sanitaria. Cargaremos la consulta a Muface.

-No sabía que tenía tarjeta porque nunca me dieron una.

-Está bien. Sube a la primera planta con este volante y en la sala seis te atenderán.

     De nuevo a la cola ejercitando la paciencia, entre picores e inflamación de cara y manos. Mientras esperábamos, llegaron una señora mayor y su hija.

-Espérame aquí –dijo la hija mientras la madre se sentaba en una silla junto a la puerta de la consulta, enfrente nuestro-. Tengo que bajar a la calle porque he dejado el coche mal aparcado.

     La mujer anciana nos miró con una expresión afable e inocente. Dirigiéndose a nosotros preguntó:

-¿Qué turno tenéis?

-No tenemos turno –le contestó Mónica-, nosotros venimos por Urgencias.

-¡Ah!, yo tengo el de las cuatro y media.

     Cuando pasamos a consulta, volví a explicar mi problema al médico.

-¿Qué pesas?

- 93, 94 kilos.

-¿Tienes alguna alergia?

-No.

-Le sienta mal el Frenadol -intervino mi mujer.

     Como parecía dudar qué recetarme, le indiqué lo eficaz que resultó el tratamiento que recibí en la intoxicación anterior.

     Tras pensarlo un poco, me recetó una inyección con dos productos antihistamínicos. Le sugerí que me hiciera otra receta para el medicamento oral.

-Yo no puedo hacerte esa receta –me contestó.

-Dígame al menos el medicamento que debo comprar en la farmacia.

-No es mala idea, no es un medicamento caro. ¿Te lo apunto aquí? –me preguntó tomando otra hoja del talonario de recetas.

-Vale, gracias. ¿Cómo tomo las pastillas?

-Cada doce horas te tomas una. Pero sólo los dos primeros días. Luego con una diaria los siguientes es suficiente –me explicó, anotando los pormenores de las tomas en la receta-nota.

-Ahora baja a planta para que la enfermera te ponga la inyección –añadió entregándome ambas recetas. El inyectable incluía Urbasón y otro medicamento cuyo nombre no recordamos.

-De acuerdo. Muchas gracias –me despedí, satisfecho al comprobar que la solución de mi crisis avanzaba.

     Mónica y yo nos dirigimos entonces al recepcionista para preguntarle dónde se hallaba la enfermería.

-Un momento, que estoy atendiendo a este señor. ¿Tienes aún el volante que te hice antes? Dámelo.

     Terminó enseguida de atender al paciente que tenía en ventanilla, y con la eficiente ayuda del ordenador me confeccionó un nuevo volante para la enfermería de la planta baja.

     Ya me tenéis en la puerta de enfermería haciendo cola de nuevo y sin poderme rascar los huevos ni las axilas, notando un picorcillo también en las yemas de los dedos enrojecidas. Congestionado y resignado, me sometí una vez más al inevitable turno de espera.

     De la enfermería salió una paciente al poco tiempo y entró un señor a continuación. Éste llevaba la uña del dedo anular medio desprendida y la yema ennegrecida. En recepción le escuchamos decir que era diabético. Pasó un cuarto de hora y no salía. La cura debía ser complicada y a mí me parecía interminable. Mónica, más atenta que yo, observó que la enfermera estaba practicándole diferentes pruebas, para determinar el tipo de diabetes que padecía.

     Una señora con una niña pequeña salió de la recepción dirigiéndose hacia la calle. Sin detenerse nos explicó, visiblemente indignada:

-¿Os parece normal que llame yo a las cuatro, me digan que me pase por aquí directamente con la niña, y ahora me manden a casa diciéndome que ya me llamarán dentro de una hora?  No puedo entenderlo. Esto es demencial.

     No supimos ni pudimos contestarle, pues no esperaba respuesta alguna de nuestra parte. Simplemente se desahogaba en voz alta mientras se dirigía hacia la salida a buen paso llevando a su hija de la mano a remolque.

     Finalmente el recepcionista, que debió fijarse en mi cara de abatimiento a causa de la dilatada espera, se acercó a la enfermería. Desde la puerta entreabierta recordó a la enfermera que tenía un caso urgente de intoxicación esperando. Le di las gracias con una dudosa sonrisa que él me devolvió, orgulloso de su eficiencia, al regresar a su puesto tras el mostrador. Era un tipo controlador y competente que parecía manejar toda la clínica él solo. Se mostraba atento a cuanto le atañía con una actitud resolutiva ajena al ambiente somnoliento del Centro de Salud.   

     La enfermera reaccionó al instante y nos hizo pasar a la sala contigua. Tomó el volante y se fue a buscar los medicamentos. Al regresar le dije que me pinchara tumbado en la camilla, pues en una ocasión, en el Seminario de Córdoba, me administraron una inyección de antibiótico estando de pie y lo pasé fatal.

     Antes de nada me preguntó igualmente si tenía alguna alergia. Le dimos la misma respuesta que al doctor.

     Me bajé chándal y calzoncillos con decisión, como si me dedicara al porno, y me tumbé en la camilla recubierta con papel continuo. Al sentir el pinchazo contraje el glúteo.

-No me haga eso –me reprendió la joven enfermera.

-No es a propósito, ha sido un acto reflejo.

-Ya lo sé. Ahora relájese que no tardo nada.

     Tras suministrarme la solución inyectable me dijo que podía quedarme en la camilla un rato, si me sentía mareado. Me quedé un minuto o dos evaluando mi lamentable estado general. Tras alzarme me asomé a la puerta para despedirme atentamente de la enfermera.

-Adiós. Muchas gracias.

     Giró la cabeza para despedirme mientras seguía atendiendo al paciente diabético. Mónica y yo nos largamos sin dilación. Como salimos pensando en ir a la farmacia, olvidé despedirme del recepcionista.

     No me puedo quejar del trato recibido, pues me atendieron correctamente y con profesionalidad, pero no sentí la menor empatía. Pienso que nos estamos volviendo todos, yo incluido, cada día más asépticos en nuestras relaciones. La única persona que transmitió alguna cordialidad en la comunicación humana fue la anciana. Dios la bendiga.

     Camino de la farmacia le comenté a Mónica el sabroso dolorcito que dejaba la inyección.

     En la farmacia adquirí unos antihistamínicos orales de marca diferente a la indicada por el médico.

-Estos son completamente similares a los de la receta –me dijo la farmaceútica.

     En ese momento Mónica se animó a quitarse la tirita que llevaba en la muñeca y mostró la llaga de su quemadura supurante a la boticaria. Se la causó el aceite hirviendo de una fritura tres días antes. Ayudaba a mi cuñada Raquel en la cocina cuando ésta elaboraba empanadillas argentinas. Ese día celebrábamos el cumpleaños de mi hermano Emiliano (55 tacos).

-Lo mejor es que te pongas Cristalmina y dejes la quemadura al aire para que se seque –le aconsejó la boticaria, tras observar detenidamente la herida fresca de la quemadura reventada y sin piel.

     Provistos de los remedios farmacéuticos regresamos a casa una hora y media después de salir camino de la clínica, a una manzana de nuestro piso.

     Mónica llamó a Francisco para explicarle el retraso a la sesión de chikung y taichí que practicamos juntos los martes y los viernes en Parque Ansaldo, al aire libre. Cuando volvió me transmitió el deseo de Francisco de que mejorara, con un abrazo de su parte.

-Se te ha ido todo el enrojecimiento de la cara –advirtió Mónica al mirarme.

-Ya lo he notado. Me encuentro bastante mejor.

     Después de haber dormido unas seis horas seguidas la noche pasada, he recobrado mi habitual estado de salud, (precaria). Aún siento un dolorcillo en el glúteo a causa del pinchazo.  

     La vida está llena de peligros. Algunos los vemos demasiado tarde. Pero como decía aquel compañero de magisterio:

-¿Por qué tener miedo habiendo hospitales?

     (Los escritores, cuando sufrimos una experiencia adversa, a veces construimos un relato. En mi caso es una cuestión de reciclaje y pedagogía. Comprendedme, no lo he podido evitar).    

     ¡Que la salud os acompañe!                     

jueves, 8 de octubre de 2020

 

SEMINARIO SANTA MARÍA DE LOS ÁNGELES  (Córdoba)                           

Introducción

     Pretendo relatar en este libro parte de mi infancia y adolescencia, desde el primer curso escolar en el barrio de Valdevilla (Segovia), con cinco años, hasta el curso de Preu en el Seminario de Córdoba.

     Mis experiencias desde Preu hasta ejercer como profesor definitivo de E.G.B, las he recopilado en los libros siguientes: “Fragmentos dispersos de una memoria laxa” y “Aire Libre…”

     Estos tres textos están orientados a narrar mi vida personal y familiar, (como el libro anterior “Infancia en Barahona de Fresno”). Intentan rescatar la huella imprecisa de una época pasada, casi desvanecida.

     He puesto en juego mi escasa habilidad literaria para recrear, lo más honestamente posible, mis andanzas y mudanzas en un mundo arrasado por la tecnología y la corrupción política e inmobiliaria. Andanzas al estilo del Lazarillo de Tormes, pero exentas de tanta crudeza, incuria y picaresca.

     Pido disculpas por los errores, olvidos y desorden de tanta anécdota dispar e inconexa. Vamos allá.

VALDEVILLA

     Nuestra calle se encontraba en la parte más alta de la ciudad de Segovia. El patio de nuestra vieja casa daba acceso, por la salida trasera, a un descampado con pequeñas lomas. El terreno yermo ascendía suavemente hacia la sierra de Guadarrama, visible, pero un tanto desdibujada, en la gris-azulada lejanía.

     En aquella vivienda morábamos mis padres, (Siro y Juana), mis abuelos maternos, (Samuel y Vitoria), mi bisabuelo materno, (Genaro), mis hermanos, (Maribel, Eduardo, Gema y Emiliano), y vuestro narrador audaz, (Pedro). Durante un periodo de tiempo vivió con nosotros Sole, una prima de mi padre, natural de Coca (Segovia); y posteriormente una pareja de inquilinos de avanzada edad.

     La casa, de planta baja, tenía un patio con suelo de cemento, bordeado por un gallinero a un lado y una conejera en altillo al otro lado. Por encima del gallinero de las gallinas y ocas, se encontraba el sobrado, convertido en un trastero, al que se accedía por una escalera de obra. La precaria escalera se puede apreciar en una foto en la que Eduardo y yo posamos con mi madre en el patio. En el trastero, Maribel y yo encontramos una pistola muy antigua y oxidada, que debió ser de mi bisabuelo. En el patio también se hallaban la pila para lavar la ropa a mano y el tendedero.

La escuela   (1958)

     Mi primer y más claro recuerdo concierne al primer día de escuela. Mi madre nos acompañó hasta la entrada. El profe nos puso a los más espabilados en las sillas delanteras, desentendiéndose de los más pequeños, como Eduardo, que colocó al fondo.

     A su hora, salimos al patio del recreo, que no era tal sino un parque municipal con un murete de piedra de granito rodeándolo. Unas escaleras descendían desde la acera hasta el suelo de tierra del parque, apenas ocupado por unos cuantos árboles frondosos y algunos bancos para sentarse. Todos los chicos meamos a la vez, en fila, sobre la superficie interior del granítico muro.

     Poco a poco nos fuimos ambientando en la nueva comunidad de “pollitos”, habituándonos a las dependencias del “corral” y siguiendo atentamente las indicaciones del resignado y rutinario “gallo” encargado de cuidarnos.

     Cuando nos recogió mi madre, Eduardo estaba entusiasmado con el fantástico trueque que había realizado: libretas y lápices a cambio de un montón de pelotas de trapo, que llenaban su cartera.

     Mis padres, perplejos ante la mentalidad e iniciativa comercial de su segundo varón, le volvieron a comprar los útiles escolares. Felizmente, le convencieron de que no necesitábamos más pelotas. Después de ese día, siempre fuimos y volvimos solos a la escuela. Yo tenía cinco años y Eduardo cumplió los cuatro en octubre. Aquel primer curso, 1958, y el siguiente, nos hicieron la típica foto anual con el libro abierto sobre el pupitre y el mapa de España detrás nuestro.

     Una mañana encontramos algunas calles del trayecto hacia la escuela plagadas de gusanos blancos. Una lluvia inusual había descendido sobre el asfalto, provocando nuestro más genuino asombro y absoluta extrañeza. El silencioso y mágico alfombrado estaba vivo, pero se movía tan lentamente que, más que avanzar, parecía palpitar.

     Efectuamos nuestro recorrido hacia la escuela evitando pisar los gusanos, sin alcanzar a sospechar la causa del extraño prodigio. Imagino que tan insólito e inextricable fenómeno debió producirlo una tormenta de viento durante la noche. 

     Al volver de las clases de la mañana, los gusanos habían desaparecido. Sólo quedaban, como prueba de su ocupación temporal de aquellas pocas calles, los restos de gusanos espachurrados por vehículos y transeúntes.

Perdidos

     Mi madre, un domingo, nos cogió de la mano a Eduardo y a mí para dar un largo paseo. En otras ocasiones nos había llevado a las ferias, al economato de la Policía Armada, a la estación del tren, a los depósitos municipales de agua potable, a la fábrica de galletas María Fontaneda, (las comprábamos rotas, que eran más baratas), a adquirir alguna gallina ponedora de algún corral en otro barrio… y años después al cine de los Misioneros. Esta vez la acompañábamos a dar el pésame a una amiga suya.

      En la calle Real, habitualmente muy transitada, nos encontramos con su amiga y con Antonio, el hijo de ésta. El chico era seis o siete años mayor que nosotros. Mi madre nos dejó con él, encargándole que nos acompañara hasta su casa. Mi madre y su amiga se marcharon apresuradamente para arreglar los detalles del velatorio.

     (Antonio, siendo ya joven, vino a nuestra casa de Alicante durante tres años seguidos para celebrar el día de la Falange. En esas ocasiones, conmemoraba, con otros exaltados como él, la muerte de José Antonio Primo de Rivera).

     Supongo que aquel lejano día, en Segovia, Antonio se aburrió de nosotros y decidió librarse del “marrón”. Enseguida se excusó de acompañarnos a su vivienda, alegando que tenía que ir a ver a un amigo. Nos dio algunas indicaciones, incomprensibles para nosotros, de cómo llegar a su casa, y a continuación se largó tranquilamente, abandonándonos en medio de la calle.

     Olímpicamente eludió el compromiso de cuidarnos, como si no precisáramos de su guía en absoluto. Estaba claro que ejercer de niñera no le hacía ninguna gracia.

     Descarté inmediatamente, al verlo desaparecer, que Eduardo y yo pudiéramos encontrar la dirección indicada. Nos hallábamos lejos de nuestro hogar, en un lugar concurrido y sin la menor idea de cómo llegar a la casa de Antonio. Desconcertado, me fijé en los numerosos transeúntes, sin saber cómo conseguir ayuda.

     Valoré la posibilidad de volver a nuestro hogar aventurando una ruta probable, pues encontrar a nuestra madre, sin recordar la dirección, (recibida confusa y apresuradamente), era una misión imposible.

     Eduardo se puso a gemir sobrepasado por la situación y, sobre todo, al verme a mí indeciso. Procuré calmarle, aunque sin demasiada convicción. Una mujer se nos acercó:

     -¿Qué os pasa, niños?

     -Nos hemos perdido –lloriqueó Eduardo.

     -¿Dónde vivís?

     -No sabemos cómo se llama nuestra calle, pero yo sé volver a casa –le contesté más resuelto, confiado en poder recordar la ruta seguida por mi madre para llegar hasta allí.

     La mujer tranquilizó a Eduardo y se despidió:

     -No te preocupes, tu hermano te llevará a casa. Suerte, niños.

     Aquella mujer, además de tranquilizar a Eduardo, afianzó mi incipiente confianza en la posibilidad de resolver la inesperada situación.

     Tras recorrer un tramo que apenas reconocía, llegamos a una juguetería que recordaba bien. Antes de Navidad nuestro padre nos había llevado a ver los juguetes de aquella tienda, pues su dueño, el sargento Cristino de la Policía Armada, era amigo suyo y le hacía pequeños descuentos.

     -¿Te acuerdas de este sitio? –le pregunté a mi hermano.

     -Me acuerdo un poco.

     -Ahora verás qué pronto llegamos a casa.

     Y como en un cuento con feliz final, regresamos sanos y salvos a nuestro hogar. Esperamos a nuestra madre pacientemente sentados en las escaleras de nuestra casa. Cuando ella llegó, algún tiempo después, nos preguntó preocupada qué nos había pasado.

     -Nos hemos perdido, mamá. Pero Pedro ha sabido volver.

     -¿Os ha pasado algo malo?

     -No, pero yo tenía miedo y me he puesto a llorar.

     Yo le expliqué que el hijo de su amiga se largó enseguida y nos dejó solos. 

     -Venid, hijos. Ya que todo ha terminado bien, os voy a preparar una buena merienda.

El hachazo

     Creo que esta pequeña “hazaña” explica muy bien el tipo de “fenómeno” que, en realidad, soy.

     En el patio de la casa, cerca del gallinero, había un tocón con el hacha clavada.

     La madera se apilaba junto a la pared contigua al gallinero, bajo la escalera del sobrado. Mi abuelo o mi padre solían trocear la leña a menudo para alimentar el fuego de la cocina. Yo los observaba con gran interés, fijándome atentamente en su técnica y destreza, mientras en mi mente iba ganando terreno, poco a poco, la idea de emularlos.

     Con cinco añitos, y actuando en secreto, (“cuando nadie me ve”), coloqué de pie un tronquito de leña sobre el tocón, lo sujeté con la mano izquierda mientras sostenía la pesada hacha en mi derecha. Alcé el hacha lo que pude y descargué decidido el golpe que me permitían mis exiguas fuerzas.

     El hacha golpeó el leño pese a todo. Pero el tronco salió despedido y cayó al suelo impulsado por el hachazo mal ejecutado. Al mismo tiempo mi mano izquierda recibió el golpe descontrolado de la herramienta, aunque no directamente con el filo. (“La he cagado bien cagada”).

     No grité ni me alarmé. Mi mayor preocupación, entonces, fue tapar mi fallo garrafal y evitar la consiguiente regañina. (Actitud en la que reincidiría posteriormente en pifias de semejante calibre).

     Observé en el dorso de mi mano izquierda tres tendones blancos al descubierto, destacando bajo la piel abierta, en la base de los tres dedos afectados: meñique, anular y corazón. La herida prácticamente no sangraba y el dolor era similar al de una rodilla herida, circunstancia más que habitual.

     Antes que nada, reconocí mi torpeza, admitiendo que la faena no era tan fácil como yo creía, vamos, que me venía grande. Evidentemente, el hacha pesaba demasiado para ser manejada a una sola mano por mí.    

     Tras lavarme un poco la herida, puse en marcha mi estrategia de ocultación. Evité durante varios días que se me viera el desgarrón de la mano cuando comíamos o cuando hablaban conmigo. En la mesa del comedor mi mano izquierda permanecía siempre debajo del mantel. Acabó curándose la herida sin tener que confesar mi estupidez, ya que nadie se percató de mi lesión.

     Casi 60 años después aún se puede apreciar la cicatriz algo desdibujada.

Segundo año escolar en Valdevilla   (1959)

     Yo pasé curso y Eduardo no.

     Recuerdo que, un día, el profesor de mi clase nos preguntaba palabras que contuvieran una letra más que la palabra antedicha. Pasaba de un alumno a otro sin saltarse ninguno, por lo que podías calcular la cantidad de letras de la palabra que te tocaría decir. La respuesta correcta había que buscarla bajo la presión del regletazo al fallo.

     Apremiado por el temor, mi cerebro no cesaba de encontrar palabras. Temí bloquearme si me tocaba una palabra con demasiadas letras. Afortunadamente, mis compañeros fallaban en las palabras con muchas letras. El maestro acabó conformándose con palabras de menos de diez letras.

     Conseguí salir indemne de la prueba y no probar la picajosa regla. Y constaté que el cerebro funciona a tope si las circunstancias mandan. “Intellectus apretatus discurrit quam rabiat”, (en latín macarrónico).

     Cuando volvíamos de la escuela, algunas veces nos encontrábamos con la furgoneta del repartidor de hielo. La seguíamos y recogíamos las esquirlas que se desprendían al cortar las barras de hielo en trozos, a medida que las clientas los compraban en las paradas que iba haciendo la furgoneta.

     El repartidor estaba acostumbrado al grupito de niños que le acompañábamos de parada en parada. Nunca nos espantaba. Al contrario, siempre permitió que nos sirviéramos aquellos insípidos helados gratuitamente, ya que le animábamos su recorrido callejero mientras obteníamos las esquirlas de hielo.

     Recuerdo vagamente que teníamos un taco de estampillas religiosas; no alcanzo a recordar sin embargo dónde las encontramos. De cualquier manera que llegaran a nuestras manos, no tardaron en desaparecer de igual modo.

La matanza

     Un día pudimos contemplar la matanza de un cerdo formando parte de un pequeño grupo de vecinos curiosos. Unos hombres robustos lo dispusieron todo en la parte trasera de su casa, en el descampado de Valdevilla, y a continuación nos ofrecieron un espectáculo terrible y a la vez magistral.

     Os evitaré los gruñidos, puñaladas en el cuello del animal y otros detalles, como recoger la sangre que manaba del cuello del cerdo en un barreño…, o quemarle las cerdas de la piel con cartones y papeles ardiendo, una vez desangrado el animal sacrificado. Visto desde la distancia de los años, diría que fue una ceremonia ancestral, tribal, casi religiosa.

     En Villaharta (Córdoba), algún año después, me convidaron a migas mientras realizaban el procesado de la carne del cerdo, (chorizos, morcillas…), en el patio de una casa, tras la matanza del puerco, que esta vez no llegué a presenciar. La ceremonia, en este caso, semejaba una animada fiesta que se desarrollaba entre sartenes y mesas donde se trajinaban las partes blandas del animal sacrificado mientras todo el mundo almorzaba las migas con tocino sin ningún remordimiento.

Detalles de nuestra vida familiar

     Como ya comenté antes, criábamos conejos, gallinas y ocas. Yo ayudaba a mi padre a desollar y vaciar las entrañas de los conejos sujetándolos por las patas traseras, muy atento a todos los detalles.

     Mi padre ponía trampas para ratas en la atarjea del patio. Un día cazó una tan grande y repulsiva que prefirió no volver a colocar el cepo.

     Mi abuelo afilaba concienzudamente los cuchillos de cocina en una piedra de pedernal. Probaba el filo presionando la hoja ligeramente sobre su pulgar.

     Cuando se cortaba consideraba que el cuchillo ya estaba afilado y dejaba de frotar su filo sobre la piedra, humedecida una y otra vez con su saliva. Todo bajo mi atenta mirada, mientras me daba las pertinentes explicaciones.

     Mi madre lavaba la ropa de 10 personas en el fregadero del patio. Llegó a rogar a Dios que le diera paciencia y fortaleza para no desfallecer en la interminable y agotadora tarea. Según nos comentó ella, Dios le concedió la calma y las fuerzas que precisaba de forma milagrosa.

     Sin embargo, al poco tiempo de instalarse mis padres en el barrio de San Blas (Alicante), casi 20 años después, Juana me pidió que intercediera ante mi padre para convencerle de lo oportuna y necesaria que era una lavadora.

     Cuando mi padre atendió amablemente nuestra petición, nuestra madre se consideró por primera vez, desde su matrimonio, felizmente liberada de aquella pesada e ingrata servidumbre.

Terraplén, avispillas y castaños

     En nuestra calle del barrio de Valdevilla (Segovia), al otro lado de la carretera, una hilera de soberbios castaños se alzaba en la amplia acera de tierra que daba a un terraplén casi vertical. Nuestra calle estaba formada por una única y larga hilera de casas adosadas, desde donde se descendía, perpendicularmente, en pendiente suave, hacia el Regimiento de artillería y luego hacia la plaza del Azoguejo.

     Por el terraplén sólo nos tirábamos los niños, desfondando el culo de los pantalones en unas rampas que debió formar el agua de lluvia.

     Cuando adquirimos mayor confianza, nos lanzábamos resbalando de pie. Con una ágil carrerilla final alcanzábamos la calle paralela a la nuestra, cortada al tráfico en aquel tramo. Con la práctica conseguimos controlar perfectamente la bajada por las rampas del terraplén e incluso detenernos en medio de las mismas.

     En la pared de tierra arcillosa del terraplén anidaban unas laboriosas avispas de tamaño inferior a la avispa común. Cada avispilla excavaba su propio agujero en el terraplén sin preocuparse en absoluto de nuestra proximidad al observarlas.

     Los castaños del otro lado de nuestra calle daban las mal denominadas castañas pilongas, cuya ingesta, según nuestros padres, provocaba algún tipo de locura. Sin embargo, a las vacas de la vaquería próxima a nuestro hogar, sólo las estimulaba para producir leche de buena calidad.

     Alguna que otra vez Edu y yo recogimos las castañas caídas en el suelo y las que conseguimos abatir a pedradas. Las llevamos a la vaquería-carbonería, donde nos dieron varias perras gordas al cambio.

     Miré, entonces, un tanto asombrado, a las vacas rumiando las castañas tranquilamente, ajenas al peligro de un enloquecimiento letal, (peligro que resultó ser real, muchos años después, en el caso de las vacas locas, alimentadas con derivados cárnicos).

     Convencido de que mis padres no nos engañaban, no sabía explicarme el curioso fenómeno: “¿Por qué a las vacas les sientan bien las castañas pilongas y a nosotros nos trastornan?”

Locura transitoria y el caballo de cartón 

     Yo tenía en la cabeza alguna que otra locura, como tirarme debajo del autobús que tenía una parada cerca de nuestra vivienda. La idea no era suicidarme, sino sentirme especial porque un autobús me había pasado por encima.

     Lo tenía tan calculado que lo comenté con varios chiquillos de mi edad, vecinos que vivían en las inmediaciones. No lo llegué a realizar nunca, pero según mi madre, uno de aquellos chalados que me escuchaba llevó a cabo la experiencia. Me encantaría saber qué pasó entonces y lo que sintió el niño.

     En Navidad mis padres nos compraron un caballo de cartón con ruedas a Eduardo y a mí. Con él jugamos durante un par de días, haciéndolo rodar por una acera en cuesta, montando en él alternativamente. Eduardo recuerda nuestros descensos por la pendiente a lomos del caballo rodante como una actividad temeraria, ya que la cuesta era ligeramente pronunciada y la acera terminaba en una confluencia de dos calles con escaso tráfico. Pero el que no iba encima del caballo-carretilla ayudaba a controlar el juguete y pararlo. Luego, según Maribel, el caballo de cartón pintado fue a parar al altillo de un armario. Y en el traslado a la calle Madrid de la Colonia Pascual Marín desapareció sin que apenas reparásemos en lo efímera que había sido la existencia de nuestro brillante y brioso corcel rodador.

El juego de ajedrez

     En Valdevilla, mi padre tuvo un gesto de desapego hacia Eduardo, que a mi hermano le dolió más que el cinto que probaría un par de años después. Eduardo corrió a abrazar a nuestro padre al encontrárnoslo por nuestra calle, cuando regresaba, uniformado de Policía, de su jornada laboral en la prisión.

     -¡Quita! ¡Déjame en paz! –le dijo nuestro padre apartándolo con el brazo.

     Debía venir jodido del trabajo, donde a veces tenía que presenciar la brutalidad policial injustificada de algunos compañeros suyos con delincuentes de poca monta, o soportar las arbitrariedades de los mandos. El rechazó del contacto por parte de nuestro padre, trocó la alegría de Eduardo en dolorosa decepción.

     Días después encontramos a nuestro padre en el mismo lugar con un paquete envuelto en papel de regalo. Esta vez nos llamó él, exhibiendo un talante muy diferente. 

     -Os he traído un regalo –nos dijo cariñosamente, mostrándonos a continuación el paquete con su mejor sonrisa.

     Resultó ser un juego de ajedrez. Nos enseñó a jugar y al cabo de un tiempo renunció a seguir jugando con nosotros porque yo le ganaba casi siempre. (Ser humano no consiste en ser perfecto como los ángeles, que se supone que no yerran, sino en tener el valor de reconocer los propios errores y rectificar). 

     -Pedrito, quédate tú el juego, que eres el que sabes jugar mejor al ajedrez –me dijo al retirarse de la competición. 

     Mi madre, por su parte, me pagó un ajedrez imantado del Corte Inglés cuando yo rondaba los veinte años, conocedora de lo aficionado que era a dicho juego.

     Comencé a estudiar partidas y posiciones cuando un compañero de magisterio me pasó las partidas del campeonato del mundo entre Karpov y Korchnoi (semifinales). La final no se jugó por la retirada de Fischer, disconforme con las condiciones del match, siendo entonces el campeón a batir. La corona pasó al retador, Karpov, que había ganado a Korchnoi una semifinal plagada de escándalos.

     Hace poco le regalé el susodicho ajedrez y sendos manuales de aperturas y técnicas ajedrecistas a mi sobrino Guillermo, que ya ganó, con siete años, un trofeo escolar.

     Desgraciadamente, desde mi punto de vista, se ha enganchado con mayor ímpetu a los juegos de la Play y de Internet. Después de perder una interesante partida contra mí, no ha querido volver a jugar conmigo ninguna partida más al ajedrez, pero asistió a un cursillo escolar de ajedrez durante un par de cursos.

Mi abuela Vitoria

     Mi madre estaba embarazada de su quinto hijo y pronta a dar a luz, pues ya había salido de cuentas. Mi abuela Vitoria se ocupaba de todo lo que podía en la casa, siempre con el mejor ánimo. Era mucho más alegre que mi abuela paterna Antonina.

     Cuando le hacíamos alguna trastada nos perseguía con la escoba o la zapatilla sin conseguir nunca alcanzarnos y aplicar la justicia que merecían nuestras pequeñas travesuras. Siempre le decía a nuestra madre que no nos pegara en la cabeza, no fuera ser que nos dejara lelos.

     Fue una persona amable, cariñosa y tolerante, que en sus últimos años de vida sufrió demencia senil. Yo me di cuenta cuando mi madre nos pidió que controlásemos que no se quemara en la estufa de serrín, a la que se arrimaba peligrosamente durante el último invierno que pasé con mi familia en Segovia.

     Murió durante mi primer año en el Seminario, en 1966. Mis padres me mandaron una carta con una cinta diagonal negra en una esquina del sobre. Me entregaron la carta estando en el comedor. Al leer la noticia de su muerte durante la comida, no pude contener las lágrimas.

     No he vuelto, desde entonces, a llorar la muerte de nadie. Cuantos más muertos y entierros presencio, más impertérrito me quedo.

     Cuando llegue el mío puede que pase hasta de ir. (Me refiero a asistir como fantasma, aunque, en consideración a familiares y amigos, lo más probable es que me acerque a expresarles mis condolencias, perdón, quise decir a agradecerles su cariño y despedirme de ellos como se merecen).

Nacimiento de Emiliano   (13 de febrero de 1961)

     La señora Justa era una vecina del barrio, del final de la calle, muy amiga de mi madre. Estaba también embarazada. A veces, cuando nos visitaba, traía a su hijo Chin, de mi edad, a jugar conmigo.   

     Una mañana entró nuestra abuela en el dormitorio y nos presentó un bebé recién nacido, diciéndonos que era nuestra nueva hermanita. Recuerdo que apenas nos impresionó la ampliación familiar.

     Tras observar lo tranquilos que nos quedábamos, mi abuela nos dijo que era una broma. La criatura pertenecía a la señora Justa. Le pusieron de nombre Gema, como a nuestra hermana pequeña.

     Estando yo en cama con gripe, me ofrecieron tomar leche del pecho de la señora Justa. Alegaban mi madre y ella que me curaría, pero a mí me daba aprensión. Al final creo que tomé un par de sorbos cuando me la sirvieron en un vaso. Apenas una semana después, estando ya restablecido, reapareció mi abuela Vitoria en nuestro dormitorio con un bebé enorme, visiblemente emocionada. Pensé: “Ahora sí es verdad”.

    -¡Niños, mirad! ¡Este es vuestro hermanito! ¡Acaba de nacer! –nos dijo alborozada, mostrándonos un “hermoso cachorro humano”, nuestro hermano menor.

     Mi madre, nos lo contó ella misma en varias ocasiones, sufrió en el parto un gran desgarro vaginal. Nada extraño teniendo en cuenta que la comadrona al pesar a la “criaturita” se asombró.

     -Dejémoslo en siete kilos –sentenció sacándolo rápidamente de la báscula cuando la aguja sobrepasaba claramente esa cantidad.

     En ningún otro parto mi madre estuvo tan postrada ni sufrió complicaciones tan graves como en este.

     Hasta varios días después no cesaron los derrames vaginales por lo que llegó a temer por su vida. Para contrarrestar la pérdida de sangre las vecinas le traían vino con yema de huevo cruda, a modo de alimento reconstituyente.

     Mi padre, al oírselo contar, nos comentó a Mónica y a mí:

     -Sí, y desde entonces tiene aborrecido el vino. Siempre dice que le da asco.

     -Este mostrenco casi acaba conmigo –añadió mi madre señalando a Emiliano, ya treintañero, que la miró con cara de póker sin hacer comentarios. (“¡Y a mí qué me cuentas!”) 

Bautizo de Emiliano

     A los siete u ocho días de nacer, llevamos a bautizar a nuestro hermano. Recibiría como nombre el mismo que nuestro tío favorito: Emiliano. Mi padre iba tirando caramelos para todos los chiquillos del séquito camino de la parroquia, mientras yo me preguntaba flipando:

     -“¿Por qué no nos da unos cuantos caramelos primero a nosotros, sus hijos?”

     Estaba nervioso y seguramente preocupado con que todo saliera bien. Además, necesitaba que el cielo le ayudara a sacar adelante un hijo más, el quinto, con su paga exigua y las raquíticas oportunidades de mejorar la economía familiar en aquellos duros tiempos de carestía general.

     En aquella época los curas predicaban que se debían tener todos los hijos que Dios quisiera enviarnos. El nacional-catolicismo franquista buscaba aumentar la mano de obra barata, tras asesinar a miles de obreros republicanos durante los primeros años de la posguerra para asentar su despótica autoridad.

     En su borrachera sangrienta, falangistas y Guardias Civiles, fusilaron a más de 250.000 prisioneros, (según prudentes cálculos estimativos), mediante “juicios sumarísimos” o arbitrarios “paseíllos”.

     La Iglesia católica, por su parte, ejecutó a la perfección su papel manipulador de conciencias al servicio del Régimen fascista, cerrando los ojos ante la gran barbarie genocida y promoviendo, en algunos casos concretos, vengativas acusaciones criminales de carácter revanchista.

     Tío Emiliano les dijo en privado a mis padres que pusieran los medios para no tener más hijos. No hubiera sido cristiano pedirle a mi madre más esfuerzos, con 35 años cumplidos y destrozada por el parto.   

     Nos resignamos, mis hermanos y yo, a quedarnos sin caramelos, sin protestar siquiera. Padres e hijos para lo bueno y lo malo.

En la iglesia

     Llegó nuestra comitiva a la iglesia y el sacristán nos recibió colocándonos alrededor de un gran círculo formado por otras siete mujeres con bebés en brazos. Iba a ser un bautizo múltiple.

     La madrina de mi hermano se incorporó al primer círculo con Emiliano en brazos. Oí preguntar a la mujer que tenía al lado, sorprendida por el tamaño de nuestro bebé:

     -¿Por qué habéis tardado dos meses en traer el niño a bautizar?

     -Sólo tiene una semana –le respondió la madrina.

     En cierta ocasión escuché que la primera vacuna que le pusieron a Emiliano siendo un bebé, le costó un manotazo al médico. Además, por lo oído en diversas ocasiones, Emiliano dobló la aguja del inyectable.

Accidentes fraternales

     Cuando Emiliano contaba unos meses, Maribel lo cuidaba en el patio manteniéndolo en brazos. Edu y yo nos unimos a ella, sin duda excitados por tener el bebé a nuestro cuidado, con la confianza implícita de nuestra madre.

     Observé que tenía la cabeza caliente. Decidimos remojársela para que no sufriera una insolación. Le llevamos hasta la pila de lavar la ropa y tratamos de colocarle la cabeza bajo el grifo abierto mientras le sujetábamos entre los tres.

     El resultado fue catastrófico. Se nos escurrió de las manos y cayó de bruces al fondo de la pila. Nos asustamos pensando lo peor, pero, al rescatarle lloroso y mojado, comprobamos aliviados que seguía vivo. Milagrosamente salió ileso del percance y de la insolación.

     Eduardo recuerda, aún con sentimiento de culpa, haber tropezado llevando a Emiliano en brazos por la escalera exterior de la casa. Mi hermano Emiliano cayó de sus brazos rodando escalones abajo. Nuestra madre tranquilizó a Eduardo porque Emiliano seguía indemne tras realizar el descenso a tumba abierta brillantemente, sin preparación ni entrenamiento previo.

     Como veis era un bebé resistente, capaz de encajar los solícitos cuidados de sus inconscientes y atolondrados hermanos. ¿Aprenderíamos a ser más prudentes en adelante? Supongo que sí, aunque muchos de mis recuerdos no lo confirmen completamente, como enseguida se verá.

Atropellado por un carro

     Un día regresando de la escuela solo, sin la compañía de Eduardo, un chico me miró mal y salí huyendo sin pensármelo dos veces. Yo corría con la cabeza vuelta hacia atrás, preocupado únicamente de que no me alcanzara el jodido matón. Tropecé en los adoquines de granito y caí de bruces, justo delante de un carro tirado por una mula que descendía al trote en sentido contrario a mi carrera. El animal y el carro, inadvertidos por mí, me pasaron por encima sin causarme daño, pero el hombre que conducía el carro se asustó.

     Frenó unos metros más adelante, me recogió en brazos y me llevó a la farmacia que había enfrente. Me sentó en el mostrador y explicó a la farmacéutica lo ocurrido. Me preguntaron si tenía algún daño o me encontraba mal. Les dije que no. Pese a todo me ofreció la farmacéutica un vaso de agua, que acepté. Y además, consiguió un taxi que me llevó al hospital. Allí acudiría nuestra madre a recogerme. Le confirmaron, entonces, que me encontraba ileso.

     Cerca de ese lugar, un par de calles más arriba, una mujer joven había caído desde la ventana de un tercer piso hacía pocos días y se había matado. Se comentaba que debió perder el equilibrio tendiendo la ropa. El caso fue noticia general en el barrio. Imagino que el exceso de preocupación por mí, curiosidad aparte, era una especie de temor a una posible mala racha de accidentes inesperados en el barrio.

     Al arrancar el taxi en la puerta de la farmacia, el gentío nos rodeaba. Todos atisbaban con curiosidad, desde detrás de los cristales del auto, mi tranquilo asombro, tratando de reconocerme o descubrir algún detalle que poder relatar después. Unos minutos antes, cuando el otro chico me perseguía, la calle se hallaba completamente desierta. Por cierto, el matoncete se escabulló y no volvió a molestarme.

     Supe por nuestra madre, siendo yo adulto, que mi padre recibió la noticia estando de servicio en la prisión de Segovia. Desde entonces, sufrió un ligero trastorno nervioso que le perturbó el sueño hasta su muerte. Ya jubilado, tomaba somníferos en dosis creciente. Cuando me consultó sobre ello le aconsejé que los dejara. Yo también tengo problemas de sueño pero les concedo poca importancia: “Vive y muere lo mejor que puedas, de lo demás no te preocupes demasiado”.

Tobillo dislocado

     Mi padre había comprado arena para hacer algún tipo de arreglo en la vivienda. La arena formaba un montón en la calle junto a la escalera que ascendía a la terraza de la entrada de la casa, un soportal cuyo techo lo constituían varias parras enramadas que trepaban por el muro de la fachada.

     Desde la barandilla de la terraza salté varias veces a la arena, hasta que en una caída descontrolada me torcí el pie y me disloqué un tobillo.

     Mis padres me llevaron a un curandero del barrio que trató de encajar el hueso con suaves rotaciones del pie. El primer día consiguió encajar el tobillo en su lugar con las manipulaciones que me practicó, pero volvimos al día siguiente porque yo me quejaba de que no podía andar.

     El segundo día ya no sentí dolor al rotarme el pie, pero seguí insistiendo en mi incapacidad locomotriz. Mis padres me llevaron y trajeron ambos días en un cochecito de niño rodeado de mis hermanos. Misteriosamente perdí la confianza en mi capacidad de dar un simple paso, hasta el punto de negarme tan siquiera a intentarlo.

     Como el curandero les había dicho a mis padres que él no podía hacer nada más, al tercer día me llevaron al Hospital Militar por si tenía alguna lesión. Allí, el traumatólogo me ayudó a plantarme de pie frente a él, tras informarse detalladamente de la situación.

     -Mírame a los ojos y déjate llevar –me dijo pausadamente.

    Así lo hice mientras me cogía de las manos y me hacía caminar suave y lentamente como si bailáramos. Apenas diez pasos con el médico me devolvieron a la comunidad de los viandantes.

     Una vez recuperada la fe en mí mismo, regresamos a casa. El traumatólogo me advirtió que fuera poco a poco en mis desplazamientos, evitando carreras y saltos, ya que los ligamentos podían estar lesionados.

     En la calle, mi hermano y otros chicos jugaban a la peonza junto al montón de arena en que me disloqué el tobillo. Me quedé de pie mirándolos jugar mientras mis padres entraban en la vivienda una vez solucionado el misterioso caso del hijo estático.

     Debo decir que la extraña evolución del pequeño accidente hacía reír a mi madre cada vez que lo mencionábamos. Ella decía que todo era “cuentitis” mía, pero la crisis de inseguridad no fue producto de mi imaginación sino del intenso dolor que me impidió apoyar el pie, al menos durante un día. Después de arreglada la dislocación queda la recuperación de tejidos dañados por la distensión del accidente.

Peroné desprendido   (28 - 1 - 2003)

     Doy un salto en el tiempo con la siguiente historia, pero luego regresaré a mis siete años.

     Siendo profesor en “Parque Ansaldo” de Sant Joan, con casi 50 años a mis espaldas, estaba jugando con un balón en la pared del patio de recreo, cuando realicé un mal apoyo y se me desprendió el maléolo del peroné del pie derecho.     

     Emilio, el secretario del colegio, me llevó en su coche a la clínica Vistahermosa, donde me escayolaron para un mes. Ya escayolado, Emilio me acercó amablemente hasta mi piso.

     Mónica me ayudó a subir las escaleras con verdadera solicitud. Posteriormente llevó la baja reglamentaria al colegio y me atendió encomiablemente. (“Mi mujer es una verdadera joya”).

     Emilio murió pocos años después, arrastrando a Asunción, la directora, a una fuerte depresión, pues formaban un equipo muy compenetrado. Esto me lo contó Transi, quien dio clases en el mismo colegio de Campello que ellos dos dirigían.

     (En la Delegación de Enseñanza de Alicante les concedieron seguir manteniendo el tándem directora y secretario que ya desempeñaron en la clausurada escuela de Parque Ansaldo).

     A los 15 días fui a la revisión. El traumatólogo no paraba de hablar y no me permitió quejarme de que la escayola me apretaba demasiado. Me vendó aún más fuerte y me mandó a casa, recomendándome seguir con el pie en alto. Cuando, pasada otra quincena, me quitó la escayola, mi pie se había hinchado bestialmente. La enfermera se echó las manos a la cabeza y el traumatólogo se espantó ligeramente. En seguida se deshizo en excusas, soslayando responsabilidades, y alegando que me había informado adecuadamente en todo momento. (“¿De qué?”)

     Me recetó unas inyecciones diarias de heparina en la barriga, que debían evitar que los coágulos de sangre del pie, al entrar en la circulación sanguínea, me ocasionaran problemas. Me explicó que a un chico joven los trombos le produjeron un ataque al corazón. Al muchacho me lo encontré en rehabilitación durante sus últimas sesiones y no le daba demasiada importancia al ataque sufrido. 

     En vez de inyectarme el fármaco anticoagulante, preferí confiar en mi acupuntora Manuela.

     Y por otra parte, acudí a la señora Elena, experimentada curandera. Ésta me dijo que, además de la falta de circulación y consiguiente embotamiento de la sangre y otros líquidos orgánicos, me quedaban dos fisuras musculares en el pie causadas por el accidente.

     Me masajeó durante unas semanas concienzudamente el pie para drenar el estancamiento de los líquidos y cerrar las fisuras. Me recriminó haber confiado más en el traumatólogo que en mí mismo.

     -Si me hubieras visitado cuando tenías la escayola yo misma te la habría quitado.

     Pasé cinco meses yendo a rehabilitación el jueves de cada semana, al principio a las 12 de la mañana y después a las 17:30. Tardé años en recuperar la flexión completa del pie.

     Anduve con muletas, primero con dos y luego con una. Me dieron el alta cuando aún me costaba un poco subir las escaleras sin muletas y me reintegré a mi puesto de trabajo en Parque Ansaldo al iniciarse el curso 2003 – 2004. 

     A mi mujer, Mónica, le debo su cariño y atención durante esos cinco largos meses, llevándome y trayéndome a la clínica de rehabilitación en Vistahermosa un día a la semana, además de cuidarme en casa. Mónica sobrellevaba mi hora de ejercicios leyendo sus libros en la pequeña sala de espera.

     A Manuela le debo que me librara de la heparina, que me recetó el traumatólogo, mediante un tratamiento de acupuntura para fluidificar la sangre. Y a la señora Elena sus amables cuidados y masajes, que me permitieron recuperar el pie de su espantosa morbidez. Con el paso del tiempo, (y los cuidados recibidos, ya expresados), el aspecto monstruoso de mi pie derecho derivó hacia la deseada normalidad.

La señora Elena

     La señora Elena no cobraba nada a nadie por sus atenciones como curandera. A todos nos trataba como a familiares suyos. A ella y a su hija Mari Carmen las visitamos Mónica y yo muchas veces, tras comer en casa de mis tías (cada 15 días), pues la señora Elena y su hija eran vecinas y amigas suyas.

     En dichas visitas, la señora Elena nos contó cosas sorprendentes de su relación con los espíritus. Era vidente y practicaba la escritura automática. Daba fe de todo ello el montón de libretas con mensajes y escrituras diferentes que nos mostró un día. Curiosamente, no sabía escribir.

     Rechazó acudir a un programa de televisión donde le ofrecían contar sus experiencias de vidente. Prefería desenvolverse en el ámbito familiar y de sus amistades, realizando las curaciones que le pedíamos.

     A Mónica le dijo, entre otras cosas, que en una vida pasada había sido Geneviève de Brabante. Y en su última reencarnación, la anterior a su vida actual, un granjero solitario que permitía a sus ovejas dormir en la casa y vivía en un bosque, algo alejado del pueblo. En ese momento me animé a preguntar qué había sido yo en mi vida anterior. Me miró unos segundos a los ojos y, con su aplomo de vasca sin complejos, me contestó categórica:

     -Tú eras un putero de mucho cuidado.

     En una consulta a los Registros Akásicos, Mónica me vio regentando un garito de tahúres, que imagino compaginaba con la prostitución de mis “chicas”.

     Los Registros Akásicos también me han situado en otras vidas. Granjero productor de quesos en una, y fraile franciscano en otra, con Mónica. Anteriormente Francisco, Mónica y yo fuimos alumnos de astrología y astronomía del maestro Giácomo, discípulo de Galileo Galilei. Nos inició en las llamas sagradas azul, verde y violeta. Fuimos condenados, a causa de todo ello, a morir quemados en la hoguera como herejes. Muchos otros estudiosos de la ciencia (prohibida) sufrieron persecución y torturas, pero no todos perecieron como nosotros en la hoguera. Nuestro maestro Giácomo, al ser también quemado posteriormente, nos pidió perdón a todos sus discípulos, sintiéndose responsable del terrible destino al que nos condujeron sus nobles enseñanzas, tan peligrosas en aquella época de la Iglesia inquisitorial.

     La señora Elena murió el 29 de enero de 2015, tras sufrir alzhéimer sus dos últimos años, como Rosario. Su hija, Mari Carmen, sufrió una fuerte depresión al quedarse sola. Un año después nos comentó, al sacar a pasear a sus perritos, que estaba mejorando bastante desde que había mandado los fármacos antidepresivos a hacer puñetas.

     Actualmente tía Goya reside en el convento de las franciscanas de Madrid. La casa de mis tías la vendimos a primeros de mayo del 2016, aproximadamente un año después de la muerte de nuestra madre. Goya nos visita dos o tres semanas todos los veranos y nos invita a comer juntos en un restaurante. La cuida durante sus vacaciones nuestra abnegada hermana Maribel. Antes de disgregarnos, tras la comida, acostumbra cantarnos alguna canción de misa con perfecta entonación, a la que Gema, Maribel y yo hacemos  los coros. Nicolás, el novio de Gema, nos ha grabado varias veces en video mientras cantamos con ella su  canción favorita: “Te bendecimos, Señor…”

Bofetadas de un cura facha   (continuación del relato principal)

     A los alumnos de la escuela de Valdevilla nos llevaron varias veces a la iglesia: el miércoles de ceniza; para la confirmación con el obispo; y a oír misa en alguna que otra ocasión. La última vez, que recuerdo, abarrotamos la iglesia. A mí me tocó asistir a la misa de pie, en el pasillo de la izquierda según se entra.

     No sé qué cuchicheábamos otros dos chicos y yo durante la misa, pero recuerdo claramente que el cura nos lanzó una mirada severa desde el altar. Al poco tiempo reanudamos la cháchara discretamente, aunque no lo suficiente. El hijo puta del cura nos volvió a echar el ojo con malas vibraciones y entonces nos callamos, esta vez definitivamente amedrentados.

     Al terminar la ceremonia nos llamó para que compareciéramos ante él. Yo me temía una regañina. Me equivoqué. El castigo fue cáustico y contundente, sin mediar palabra. Conforme entrábamos a la sacristía nos arreó un soberbio bofetón a cada uno, con la misma mala jeta que nos mostró durante la misa. A continuación nos despachó con otro brutal bofetón de despedida.

     Los tres volvimos a nuestras casas bien jodidos, a causa de la inesperada vejación sufrida. Yo no se lo conté a nadie, ¿para qué? Mi desconfianza en los curas me volvió más distante y precavido con el clero.

     Muchos años después, en una céntrica calle de Segovia, mi madre y yo nos encontramos con un cura viejo. Por la conversación deduje que era el cabronazo que nos abofeteó, pues había sido el párroco de aquella iglesia por aquellos años y muchos más.  

     Sentí el impulso de devolverle las dos hostias que me dio siendo un niño, pero me refrené por lo desaforado que resultaría abofetear a un abuelo miserable en la calle más concurrida de Segovia. Mi siguiente deseo fue afrentarle y avergonzarle, recriminándole su ya lejana cobardía. ¡A ver cómo encajaba la situación con las tornas cambiadas!

     Mi madre, mientras tanto, seguía hablando cordialmente con él. Mi alterado estado de ánimo me impedía incluso seguir la conversación. Acabé desistiendo de llevar también a cabo este vengativo propósito. Lo dejé correr por evitar un sufrimiento innecesario a mi madre y porque, ya tan avejentado, no parecía el mismo desgraciado fascista que nos abofeteó sin contemplaciones a tres niños de siete u ocho años que con una simple regañina habríamos tenido suficiente.

     Cuando se despidieron, ya me había resignado a dejar sin realización mi anhelada venganza. Una infamia de mi parte no lograría sanar mi alma lastimada por el resentimiento. Por otra parte, dada la madurez mental de mis cuarenta años, asumí que mis planes vengativos estaban fuera de lugar. 

     -“Que se lo cobren en el infierno” –debí pensar mientras me iba serenando camino de la casa de mis tíos Genaro y Catalina.

     Soy un tipo de trato fácil y amable pero no voy a ocultar que los fascistas me revuelven las tripas. Sabréis fácilmente cuándo señalo a alguno por los epítetos cariñosos que le dedico.

COLONIA PASCUAL MARÍN

     Cuando yo tenía ocho años mi familia se trasladó desde el barrio de Valdevilla a una vivienda unifamiliar más nueva, en la calle Madrid, nº 8, de la Colonia Pascual Marín.

     Tenía un patio grande con un pequeño huerto, donde mi padre cultivaba fresas, hierba buena y crisantemos, además de los tres pequeños frutales que plantó, (a uno de ellos le hizo un injerto).

     Dos cuartos trasteros y una cuadra contigua se alineaban al otro lado del patio frente a la vivienda. La cocina funcionaba con leña. En el salón comedor, además de la mesa y las sillas, una estufa de serrín, una nevera y un aparato de radio completaban el mobiliario.

     Con el paso del tiempo, en la zona ajardinada las plantas de las fresas poblaron la mayor parte del huerto. Mis hermanos y yo picoteábamos los deliciosos frutos, como avispados cuervos, conforme iban madurando, e incluso un poco antes, habida cuenta de la inevitable competencia.

      Las primeras televisiones eran muy caras. Los toros y el programa “Reina por un día” los veíamos en casa de la vecina. Mi madre solía escuchar cada tarde los interminables seriales radiofónicos de Guillermo Sautier Casaseca, entre ellos el famoso “Ama Rosa”, mientras hacía labores de ganchillo.

      Un elemento curioso, hoy día completamente desaparecido, era el vendedor de piñones. Los vendía en un cucurucho que incluía un pequeño corazón metálico plano para abrir los piñones.

     Otra delicia de aquella época eran las pastillas de leche de burra que adquiríamos en un kiosco. Fue nuestro dulce favorito hasta que lo desbancó el Chupa Chups.

VILLAHARTA    

     Ese curso lo pasé en Villaharta (Córdoba) y no participé en el traslado desde la casa de Valdevilla a la de la Colonia Pascual Marín.

     Tío Emiliano apareció por nuestra casa de Valdevilla durante el verano del 1961. Me invitó a que le acompañara a Villaharta para visitar a Constantino y Rosario. Accedí encantado, sin sospechar la celada.

     Cuando me quise dar cuenta, mi tío Emiliano se despidió y me dejó “colocado” en la casa parroquial de Villaharta con sus hermanos Constantino y Rosario. Me resigné a vivir con ellos un tanto decepcionado. Yo creía que el viaje con mi tío Emiliano era de ida y vuelta y resultó ser el viaje a ninguna parte, o en todo caso a una cruda lección de soledad y rutinas.

     Me cuesta un poco rememorar los detalles de aquella experiencia, porque viví aquel curso como un marciano abandonado entre los masáis.

     Por el contrario, Maribel, que cursó en Villaharta primero de primaria antes de llegar yo, disfrutó cordialmente de la compañía de nuestra tía Rosario, pues ambas se querían como madre e hija. Rosario la llevaba cada domingo al cine, a petición de Maribel, que se dormía a media película. Tía Rosario debía regresar a casa llevándola en brazos, inevitablemente, semana tras semana.

     A Maribel allí no le faltaron amigas. Contaba nuestra tía, divertida con la ocurrencia, que Maribel le explicó muy seria al regresar de la escuela el primer día de clase:

     -Tía, las chicas de este puelbo no saben albar –refiriéndose al gracejo andaluz de las otras niñas.

     Mis tíos estaban ausentes casi siempre y cuando estábamos juntos apenas se interesaban por mí. Tan sólo los domingos asumía yo al papel de acompañante y monaguillo de mi tío Constantino en su visita a El Vacar, pedanía donde acudía a oficiar la Santa Misa en su Seat 600.  

     Todas las tardes, al volver de la escuela, mi tía me daba un puñado de almendras de un saco que guardaba en el sobrado. Con una piedra me ocupaba de partir las almendras en el patio de la casa. Era mi único entretenimiento y además mi merienda. Cuando terminaba con las almendras recogía cuidadosamente todas las cáscaras para tirarlas al cubo de la basura.

     Desde pequeño he sido ordenado y un convencido reciclador. Un campo verde con basuras, plásticos…, me produce una impresión tan deplorable que a menudo me pongo a recoger los desperdicios para llevarlos a un contenedor o papelera. A todo el mundo le parece estupendo, pero nadie se anima a ayudar.

Paco Morán

     En Villaharta encontré un entretenimiento parecido a los tebeos: ver una serie de televisión de intrigas y mazmorras en el local social de la parroquia. El protagonista era Paco Morán, un actor cordobés muy conocido en su época.

     En cierta ocasión, estudiando Preu en Córdoba, algunos colegas me propusieron ir a su casa a visitarle. Pero al final, pese a mi interés por conocerle personalmente, no realizamos la visita.

Las chumberas y la noche de San Juan

     Un día descubrí unas chumberas junto a un muro de las afueras de Villaharta. Con un trozo de ladrillo o la punta de un palo separaba la piel y degustaba con fruición cada higo chumbo. Luego me pasaba una hora o más quitándome las espinas de los morros y las manos. No conté nunca con un amigo que compartiera conmigo higos chumbos, espinas y alguna confidencia.

     La noche de San Juan muchas calles tenían hogueras donde ardían maderas y muebles viejos. Yo corrí excitado de una hoguera a otra, disfrutando del inusual ambiente de llamas y sombras, como hacían otros niños del pueblo.

     La gente había salido a las aceras de sus calles con sillas y mesas para charlar, comer y beber sentados frente a los fuegos. Mientras, los grillos enjaulados aportaban su melodía machacona desde la fachada de las casas donde se hallaban colgadas sus jaulas en ese momento.

     Lo recuerdo todo porque, aunque esa noche no escapé de la soledad, me sentí más animado y dueño de mí mismo. Al terminar de arder los fuegos, regresé a la casa parroquial tan solo como siempre. (Soledad para mí es sinónimo de no importarle una mierda a nadie).    

La escuela 

     La escuela tenía pupitres individuales con tintero. El maestro era un hombre aburrido, sin vocación, que nos decía lo que teníamos que estudiar en la enciclopedia Álvarez, aunque casi nunca se molestaba en explicarnos nada. Yo me entretenía a menudo con la plumilla, la tinta y el papel secante durante las silenciosas y tediosas sesiones de mañana y tarde.

     Un día dijo que nos iba a examinar. En el recreo todos los chiquillos intentábamos preparar la lección.

     No acertamos ni una sola respuesta, así que nos tocó probar los regletazos de rigor, tan absurdos como, al parecer, reglamentarios, a juzgar por la evidente falta de pasión del verdugo. Terminado un tema nos preguntaba el siguiente, repartiendo una nueva tanda de regletazos a todo el grupo de zoquetes.

     Cuando me aclaré con lo que nos iba a preguntar le contesté que un centímetro era 0’01 metros. Regletazo.

     Si hubiera dicho la centésima parte del metro me hubiera ido mejor, pero con las dos manos ya calentitas no me importaba demasiado. De todas maneras la respuesta con aproximación me valió para pasar a un pupitre más próximo a su mesa y al encerado casi mudo. Resumiendo, la escuela del aburrimiento sólo tenía el aliciente de los estimulantes exámenes aderezados con la “regla de la sabiduría”.

Salidas con mi tío y primera comunión

     Tío Constantino tuvo algunos detalles conmigo, pues, al contrario que tía Rosario, me mostró siempre simpatía y afecto. En una ocasión me llevó a una fiesta campestre en un prado. Cada familia tendía su mantel sobre la hierba y merendaba. El prado tenía una fuente natural de agua medicinal. Se trataba de una de las famosas fuentes ferruginosas de Villaharta, denominadas “Fuentes de Aguaria” (agua agria).

     De nuevo pude corretear y moverme animada y libremente. Disfruté del campo y del descubrimiento de la fontana que manaba en una pequeña cueva, bien rematada con unos escalones y un pequeño depósito de cemento, donde se hacía cola para coger agua o beber.

     En otra ocasión me llevó al reparto de juguetes de los Reyes Magos en una pedanía del pueblo. Fue un curioso espectáculo, ya que los Reyes trajeron regalos para todos los niños allí presentes, excepto para mí.

     Ya conté que solía acompañarle a El Vacar a decir misa y luego a visitar el comedor social, cuya construcción él mismo había promovido con donaciones de las Cajas de Ahorros. 

     Que por mayo era por mayo cuando me tocó confesar con mi tío y tomar la primera comunión. Ceremonia religiosa como los demás niños. De ropa nueva, fiesta y regalos… nada de nada.

     Ese mismo mes cumplí nueve años. El día de mi cumpleaños pasó desapercibido incluso para mí. Toda mi infancia cargué con el estigma natural de la escasez, por no decir pobreza. Pero al menos mis padres intentaron paliarlo con detalles esporádicos y todo su cariño.

    Supuse que debí resultar una carga indeseada para mi tía. Pero he acabado comprendiendo que su desafecto lo causaba la frustración de sufrir el cambiazo de su adorada sobrina Maribel por mi inocente persona.

     Tal vez también jugara en mi contra la condición de varón, ya que tres hermanos de Rosario consiguieron hacer la carrera del sacerdocio, (lo que obligó a sus padres a vender todas las tierras que poseían), mientras que ella tuvo que abandonar sus sueños de regentar su propia casa de huéspedes y crear una familia, para convertirse, al igual que su madre, en la sirvienta de sus hermanos.

     La decisión de sus hermanos de llevar a Maribel de nuevo a Barahona, como deseaban abuela Antonina y tío Emiliano, no le hizo gracia a Rosario, aunque transigió por amor y consideración a su querida madre. Supongo que Constantino la quiso animar llevándome a mí a vivir con ellos para compensar.

     Mi carácter, menos afectuoso y más mental que el de Maribel, no logró suscitar en Rosario el cariño y la complicidad que mi hermana mayor supo despertar en nuestra sentimental tía, siendo ambas del signo de escorpio.  

     Mi cara de desilusión al marcharse tío Emiliano, dejándome instalado en casa de Rosario y Constantino, tampoco fue la mejor tarjeta de presentación para iniciar una convivencia feliz.

La botella de anís y la oscuridad

     Cuando volvía por la tarde a casa, al terminar la serie televisiva, mis tíos estaban a menudo fuera.

     Yo tenía llave y siempre hacía dos cosas tras entrar en la vivienda: beber un traguito de la botella de anís del armario del salón y deambular a oscuras por toda la casa hasta llegar al patio. No se me ocurría otra cosa para entretenerme.

     Luego me sentaba a esperar el regreso de mi tía a oscuras junto a la mesa del pasillo. Quería sentirme seguro de mí, un hombrecito duro, sin temor a la oscuridad y a la soledad. 

     Rosario dirigía por aquel entonces un taller de costura y confección rudimentario para mujeres de condición modesta.

     Mi tío llegaba aún más tarde. Imagino que estaría en su parroquia, Nuestra Señora de la Piedad, o con amigos, pues era muy alegre y sociable. Para cuando regresaba a casa, yo había cenado ya y me había acostado.

Excursión con cobardía 

     Un día me encontré, inesperadamente, en un pequeño grupo de niños de mi edad, yendo de excursión. Al pasar por un habar nos servimos unas sabrosas habas. Creo que fue la primera vez que las probé y me encantaron.

     (Mi verdulero en Mutxamel, Acisclo, dice que las habas las cultivaban en Andalucía para alimentar al ganado. Yo creo que se confunde. A los animales les darían y darán seguramente las vainas).

     Como nos alejábamos cada vez más del pueblo, temí que regresáramos tarde y mi tía se preocupara al no encontrarme esperándola, como hacía habitualmente. Me despedí del grupo y perdí  la mayor ocasión que me brindaron los siglos de reconfortar mi pobre alma de desterrado… y de hacer amigos para salir. 

Sopas de ajo

     Mi relación con mi tío era escasa, pero con mi tía era prácticamente nula. Una noche me hizo unas sopas de ajo con tomate medio crudo por encima. Le dije que no las quería, que no me gustaban. Las retiró sin mediar palabra y me hizo un huevo frito con patatas fritas. Imagino que los tomates se le estaban pasando y decidió colocármelos en la sopa.

     Nuestros padres hacían las sopas de ajo sabrosas, con huevo revuelto en vez de tomate. Nos daban explicaciones y consejos, vamos que se preocupaban y dialogaban con nosotros.

     Seguramente mi rechazo del plato de sopa no fue tomado como un tonto capricho, sino como una crítica que no le hizo la menor gracia a mi tía. (“El señorito este…”)

     Creo que jamás me lo perdonó del todo. Hemos vivido mucho tiempo juntos, pero no revueltos. A raíz de un sueño reciente, he tenido que reconocer que, pese a la relativa frialdad en nuestra relación, existía una gran confianza entre nosotros y algún afecto mutuo.

     Con el paso del tiempo logré mejorar un poco la escasa consideración en que me tenía siendo niño, pese a nuestras notables diferencias. Después de todo, Rosario era una persona muy agradecida y familiar.

Foto de primera comunión

     Cuando regresé a Segovia, mis padres ya se habían mudado a la nueva casa de la Colonia Pascual Marín. Nuestra casa de Valdevilla quedó olvidada completamente, junto con nuestra vida pasada allí.

     Nuestro padre nos llevó a Eduardo y a mí a un estudio fotográfico próximo a la plaza del Azoguejo. Allí nos disfrazaron de almirante y marinero. La foto representaba nuestro paso de niños pequeños a niños maduros y responsables, con raciocinio y sentido común.

     Eduardo no estaba muy feliz con su modesto disfraz de marinero y se sintió relegado por nuestro padre, que no ponderó suficientemente sus sentimientos.

     Hoy en día, ambos disculpamos su falta de tacto, considerando que, seguramente, aceptó el criterio del fotógrafo para obtener una vistosa composición fotográfica.

      Desde mi regreso de Villaharta hasta mi ingreso en el Seminario de Hornachuelos, viví 3 años con mis padres en la calle Madrid, nº 8, del mencionado barrio Pascual Marín.

     Un año fui alumno de la escuela pública “Calvo Sotelo” y otros dos años alumno externo del colegio religioso “Antonio María Claret” de los misioneros claretianos, o “Colegio de los Padres Misioneros”.

COLEGIO CALVO SOTELO  (Peñascal)

     Antes de aprobar mi examen de ingreso en los Padres Misioneros, -dictado y comentario sobre el comienzo de “Platero y yo”-, realicé el último curso de primaria en el C.P. Calvo Sotelo.

     El colegio estaba situado en el descampado que había entre nuestro barrio y el campo de fútbol “Club Atlético Segoviana” en el barrio del Peñascal.

     Hoy día, el I.E.S. “Maria Moliner” ocupa gran parte del descampado, justo enfrente del actual C.E.I.P. “El Peñascal”, nuestro antiguo colegio. Junto al nuevo polideportivo, (antiguo campo de fútbol), han construido la iglesia de San Frutos. El prado al final de nuestra calle, donde jugábamos a menudo, me comenta Gema que alberga ahora una abigarrada urbanización. 

     Carlos era vecino y amigo íntimo de Eduardo y mío. Siempre andábamos juntos, en el recreo y fuera del colegio. Ellos iban a un curso inferior al mío.

     El edificio del Centro escolar constaba de dos alas simétricas con sendos patios delanteros rodeados por un pequeño muro y la correspondiente verja. Las niñas tenían su entrada a la izquierda y los niños la teníamos a la derecha.

     Las dos alas con los patios respectivos estaban separadas entre sí. Dentro del recinto escolar niños y niñas estábamos tan incomunicados como si perteneciéramos a planetas diferentes.

     La única relación entre chicos y chicas la presenciamos un sábado que había niñas castigadas en su patio. Una de ellas retó a un chico, algo mayor que nosotros, a pelear. Se vacilaron mutuamente un rato a modo de precalentamiento, hasta que el chico aceptó el desafío.

     Tras comprobar la falta de vigilancia en el patio, el chico saltó la verja. Simularon pelearse de verdad rodando por el suelo ante las miradas curiosas de nuestra pandilla y las demás compañeras castigadas. A nadie se le ocurrió la idea de separarlos. Imagino que, si alguien lo hubiera intentado, habría “cobrado” por parte de los dos enzarzados contendientes.

     Los niños formábamos en columnas bien alineadas y cantábamos el “Cara al sol” en el patio, antes de entrar a las clases.

     En la media hora del recreo nos daban un botellín de leche a cada uno. Si sobraban botellines se nos permitía repetir a los más hambrones.

     De los tres amigos, Eduardo era el único que se relacionaba con sus compañeros, jugando a menudo en el recreo a montar cromos concienzudamente. Se le daba bien y ganaba casi siempre.

     A mí me gustaba trepar a la verja y prefería unas lonchas de queso o longaniza en el pan a la onza de chocolate que nos daba mi madre habitualmente para acompañar el trozo de hogaza.

     De aquel curso allí, recuerdo la enciclopedia de 2º grado y el hincapié del maestro en que nos aprendiéramos bien las historias de Viriato y del Cid Campeador. (Mitificaciones franquistas de época).

 Homenaje a muestra madre

     Aclaro de antemano que relato la siguiente anécdota únicamente porque le divertía tanto a mi madre que, cada vez que la recordaba, se moría de risa. (“Para mearse y no echar gota”).

     Eduardo y yo llegamos un mediodía a casa metafísicamente tristes y llorosos, contagiándonos mutuamente una melancolía existencial, sin ningún motivo evidente.

     -Hijos, ¿qué os pasa? ¿Por qué lloráis?

     -No lo sabemos –le contestamos gimoteando los dos a coro.

     -Venid conmigo –dijo mi madre conduciéndonos al patio de la mano.

     A continuación, nuestra madre se dio la vuelta, cerró la puerta y nos dejó encerrados en el patio. Desde el otro lado de la puerta nos dijo serenamente:

     -Ahora no tengo tiempo para esa clase de llantos. Cuando se os pase la tontería me avisáis.

     -¡Mamá, ábrenos, que ya no lloramos! –respondí tras un minuto de recapacitación, al comprender nuestra más que “triste” e insostenible posición.

     Que mi madre era una persona alegre, desenvuelta, práctica y de fácil conformidad, no lo descubro a nadie. Aquí, simplemente voy a resaltar que las cualidades que emanaban de su corazón magnánimo, su alegría y su buen humor influyeron en mi carácter positivamente.

El niño protestante 

     Un día ingresó un alumno nuevo, sin que tal novedad suscitara el menor interés. Pero aquel niño, tratando de hacer amigos, le confesó a un compañero que él y su familia eran protestantes.

     ¡Pobrecillo! El aburrido recreo, de repente, se convirtió en una nutrida marabunta de acosadores que perseguían al niño por todo el patio. 

     -¡Protestante!, ¡protestante!... –le gritaba aquella horda impía sin parar de apabullarle.

     Yo no entendía nada, pero me dio pena aquella personita que corría aterrada en círculos por la pista de tierra del patio, perseguido por un considerable grupo tumultuario de escolares, sin poder escapar a la terrible maldición que había desatado inconscientemente.

     -¡Protestante!, ¡protestante!...  

     Los profesores que nos cuidaban en el recreo pasaron olímpicamente de contener el humillante asedio. Incluso me pareció observar que les divertía la desesperación del pobre novato.

     Aquel niño no volvió nunca más a nuestro colegio. Imagino que los buenos de sus padres le recogieron lloroso y asustado…, y decidieron impedir que siguiera siendo maltratado hasta su pública conversión.

     La historia no acaba ahí. Aún debo añadir un detalle inesperado. Carlos, Edu y yo, rebosantes de espíritu explorador, con el buen tiempo solíamos ampliar nuestros límites realizando excursiones aventureras a cualquier paraje imaginable. Yo, un año mayor que ellos, era el líder indiscutible y contaba con su lealtad incondicional gracias mi carácter a la vez peliculero (aventurero) y prudente.

     Para ilustrar un poco ese carácter curioso y atrevido de nuestra escuálida pandilla comentaré que nuestras incursiones abarcaban los colectores de las cloacas; el huerto de las monjas donde en una ocasión robamos manzanas con la intención de asarlas, sin éxito, en una hoguera; el ortigal del prado que había al final de la calle, donde nos metíamos en pantalón corto para curtirnos; el río Eresma con su alameda; la cueva y los pinares que rodean al Alcázar de Segovia; el regimiento de las afueras; La Fuencisla; la aldea de Zamarramala, (a un km. del mentado Santuario de La Fuencisla); el Centro de la ciudad, etc. 

          Nuestro barrio se encontraba, al igual que Valdevilla, en la periferia, en el este de Segovia. También se divisaba desde la parte alta del barrio la sierra de Guadarrama con la montaña de la Mujer Muerta. Constituían el barrio una serie de calles paralelas con viviendas bajas asentadas sobre dos zonas llanas y una pequeña ladera intermedia.

     La iglesia, Nuestra Señora del Carmen, de arquitectura y aire modernos, la construyeron en un pequeño descampado de la zona alta al poco tiempo de instalarnos nosotros en aquel barrio. Además de la nueva iglesia, la barriada contaba con pequeñas tiendas de ultramarinos y poco más. 

     Un día explorábamos la llanura norte, casi pelada de vegetación. Tan solo destacaban algunas rocas bajas y redondeadas entre la hierba seca. En ellas encontramos un condón usado amarillento y una revista de “La Codorniz”. Y, siguiendo un poco más arriba, nos tropezamos con una casa perdida en medio de aquel páramo desolado. 

     Un niño estaba sentado en la tapia trasera de la casa con las piernas colgando hacia afuera. Tenía una especie de caña con un sedal del que pendía en su extremo inferior un bote vacío, (entonces decíamos lata). Charlaba entretenidamente consigo mismo mientras pescaba tranquilo y despreocupado en su río imaginario.

     Nos aproximamos hasta que logramos reconocerlo: era el niño protestante. Dejó de parlotear y nos miró, a su vez, con expresión precavida. Ni él ni nosotros dijimos absolutamente nada. Ni tan siquiera fuimos capaces de saludarnos. 

     El regreso a nuestra casa ya no fue tan animado como de costumbre. Pensé que ser protestante era una lacra horrible, peor que la de ser leproso en la isla de Molokai.

     Perdido en aquella desolación, ya nadie le perseguía y humillaba, pero su imagen “pescando” completamente solo se me gravó vivamente. 

     Me pareció terriblemente injusto y triste que un inocente niño, como nosotros, tuviera que vivir sin ningún amigo.

     He llegado a pensar que, subconscientemente, me identificaba con él al recordar mi curso anterior, que pasé como un exiliado en Villaharta.

La bici

     Mi padre tenía una bici que sólo usaba para ir y volver de la prisión, donde trabajaba como Policía Armada. En verano, Maribel y yo aprendimos a conducirla por nuestra cuenta, ya que estaba a nuestra entera disposición.

     Maribel ya sabía manejarla cuando me di el primer porrazo. Cuando ella advertía algún camión o coche ascendiendo o descendiendo por nuestra calle, inexorablemente se detenía con la bici junto a la acera hasta que el vehículo pasaba completamente de largo.

     Yo comencé a manejar la bicicleta introduciendo una pierna bajo la barra del cuadro, pues de otra forma no alcanzaba bien a los pedales, (mi padre medía aproximadamente metro ochenta, como yo ahora).

     Pronto me las apañé para conducir con normalidad. Me aficioné tan exageradamente a la bici que me pasaba horas montado en ella cada día.

     De igual modo seguía a una familia gitana para saber a dónde iban, que callejeaba el barrio como un patrullero poseso. 

     Sin embargo, no era el único maniático de la bici. Un chico de la calle Santa Bárbara, paralela a la nuestra, murió atropellado por un camión cuando circulaba con su bici por la zona alta del barrio, concretamente por la calle Doctor Hernando, la calle adyacente al descampado del prado.

     Como, (por más que me esforcé), no conseguía recordarle, me acerqué al velatorio tratando de reconocerle. Según mis hermanos, pasaba a menudo por nuestra calle ante nosotros, conduciendo su bici velozmente como un ciclista consumado.

     Había mucha gente en la casa, tanto en el interior como afuera, en la puerta. Preferí no llamar la atención y desistí de colarme en el velatorio entre los familiares del chico fallecido y los amigos o vecinos que los acompañaban. En fin, reculé resignándome a dejar mi curiosidad insatisfecha. 

     Otro chico, Perico, andaba con su bici nueva de carreras a todas horas. Era vecino de la calle Pintor Herrera, paralela a la nuestra, la que daba al descampado del Peñascal, donde se hallaba el grupo escolar.

     En varias ocasiones hablamos con él amistosamente. Comentaba Carlos que Perico no dejaba la bici ni para dormir, pues la guardaba en su dormitorio.

     Perico se hizo Guardia Civil de mayor y acabó suicidándose poco después. Esto nos lo contó Toño, vecino de nuestra calle, que se vino a vivir a Alicante con su padre, el señor Félix, cuando este se jubiló siendo capitán del glorioso ejército franquista.

    Toño rondaba por aquel entonces los 20 años; Edu y yo algunos más. Toño se sometió a varias sesiones de hipnosis de Eduardo y mías, que sucintamente narro en el siguiente libro de memorias.   

     Por mi calle apenas pasaba algún coche de uvas a peras. Eso me permitía lanzarme calle abajo con la bici de mi padre a toda velocidad.

     A veces coincidía con el taxista del barrio cuando maniobraba para guardar el taxi en su garaje, justo a la vuelta de la esquina. Al verse sorprendido por mi vertiginosa e inesperada aparición, siempre me decía de todo, menos bonito.

     Una vez, a punto de chocar con su taxi, para evitar el encontronazo me lancé de bruces al terraplén que daba acceso al prado, como un “doble” en una arriesgada escena del salvaje Oeste americano.

     El hombre se asustó y se quedó atónito al comprobar que me rehacía, como si no hubiera pasado nada, y regresaba del terraplén empujando la bici con la rueda delantera ligeramente destartalada.

     Ni siquiera me preguntó si me encontraba bien, aunque, eso sí, no dejaba de mirarme con cara de pasmado. Mi agilidad infantil y juvenil ahora me resulta tan increíble como inaudita.

Recadero

     Cuando mi madre necesitaba algún ingrediente mientras cocinaba, nos llamaba a todos para encargarnos el recado. Mientras mis hermanos emprendían una estratégica huida, yo me prestaba voluntario con buena disposición. Luego, mi madre me lo agradecía dejándome probar algún alimento ya elaborado.

     Según Maribelita, ex novia de Eduardo, mi madre sentía predilección por mí. ¿Por qué sería?

     Ya jubilado, sigo ocupándome de algunas tareas caseras: casi todas las compras de la casa, gran parte del fregoteo de los cacharros de cocina y la elaboración de comidas a mediodía como pinche de Mónica.

     Según el péndulo, realizo un 30% de las tareas hogareñas. Me suelo premiar yo mismo con una cervecita y algo de picoteo, (en detrimento de mi escultural cintura de avispa, actualmente de abejorro).  

     De niño, colaboraba en la casa acudiendo a la tienda de alimentación, situada al final de la calle doblando la esquina de nuestra acera, para comprar los artículos culinarios que me solicitaba mi madre.

     De igual modo, acudí varias veces a comprar huevos a una vecina de la calle Santa Bárbara, calle paralela a la nuestra en la manzana adyacente de más arriba.

     Una luminosa tarde de verano, fui a por media docena de huevos a la hora de la siesta con una pequeña cesta, como de costumbre. Avanzaba por la acera bajo un sol radiante completamente solo, llevando el dinero en la mano. Ignoro qué pueril pensamiento ocupaba mi mente cuando descubrí que caminaba de vuelta a casa.

     Miré asombrado los huevos en la cesta y mi mano vacía del dinero que llevaba para comprarlos. En el mismo sitio en que perdí la consciencia de ir, la recobré volviendo. Acepté la situación sin darle más vueltas. No tenía el menor recuerdo de la transacción, que, sin duda, unos momentos antes debió realizarse. Momento zombi irrepetible. Creo que por unos breves minutos me olvidé completamente de mí mismo, funcionando en modo automático mientras andaba perdido en algún limbo.     

     Los Registros Akásicos me dicen que pasé, en estado de vigilia, al mundo astral acompañado de mi guía, como iniciación en el no tiempo y el no espacio.

     También me han confirmado que con 26 años sufrí una abducción en una nave pleyadiana en la que fue testeada mi naturaleza biológica y mis reacciones al frío y al calor. Se me explica que no tengo consciencia de ello por encontrarme en aquel momento bastante drogado.

     Fui sometido entonces a una manipulación general de mis cuerpos físico, mental y astral, que además de inducir mi actual hipotermia y alteración del sueño, ha resultado exitosa y conveniente por haberme facilitado el contacto con otras realidades o mundos paralelos.

Maribel en las Jesuitinas   (nacida el 19 de noviembre de 1951)

     Maribel, con casi diez años, ansiaba estudiar en un Centro público con sus compañeras del curso de ingreso. Al enterarse de los planes de mi padre, le montó una bronca tan desaforada y cargada de rabia que temí por la integridad física de mi hermana.

      Por lo visto, ella también se esperaba un buen tortazo. Su ilusión, como he dicho, era ingresar en el instituto público con sus amigas, no en un colegio de monjas.

     Reprochó a nuestro padre, gritando enrabiada, el haberla traído de casa de nuestra abuela y nuestros tíos para acabar matriculándola en las Jesuitinas. Nuestro padre se contuvo y no le contestó nada. Simplemente, se retiró confundido del pasillo donde Maribel protestaba airadamente su decepción. Y sin el menor gesto o palabra se dirigió prudentemente al patio interior de la vivienda, eludiendo el enfrentamiento con su hija primogénita.

     Pese a todo, la “condenó” a sufrir cuatro años la educación catolicona de las Jesuitinas. Además, Maribel cursó otro año más en Córdoba, con las monjas, estudiando Magisterio. Con el tiempo hemos comprendido que mi padre era incapaz de tomar una decisión conflictiva, en este caso contra el designio familiar.

     Mientras que, antes de morir, todos los hermanos aburríamos con nuestros consejos a Emiliano, que era el de menor edad, entonces, las hermanas y hermanos de mi padre le comían la cabeza a Siro insistentemente con “la conveniencia de la educación religiosa” para todos nosotros, sus hijos.

LOS PADRES MISIONEROS   (1963)

     El primer día no hicimos cola en el patio sino en el pasillo, junto a la puerta de nuestra clase, seguramente a causa de la lluvia. Varios compañeros internos nos incitaron a pelear a otro chico y a mí, ambos alumnos novatos.

     Cuando estábamos en el suelo enzarzados en plena lucha ritual, nos percatamos de que venía el profesor. Como un resorte nos incorporamos y nos reintegramos a la fila con cara de “aquí no pasa nada”.

     Superada sin percances la prueba, pasamos a ser “borregos” habituales, reconocidos y aceptados por la estúpida manada. Aquel primer curso en los Misioneros del Padre Claret lo pasé más solo que la una, entre pijos que me despreciaban o me daban de lado.

     En el inmenso patio había un lustroso tobogán, dos pistas de fútbol y una de baloncesto, además de unos lavabos exteriores y unos aseos. El patio también contaba con un pasillo lateral cubierto, tipo claustro, que tenía una escalera paralela al techo, del que estaba sujeta, para hacer ejercicios.

     Algunos chicos trepábamos a la escalera escalando hasta ella por las rejas de una ventana. Tras alcanzar la escalera y colgarnos de ella, andábamos por los travesaños con las manos, sin permiso de nadie, a escondidas.

     Un día, me solté mal de la escalera y caí de espaldas. El resultado fue un doloroso esguince en la muñeca izquierda. Durante la clase de matemáticas, mientras me sujetaba la muñeca con la otra mano, recé para que el profesor no me sacara al encerado.

     Superé el esguince, una vez más, por mi cuenta, sin solicitar la lógica atención de mis profesores o de mis padres.

     Eduardo me ha comentado que, durante el curso siguiente, estando ingresado yo en el Seminario, recibió un par de bofetadas de un cura del colegio por gatear sin permiso por la cuerda de gimnasia que se encontraba en el otro extremo del claustro.

Otra vez con Eduardo   (nacido el 13 de octubre de 1954)

    Eduardo vino a estudiar primer curso de bachiller mientras yo cursaba segundo. Debíamos andar un kilómetro en cada trayecto. Pasábamos junto a una casa con huerto donde nos vendían membrillos recién madurados de finales de verano, (principios de curso).

     En invierno, cuando nevaba y helaba, solíamos bajar algunas cuestas patinando sobre las suelas de los zapatos.

     Con más de cincuenta años me enteré, por mi madre, que nos llevaban a colegios religiosos siguiendo el consejo machacón de mi tía Goya, monja franciscana que tiene actualmente 97 años, (2020):

     -Tenéis que sacrificaros para que vuestros hijos sean buenos cristianos. Es lo que Dios quiere.

     La educación privada de la Iglesia católica era considerada mejor que la pública. Además estaba la influencia del resto de hermanos: tres de ellos curas, y Rosario y Goya, que eran católicas talibanas.

El acueducto

     Frente al muro y la puerta delanteros del colegio de los Misioneros se encontraba un tramo del Acueducto sin arcos, donde se halla el depósito de aguas que decanta el manantial proveniente de Fuenfría, que nace en la Acebada, sierra que dista de la ciudad unos 17 ó 18 kilómetros.

     La carretera entre el colegio y el Acueducto conduce en leve ascensión a los jardines de la Granja de San Ildefonso y al Palacio Real de Riofrío. Las fuentes versallescas de la Granja se abren una vez al año, el 10 de agosto, día de San Lorenzo. Maribel, Adrián, Emiliano, Mónica y yo hemos acompañado a mis padres ese día, en distintas ocasiones, cuando la concurrencia de visitantes es desmesurada.

     En dirección opuesta, el Acueducto gira ligeramente a la izquierda, descendiendo hacia el Centro de Segovia, distanciándose progresivamente de la fachada principal de nuestro colegio para, más adelante,  girar de nuevo en sentido inverso. Es una edificación de tramos rectos con un par de curvas en ángulos suaves.

     El monumento recorre desde la caseta de aguas hasta la muralla, en la plaza del Azoguejo, 813 m. Consta de 75 arcos simples y luego 44 arcos dobles, (163 arcos en total), alcanzando en el centro de la plaza del Azoguejo una altura de casi 29 metros. Construido a principios del siglo II d.C., siendo Trajano emperador romano, es reconstruido con granito nuevo por Pedro de Mesa, prior de los Jerónimos, por iniciativa de los Reyes Católicos, manteniendo fidelidad al Acueducto original. 36 arcos nuevos sustituyeron a los destruidos durante la ocupación musulmana. (Wikipedia)  

Cine gratuito para escaladores y cine del domingo

     Nuestro vecino Tito, cuya madre padecía una severa tuberculosis, tenía dos o tres años más que yo. Nos enseñó a saltar la tapia de nuestro colegio para podernos colar a la película que proyectaban a los alumnos internos en la sala de estudio los sábados por la tarde.

     Cuando entrábamos al Centro, la puerta aún estaba abierta, pero al terminar la peli estaba cerrada y debíamos saltar la alta tapia para salir del recinto a escondidas.

     Previamente habíamos ensayado unos cuantos saltos desde el muro sin arcos del Acueducto, que se halla antes del depósito de decantación. Saltos de unos tres metros de altura.

     A las sesiones cinematográficas para los internos, apenas acudimos un par de veces, porque salíamos tarde, ya anochecido. Las pelis que vimos colándonos tampoco nos entusiasmaron. 

     Con mi madre nunca nos perdíamos la película de la tarde del domingo en el cine del colegio. Valía tres pesetas la entrada. Con cada película yo quedaba sobrecogido, abducido, maravillado.

     Un día que mis hermanos y yo fuimos sin mi madre, perdí el dinero por un agujero del pantalón. Tenía casualmente una entrada que nos dieron en clase para otro cine. Vi “Daniel Boom” en un abarrotado cine de barrio mientras mis hermanos visionaban la peli de los Misioneros. Entre ambos cines aprecié una diferencia significativa: el comportamiento del público. En aquel cine de barrio se hablaba y se gritaba durante casi toda la película. En los Misioneros no se oía ni una mosca. Vamos, que el cine de barrio funcionaba como un cine de verano de tiempos más actuales.

La piscina

     En verano nos permitían entrar a la piscina también a los estudiantes externos. Edu y yo acudimos unos cuantos días. Enseguida constaté que incomprensiblemente yo no flotaba. Por más que mantenía una posición extendida sobre la superficie del agua imitando a los nadadores, en escasos segundos me encontraba tocando con la barriga el fondo de la piscina.

     Eduardo avanzó andando por la piscina desde la zona que no cubría hasta que encontró un escalón. Pasó inadvertidamente a la zona que cubría, sin saber nadar. Se hundió y permaneció sumergido, sin saber qué hacer para salir a flote. Mientras yo me inquietaba, un chico mayor, bastante atlético, se tiró de cabeza al agua y buceó hasta alcanzar a Eduardo.

     Intentó noquear a mi hermano de un puñetazo bajo el agua, sin percatarse de que Eduardo se dejaba rescatar sin oponer resistencia. Por suerte, la densidad del agua restó fuerza al golpe. Fácilmente, aquel chico mayor le puso a flote y le ayudó a salir de la piscina.

     Eduardo, mientras se hallaba bajo el agua, pensó que allí terminaba su historia y aceptó resignadamente su húmedo final. No se agitó ni desesperó en ningún momento.

     Su desapego de las cosas de este mundo siempre me ha parecido sorprendente. Se ha desilusionado sucesivamente del dibujo, la fotografía, la política, los viajes y los amigos. Mantiene, eso sí, buenas relaciones con todos los miembros de la familia.

     Cuida admirablemente los árboles y plantas de su finca, y se involucró también en el huerto que llevamos a medias con él, Mónica y yo. En videojuegos “on line” su nivel es de maestro internacional.

     Últimamente se ha vuelto generoso con nuestros sobrinos. (Creo que es el tío favorito de Guille porque siempre le hace caso y juega con él).

     En una reflexión reciente nos hacía notar que quien no se vuelve humilde con los años es un anormal.

Bueno en manuales

     José Contreras era otro vecino de la edad de Tito. Un día se “enrolló” a enseñarme papiroflexia, concretamente la realización de la barquita con remos. En el colegio seguí practicando.

     Con el papel de plata o dorado del interior de las cajetillas de cigarrillos realicé unas quince figuras que se expusieron conjuntamente con otros trabajos manuales en la exposición general de fin de curso.

     La papiroflexia exige mucha atención al modelo y aplicar técnicas precisas al tratar el papel. Los resultados siempre ofrecen un encanto inocente similar a la pintura naif. Los japoneses denominan origami a este arte sutil del papel plegado. ¿Os preguntáis que fue de aquella afición? Muchas figuras de diversa complejidad salieron de mis manos para alumnos y sobrinos a lo largo del tiempo.

     A Guillermo, mi sobrino más pequeño, le inicié hace poco con el mismo trabajo manual que me enseñó Contreras, la barca con remos. Por mi casa podéis encontrar algunos trabajos de papiroflexia que aún conservo como adornos o modelos.

     En 2014, Gema y Nicolás me regalaron por mi cumpleaños una enciclopedia de papiroflexia. En mi biblioteca descansan unos cuantos manuales más sobre el mismo tema.

    Hace mucho tiempo, conseguí realizar un dinosaurio original de dificultad media, fruto de mi invención.

Alumno mediocre, sobresaliente en religión

     Yo era el don nadie de mi curso. Sólo destacaba en el uso del diccionario y los trabajos manuales, (un avión mío voló en el patio de los Misioneros interminablemente en cierta ocasión).

     Gané un pequeño concurso de buscar palabras en el diccionario durante una clase de lengua española, pero el profesor, que había prometido conceder un premio al ganador, sólo me ofreció una descarada mirada despectiva.

     En matemáticas me bloqueaba por lo rápido que se realizaban operaciones y problemas en la pizarra. No me aclaraba bien con las divisiones y al salir a efectuarlas en la pizarra me ponía nervioso.       

     En Educación Física hacíamos el pino por parejas, saltos del potro, exterior e interior, y del caballo, y voltereta en el plinto a diferentes alturas. De las demás asignaturas y “profes” no albergo recuerdo alguno.

     En religión, quizás por simpatía hacia mis tíos sacerdotes como él, el profesor me concedía inmerecidos sobresalientes y me consentía algunas distracciones cuando nos daba clase al aire libre en una pineda próxima al colegio, a medio camino del cementerio.

Justicia fascista

     Mi compañero de pupitre era un chico negro mayor que yo y más alto que todos los demás alumnos. Le hicieron delegado y un día me apuntó en la pizarra.

     -¡Pero si yo no he hablado! –protesté.

     -¡Pues por eso, por no hablar nunca! –me contestó.

     En una ocasión entró el profesor de Educación Física al oír un animado parloteo en la clase. El profesor pidió que levantaran la mano todos los que estuvieran hablando.

     Pensé levantarla a pesar de que yo había permanecido en silencio, pues me olía lo que estaba a punto de suceder.

     Nos hizo poner la mano en posición de regletazo y administró justicia fascista a todos menos a los dos o tres que habían levantado la mano. Y el grandísimo hijo de la gran puta se marchó ufano como si fuera el mismísimo demonio.

     Aunque fuera verano nos obligaban a llevar siempre camisa de mangas largas. A un compañero, externo como yo, le mandaron a su casa para que se cambiase de camisa nada más entrar en clase.

     Entiendo la intolerancia con la indisciplina, pero eso, ¿quién podía entenderlo? ¿Sería una medida semejante al velo musulmán para evitar las tentaciones pederastas de los religiosos?  

El profesor de matemáticas

     El profesor de matemáticas era un militar con bigotes que me sacaba a la pizarra cuando no me veía cara de susto. Entonces yo solito me aturullaba y fallaba en las divisiones, como ya insinué antes.  

     El profesor conocía a mi padre y por eso me concedía un aprobado algo inmerecido a final de curso.

     Un día, un guasoncete se encontraba castigado de rodillas junto al encerado. Hizo unas muecas cuando estaba a espaldas del profe y nos provocó algunas risas. La respuesta del militar fue un fulminante guantazo que le reventó la nariz. El profesor se preocupó de veras al ver sangrar al niño. Cambió de actitud radicalmente. Asustado y arrepentido de su exceso, le mandó, acompañado de otro alumno, a lavarse la sangre en los aseos del patio. No hubo comentarios.

     Ese tipo de cosas desaparecían en poco tiempo de la memoria colectiva, pues apenas se hablaba de ellas. Lo cierto es que a mí me sorprendió más el rasgo de humanidad del profesor que su severidad anterior. Inconscientemente, nos debimos poner todos de acuerdo, profesor y alumnos, para que no hubiera más castigados en la clase de matemáticas.

     La opinión de Eduardo es que nos acojonamos y procuramos evitar en adelante sus represalias. Probablemente ambas cosas, pues ya se sabe que la memoria es una elaboración mental de lo que nos acontece, ajustada a las necesidades psíquicas de coherencia del “yo”. Estos escritos míos, que pretenden recrear el pasado, son tan sólo la interpretación más conveniente de los hechos vividos desde una identidad que puedo asumir sin grandes contradicciones. 

Rompetechos

     Un día entró a nuestra clase “Rompetechos”, un cuidador de los internos, bajito y acomplejado. Había un chico apuntado en la pizarra por hablar a su compañero en el cambio de clase.

     Rompetechos le sacó a la tarima y sin preguntar nada al delegado, o exigir alguna explicación al apuntado, comenzó a pegarle brutales puñetazos hasta que el pobre desgraciado calló doblado en la tarima.

     Antes de irse Rompetechos, aún le propinó unas cuantas patadas con toda su mala leche mientras el pobre chaval se hallaba encogido de dolor sobre el suelo de madera. Ninguno de nosotros se atrevió a denunciar aquel abuso, maliciándonos un castigo peor. Fascismo puro.

     Mientras yo repetía primero en el Seminario para aprender latín y solfeo, Eduardo continuó otro curso en los Misioneros. Me contó en nuestro reencuentro una anécdota que me resarció ligeramente del incalificable maltrato presenciado: Rompetechos hostió a un interno de los cursos superiores. El hermano gemelo se fue a por Rompetechos y lo machacó a puñetazos.

     El cobarde fascista no se atrevió a denunciar la agresión para no poner en evidencia sus propios excesos y ser expulsado. Por lo visto y oído no debió tocar a nadie más. Al menos es lo que he querido creer siempre. Este miserable personajillo encarnaba la crueldad y ruindad del Franquismo, al mismo tiempo que la cobardía y servilismo típicos de los funcionarios, del personal del ejército y de la Policía franquista en general.

     El terror no reina sólo, es sostenido y mantenido por tipos mediocres, cobardes y oportunistas. Desafortunadamente, canallas y torturadores de su calaña, gozaban de impunidad. Y lo peor fue que al instaurarse la democracia los amnistiaron a todos, (y además, Martín Villa condecoró a varios de los torturadores, como “Billy el niño”, campeón con 4 medallas remuneradas), aprovechando la amnistía concedida a los objetores en 1977. Veamos a continuación dos de los seis supuestos receptores de aquella amnistía:

b) La objeción de conciencia a la prestación del servido militar, por motivos éticos o religiosos.

f)  Los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas.

     La historia de España alimenta su leyenda negra con la arrogante actitud de sus gobernantes, tan llena de soberbia, a menudo más dispuestos a premiar los errores que a reconocerlos.

     En mi opinión, el sistema de castas, (señoritos, señorones, autoridades corruptas, empresarios sin escrúpulos, banqueros lisonjeros, jueces miserables y otras mafias), gestado en la impunidad franquista, está completamente arraigado en la sociedad y produce las desigualdades más vergonzantes y las injusticias estructurales más deplorables, además del racismo y el empecinado machismo despiadado y cruel.     

Excursión a Valladolid   (1964)  

     Los curas organizaron una rifa sorteando una plaza gratuita en la excursión a Valladolid y a su Centro de misiones. Aventuré mis cinco pesetas y salí premiado. Lo pasamos muy bien y ni siquiera tuve que llevar comida pues nos dieron bolsas con bocadillos y fruta del comedor a todos.

     La última visita a Valladolid la hice con Mónica y mi sobrino Adrián. Vimos el Museo de arte religioso, el parque de los rosales, el río Pisuerga con las barcazas para recorridos turísticos, el parque central con su lago y sus patos…

     Busqué en esta ocasión unas grandes pajareras, llenas de pájaros exóticos, en el parque Campo Grande, y un bar con aspecto de cueva azulada rodeada de un pequeño lago artificial con una cascada de agua que caía sobre la entrada. Esos detalles, que me llamaron la atención en mi niñez, no los encontré.

     Cambian los sitios y cambian las miradas. ¿Cómo no van a cambiar los recuerdos?  

     Como colofón a la excursión con los padres Misioneros, compartimos baño con los seminaristas del Centro de misiones en su piscina de agua fresquita. Después merendamos y regresamos en el autobús a Segovia. Los chicos del Centro misionero, exultantes de alegría, manifestaban una felicidad insospechada para mí. Imaginé que su futuro destino, tan generoso y heroico, les distinguía con un halo de radiante satisfacción del que los demás carecíamos.

      Durante algún tiempo tuve la ilusión de convertirme en misionero. Incluso me compré un libro de aventuras en las misiones. Ese fue el primer libro que adquirí. Lo encontré en un stand de nuestro colegio, que pusieron el día de las Misiones. No conservo el ejemplar, pues no resistió el traslado de mi familia a Alicante. 

ÚLTIMO VERANO EN SEGOVIA

Invitación al internado    

     Cuando tenía doce años y un par de meses mi padre me habló, por primera vez en mi vida, de tú a tú para pedirme un favor. Primero me explicó que mi tío Constantino había conseguido una beca de estudios para mí en el Seminario de Córdoba.

     Luego me comentó que, si estudiaba bajo la protección de mis tíos, él podría atender mejor a los gastos de los estudios de mis hermanos. Y finalmente añadió algo que me tocó el corazón llenándome de orgullo:

     -Piénsatelo. Si no quieres ir a estudiar al Seminario, me lo dices. Seguiremos adelante lo mejor que podamos. Tú no tienes que preocuparte por eso.

     Iba a decirle que sí con entusiasmo, ya que me sentí importante contribuyendo en las necesidades familiares, cuando insistió en que debía pensármelo.

     Esta vez me tenía en cuenta y rectificaba su decisión anterior, cuando me envió engañado a Villaharta con mis tíos durante un curso sin proponérmelo ni consultarme.

     -No me contestes ahora, mejor esta tarde después de pensártelo bien.

     Ni un solo momento dudé en aceptar la propuesta. Estuve deseando decir que sí a mi padre todo el tiempo, cosa que en realidad ya había hecho con mi reacción favorable al consultármelo.

     Por la tarde le dije con toda la suficiencia de un niño de mi edad: 

     -Iré al Seminario, papá. Me portaré bien y estudiaré como en los Misioneros.

     -Gracias Pedrito, siempre te lo tendré en cuenta –me contestó el buenazo de mi padre, Siro.

     En aquel momento no sabía que el propósito de mi padre era mantener a Maribel en el colegio de las monjas y a Eduardo en el de los Misioneros, colegios privados que costaban dinero. Ignoraba entonces que los colegios públicos eran gratuitos y los religiosos de pago; no me planteaba ese tipo de cosas.

     Quiero mencionar aquí que Maribel ha sido una estudiante intachable: además de Magisterio, estudió Enfermería. Se jubiló en 2014, siendo profesora de Odontología en un Centro de Formación profesional del barrio Virgen del Remedio de Alicante.

     Emprendió los estudios de Derecho siendo mayor y los abandonó en tercero, cuando su hijo Adrián rondaba los nueve años.

Contaminando el Eresma

     Durante mi último verano en la colonia Pascual Marín, una tarde, Carlos, Eduardo y yo bajamos al Eresma y descubrimos una cueva llena de murciélagos.

     Hablamos de volver y atrapar algún ejemplar de los muchos que descansaban colgando del techo.

     Al salir de la cueva encontramos un bote de pintura plástica a medio usar entre la hierba no lejos del río. Quizás, alguien usó la pintura para maquear su bicicleta y olvidó llevarse el bote, o lo dejó allí por no poder transportarlo cómodamente.

     No pudimos resistir la tentación y tiramos el bote abierto al río. Al hundirse en el agua, una indecorosa mancha de color azul apareció sobre la superficie creciendo y navegando en la corriente para nuestro asombro y diversión.

     En ese mágico momento de creatividad descontrolada apareció un chico joven y nos recriminó severamente nuestra flagrante tropelía con el río. Mientras nos explicaba que había gente que se bañaba río abajo, soltó un cachete a Eduardo y otro a Carlos.

     Al llegarme el turno del castigo físico, Carlos medió para que no me pegara previniéndole que yo estaba a punto de entrar en el Seminario. El jovenzuelo me miró y me perdonó el merecido cachete de rigor. Nos advirtió que ese tipo de acciones nos perjudicaban a todos.

     Carlos y yo nos escabullimos, al terminar el discurso, tomando con diligencia las cuestas hacia el campo de fútbol, pero Eduardo se volvió y se puso a discutir con él. Desde cierta distancia Carlos y yo vimos como aquel chicote “caneaba” a mi hermano, que estúpidamente se revolvía una y otra vez contra su verdugo.

     Carlos y yo sentíamos rabia e impotencia para un enfrentamiento directo. Le insultamos sin parar y, cuando dejó en paz a Eduardo, le apedreamos desde tanta distancia que ni siquiera se dio por aludido.

     Aquel justiciero ecológico, seguramente harto del absurdo que había generado, pasó simplemente de nosotros.

     ¿Estaría aquel chico buscando en aquella zona del río precisamente aquel bote de pintura que nos encontramos? Seguramente así fue. La decepción de haber llegado tarde a rescatar el bote de pintura, la gestionó mal, desahogando su frustración contra los mentecatos que se lo habíamos tirado al agua.

El murciélago

     Pocos días después volvimos a la cueva con una camiseta rota, pues habíamos oído que lanzando un pañuelo a los murciélagos en pleno vuelo se consigue desorientarlos y que se enreden en el trapo.

     ¡Bingo! Atrapamos un gran ejemplar al que intentamos hacer fumar un cigarrillo. No le gustó nada y, visiblemente cabreado, mordió a Carlos en el dedo pulgar.

     Al llegar a casa metí al murciélago en una caja de zapatos a escondidas de mi madre, que, pese a ello, se imaginó lo que nos traíamos entre manos al escuchar los extraños chillidos que emanaban del trastero.

     -¡Sacad ese bicho de ahí! ¡No quiero ni verlo! –nos repitió un par de veces. Su voz sonaba algo infantil con un timbre de repugnancia femenina. Yo negaba, haciéndome el ingenuo, su existencia.

     -¿Qué bicho? Puedes mirar si quieres. No hay ningún bicho. 

     Para conseguir la mayor resonancia posible a nuestra hazaña, solté el murciélago en el cuarto de baño. Conseguí que Maribel entrara conmigo en el aseo, aunque recelaba debido a mi mal contenida excitación.

     El murciélago cumplió con su papel y dio un par de pasadas volando cerca de nuestros rostros. Maribel chilló, como era previsible, y huyó del aseo espantada cuando el impresionante murciélago se paró en la ventanilla que daba al patio.

     Luego le tocó a Gema, que llegó poco después, conocer al murciélago. Sólo se inquietó ligeramente ante la experiencia novedosa “del váter del terror”. Enseguida me espetó, mirándome severamente:

     -¡Déjame salir ahora mismo! ¡No pienso seguir encerrada aquí con ese bicho ni un segundo más!

     Volví a capturar al murciélago, reflexioné y propuse a mis compinches liberarlo. Anochecía cuando lo soltamos en medio de nuestra calle.

     El pobre animal debió cambiar de residencia por si volvíamos de caza. Y, aunque no fuera así, supongo que no le resultaría fácil regresar a su cueva con su familia.

El vencejo

     Más arriba del prado y antes de llegar a la iglesia Nuestra Señora del Carmen, recién construida aquel año del Señor de 1965, había una explanada de tierra donde buscábamos chapas de las botellas de cerveza o clavos, pues el lugar servía de basurero a un bar y a una ferretería.

     Alguien, supongo que Tito o Contreras, me había dicho que se podían cazar golondrinas o vencejos con una servilleta de papel de los bares. Sobre la explanada volaban a cierta altura vencejos y golondrinas.

     Construí mi trampa haciendo un orificio de unos cinco centímetros de diámetro en un papel, formando una arandela. Coloqué el papel sobre una piedra plana y la lancé hacia arriba tan alto como pude. Al caer la piedra el papel flotó oscilando en el aire.

     Una golondrina pasó junto al papel y luego otra. Era evidente que les llamaba la atención, por lo que continué tirando aros de papel con la piedra adecuada.

     Vencejos y golondrinas participaban cada vez más del juego y volaban a menor altura. Un vencejo metió la cabeza en el anillo de papel llevándoselo en el cuello. Otro vencejo se lo quitó en pleno vuelo.

     Seguí probando y los veloces pájaros siguieron jugando con los papeles volanderos. Algunas golondrinas atravesaron el agujero, que yo había agrandado con aviesa intención.

     Cuando menos lo esperaba, un vencejo quedo atrapado en la arandela de papel sin poder mover las alas. Cayó como un misil en diagonal sobre el terreno. Alucinado corrí hasta el animal y lo apresé en mi mano derecha.

     Sobre excitado lo llevé a mi casa para mostrárselo a mis familiares. El aguerrido vencejo me picaba denodadamente el índice y el pulgar durante todo el recorrido. Tras exhibir mi presa lo solté.

    Con enérgicos picotazos me había convencido sobradamente de su derecho y ansias de libertad. Por otra parte, deseo constatar que mi hazaña apenas impresionó a mis familiares, como yo esperaba.

     No obstante, Eduardo recuerda haber participado posteriormente en aquel juego malévolo con vencejos y golondrinas, aunque infructuosamente, ya que no conseguimos capturar nuevas presas.

Eduardo ligón, yo un desastre

     Durante mi último verano, Eduardo se hizo amigo de Tono, un vecino de la calle Santa Bárbara, paralela a la nuestra. Ambos compartían una relación sexi con dos chicas de su edad.

     Carlos y yo éramos los únicos testigos de sus escarceos amorosos, que comenzaron con tocamiento de pechos incipientes y acabaron buscando lugares más recónditos. Ellas también les tocaban a ellos. Como su lugar de “juegos eróticos” era la verja del Colegio, a plena luz del día, la ropa no se movía de su sitio.

     Carlos y yo, confusos, no sabíamos si sentarnos cerca para atisbar mejor las incidencias progresivas en los toqueteos de las dos parejas o alejarnos. Sin duda alguna los envidiábamos, considerándolos unos suertudos. A Eduardo y su amigo Tono les duró el romance “pulpero” un año.

     Gema me presentó a una amiga suya que quería ligar conmigo. Me propuso que le diera una vuelta en la bici. Yo hacía poco tiempo que había aprendido a conducir por lo que me concentré en dar la vuelta a la manzana sin caernos. No fui capaz de decirle ni media palabra.

     Siempre me he reprochado mi timidez con las chicas. Pero por otra parte en aquella época era palpable la escasa relación entre unos y otras al margen de la familia.

     Luego, mis padres se trasladaron a Alicante buscando mejor clima y siguiendo la sugerencia de Maribel, que consideraba ideal vivir en una ciudad con playa y que, según ella, además estaba de moda. 

     Durante el traslado familiar yo estudiaba interno en el Seminario de Hornachuelos por lo que perdí mi “molona” medalla de campeón del mundo de tiro al plato.

     La medalla no la gané yo, lógicamente. Me la encontré en el campo de fútbol un día que fuimos Eduardo y yo a presenciar un campeonato de tiro pichón y tiro al plato de entrada libre.

El arco, el ortigal y las pedreas

     En el prado que había al final de nuestra manzana pasando una calle perpendicular, jugábamos a menudo cazando lagartijas, a las que cortábamos el rabo para ver cómo éste se agitaba violentamente.     

     También jugábamos disparando una flecha con un arco artesanal. La rama del arco la habíamos obtenido en la ribera del río, seleccionándola cuidadosamente.

     La flecha era el bastón de un paraguas con una punta de acero descabezada, introducida en el extremo del bastón y atada con un alambre para sujetarla bien.

     En el otro extremo varias plumas de gallina atadas con una cuerda fina al estilo indio daban dirección a la flecha. Contábamos con pasos cuán lejos la enviaba cada uno.

     Yo estaba orgulloso de mi habilidad y potencia. Ofrecí un nuevo juego: disparar la flecha verticalmente y esquivarla tirándonos a la hierba en el último instante.

     Me enardecí esquivando la flecha y acabé con la punta clavada en el hueco poplíteo de mi rodilla derecha. La flecha había descendido con un movimiento oscilante, en vez de caer recta, por efecto de un disparo impreciso.

     Me pusieron la antitetánica y nos despedimos del arco. El bueno de Eduardo se sentía culpable por haber efectuado el disparo defectuoso de la veleidosa flecha, pero la culpa fue enteramente mía por aceptar el absurdo desafío.

     Era verano y andábamos en pantalón corto. A veces peleábamos a pedradas con otros chicos, que ni sabíamos quiénes eran ni de dónde procedían.

     Eduardo recibió en una refriega una pedrada rebotada de la pared de un edificio, que le abrió una buena brecha en la sien.

     Otras veces nos buscaban pelea a cuerpo descubierto. En tal caso, solíamos huir hasta que di con una solución estratégica. Introduciéndonos a menudo en un ortigal nos acostumbramos a sufrir las picaduras de las ortigas y conseguimos inmunizarnos a su toxicidad.

     Cuando alguna pandilla buscaba pelea con nosotros nos metíamos en medio del ortigal y desafiábamos a nuestros enemigos a pelear como hombres. Nuestros rivales daban media vuelta derrotados por el temor a las ortigas. Ellos también usaban pantalones cortos, pero no estaban tan locos como nosotros.  

     En una pedrea acorralamos a nuestros oponentes, que recularon hasta sus casas. Estos eran vecinos de la calle de Perico. Exaltado con la victoria acabé rompiendo un cristal por no saber parar a tiempo.

     Mi padre ni siquiera me regañó, pues me vio claramente arrepentido de mi estupidez. Compró el cristal y la masilla y se fue a colocarlo él mismo.

     Se le rompió el cristal que estaba colocando y tuvo que comprar otro. Inútil explicar que fue nuestra última pedrea.

Juegos familiares

     En este capítulo voy a enumerar los juegos que recuerdo sucintamente.

     Mi madre bailaba el diábolo con una pericia espectacular que ninguno de nosotros llegó a emular, aunque lo intentamos. Adrián lo baila también. Además ejecuta habilidosamente un juego con tres palos.

     Yo conseguí controlar el balón con toques de rodilla, a base de ensayar cientos de veces el ejercicio. Maribel y Gema dominaban la comba practicando con sus amigas. 

     Pero los dos juegos más populares en mi familia eran el balón tiro o balón prisionero que se decía entonces y los Juegos Reunidos Geiper. Para el balón tiro dibujábamos con tiza o piedra caliza el campo en medio del asfalto de la calle.

     De los juegos reunidos destacaban “la escalera”, “las damas” y “el parchís”. Pero, aunque no fuéramos tan aficionados, jugábamos a casi todos los juegos de la caja.

     Los “25 Juegos Reunidos” fueron seguramente el regalo de Reyes mejor amortizado de todos los tiempos por mi familia. Unos 35 años después, regalé la caja con todos los juegos intactos a Fernando, un alumno repetidor del colegio Ricardo Leal de Monóver, ladronzuelo y picarón.

     Otro juego excitante, promovido por mis hermanas, era “las tinieblas de la noche”. Lo jugábamos en el salón comedor cerrando las persianas totalmente. El que “pagaba” tenía que descubrirnos a los demás, que agachados nos refugiábamos junto a la nevera, bajo la mesa o tras la puerta. La búsqueda iba acompañada de la frase “las tinieblas de la noche” que se recitaba repetidamente en tono lúgubre para hacer reír a los escondidos. El localizado debía ser identificado por el tacto para pasar a ser el nuevo “pagador”.

     Solíamos jugarlo con amigas de mi hermana Gema. Era un juego excitante por la implícita posibilidad del manoseo. Las risitas y gritos contenidos que provocaba el juego eran el meollo de la diversión.

El susto

     Imagino y supongo que esta anécdota resultará insulsa para los lectores que esperan emociones fuertes. Para mí en cambio la experiencia resultó perturbadora.

     Por si no ha quedado claro todavía, diré que Eduardo y yo vivimos una infancia de unión indisoluble hasta cumplidos mis 12 años, cuando marché al Seminario de Córdoba.

     Dormíamos juntos en la misma cama por lo que mi madre nos dijo más de una vez que no nos tocáramos las “colillas”. Lo que sí hacíamos en la cama eran concursos para saber quien aguantaba más cosquillas en los pies. Ganaba Eduardo.

     Pasábamos también juntos todo el día. Jugábamos y coleccionábamos tebeos de común acuerdo. Por ello, su inusitada ocurrencia me pilló desprevenido.

     Cuando atravesaba el comedor a oscuras, como era mi costumbre, de camino al dormitorio, salió detrás de la puerta, de improviso, dando un grito aterrador.

     No me cagué en los pantalones, pero casi me da un infarto.

     -¿Tú estás loco? ¿No ves que podías haberme matado del susto que me has dado? –le increpé desquiciado, con el corazón latiéndome a tope y los nervios alterados.

     -Sólo era una broma. No es para tanto.

     Se lo conté a nuestra madre a continuación, mientras me iba tranquilizando. Le dijo a Eduardo que no volviera a hacer algo así a nadie. 

La ingenuidad de Gema   (nacida el 24 de febrero de 1957)

     Desde los tres años Gema quería ir a la escuela. Asistió por fin a la de Barahona con cuatro años. Tío Emiliano la enseñó a leer y escribir. Al volver a Segovia ayudaba a su maestra enseñando a leer a las niñas más atrasadas. (Disculpadme esta breve reiteración).

     Eduardo y yo le contábamos trolas increíbles. Éramos Superman y veíamos a través de las paredes. Para demostrárselo la colocábamos en el patio frente a la pared de la cuadra de los conejos. Eduardo se colocaba al otro lado de la pared y yo en la puerta. Fácilmente le transmitía los gestos de Gema para que los reprodujera como si los hubiera visto a través del muro.

     Otras veces, saltábamos audazmente desde la tapia que separaba nuestro jardín del de Tito. Gema nos escuchaba y miraba asombrada.

     Llegamos a inventarnos que trabajábamos en secreto en una fábrica por la noche y teníamos escondido el cuantioso dinero que habíamos ganado. Con el tiempo le pusimos el apodo de “Gemita la fantástica”, que aún sobrelleva con paciencia.

     Es la viajera indiscutible de la familia, (aunque su dinámico hijo David le hace despiadadamente la competencia). Rosario calificaba a Gema y a Goya, siempre dispuestas a viajar, de “correntonas”.

     Viviendo con nuestros tíos Mariano y Rosario en Venezuela, se enrolló con un acuarelista llamado Willy Navas. Este había ponderado un cuadro que pintó Gema utilizando los oleos de tío Mariano.   

     Tío Mariano, además de un libro de poesías publicado, dejó numerosos cuadros pintados al oleo, hasta su muerte prematura, provocada por una embolia cerebral a sus 63 años. Yo conservo tres cuadros suyos y regalé otro a Gema que le recordaba la casa de Venezuela.

     Uno de los cuadros que conservo de mi tío es una acuarela que realizó una noche que “durmió” en mi casa, cuando yo vivía con Elisa (1986). En esa ocasión llegó Adrián de visita con mi hermana Maribel. Adrián no tardó ni un minuto en mostrar a mi tío las dos o tres revistas pornográficas que yo guardaba en mi biblioteca.

     Gema ha pintado esporádicamente bonitas acuarelas y me ha ido regalando cuantas le he pedido. Las paredes de mi casa exhiben ocho obras suyas que me hacen sentir orgulloso de su talento artístico.

     Maribel, por su parte, realiza prodigiosas copias de cuadros famosos. Emiliano, Adrián y yo poseemos algunos de sus oleos. A mí me ha regalado dos y durante unos años me prestó una acuarela de un pintor amigo suyo. Actualmente pinta cuadros originales inspirándose en pinturas impresionistas o abstractas.

     Además, todos conservamos algunas acuarelas de Willy Navas, que Gema repartió a su regreso de Venezuela. Gema pasó más de dos años como artista protegida y amante suya.

     Yo obtuve una última acuarela de Willy Navas, el paisaje de la calle de una aldea venezolana, consiguiendo que me la regalara Rosario a título póstumo.

Billetes republicanos, tebeos y azotes con el cinto  (1964)

     Con las pesetillas que nos daban nuestros padres en la Colonia Pascual Marín los fines de semana, Eduardo y yo volábamos al kiosco para adquirir los nuevos tebeos de El Capitán Trueno, El Guerrero del Antifaz, Hazañas Bélicas, Roberto Alcázar y Pedrín, etc.

     Los leíamos con avidez, ansiando conseguir el siguiente número para saber cómo conseguían salir de los líos nuestros héroes de papel y qué nuevas contiendas habían de entablar.

     Con el taco de tebeos visitábamos a otros coleccionistas de nuestra edad para intercambiar los tebeos releídos por otros que queríamos leer. Algunas veces, al ser dos contra uno, sisábamos algún ejemplar al colega confiado.

     Bajo su cama mi padre guardaba unas cajas con dinero de la República. Edu fue al kiosco a gastar un par de billetillos de aquel dinero desvalorizado. El quiosquero le aceptó el dinero a cambio de los tebeos y le siguió sigilosamente hasta nuestra casa. Advertido mi padre de la ocurrencia de mi hermano, usó el cinturón en sus posaderas. Yo lo presencié más dolido que la propia víctima, saltándoseme las lágrimas.

     Mi padre reaccionó severamente, llevado por el miedo a las represalias políticas que hubiera podido sufrir de ser considerado desafecto al Régimen por conservar el ilegal dinero republicano.

     Al mismo tiempo que lloraba, admiré el temple de Eduardo soportando estoicamente los azotes.

     Si nos oía despotricar del Franquismo no dudaba en avisarnos que evitáramos completamente ese tipo de comentarios en cualquier otro ámbito distinto al familiar. 

     El dinero republicano desapareció sin dejar huella. Eduardo sostiene, hoy día, que los azotes fueron flojos. Lo cierto es que nunca se quejó.

El gorrión en el cepo

     Con mi padre fuimos a poner cepos para los gorriones en unas tierras labrantías junto a unas veredas dos o tres veces. Al día siguiente comprobábamos los cepos: los que estaban intactos, los que habían saltado y los que habían atrapado algún gorrioncillo.

     A Eduardo se le ocurrió poner un cepo en nuestro patio. Un gorrión cayó en la trampa. Eduardo no estaba en casa, por lo que yo cogí el pájaro. Cuando llegó mi hermano no fui cuidadoso y el gorrión se me escapó de la mano mientras se lo mostraba.

     Eduardo se enfadó sobremanera con mi torpeza. Le dije que pondría la trampa otra vez y que el gorrión que cogiera se lo daría. No hubo manera de conseguir aplacarle, pues quería el mismo gorrión que perdió desilusionado.

     Como consecuencia de su enfado, me pidió que separáramos los tebeos. Hicimos dos partes, la mitad para cada uno. Además dejó de hablarme casi dos días.

     Luego de hacer las paces, volvimos a juntar los tebeos. Poco después mi madre, harta de ver crecer la pila de tebeos, los tiró todos a la basura.

     Cuando mis hermanas traían alguna amiga a casa, algunas veces ejecutábamos peleas rituales para llamar su atención. En esa circunstancia solía ser Eduardo el ganador del incruento combate.

     Eduardo practicó mucho más a menudo que yo la lucha libre, dado que él no solía rehuir ningún enfrentamiento callejero.

Salidas con mi padre

     Lo primero es comentar que mi padre no tenía vicios; no iba a los bares ni al cine. Fumaba moderadamente y se dejó el tabaco a los 55 años.

     Además de ir a poner cepos, mi padre me llevó en su bici un par de veces al campo, más arriba del depósito general de aguas de Segovia, a coger hierba para los conejos. Yo tendría unos 7 años. 

     Me advirtió que debíamos tener cuidado con el guarda porque estaba prohibido forrajear.

     También nos llevó a toda la familia al Eresma a pescar con caña, curso abajo pasado ya el Alcázar, a escasa distancia del embalsamiento del río en una pequeña represa.

          Entonces, mientras nuestro padre pescaba en una poza bien sombreada y esperábamos su primera captura, Emiliano, de unos cuatro años, resbaló en el suelo inclinado y arcilloso del borde y se fue de cabeza al agua.

     Mi padre reaccionó con celeridad y le “pescó” atrapándole por un tobillo cuando ya todo el cuerpo de mi hermano desaparecía sumergido en el agua turbia. Yo pensé durante un instante que el río se tragaba al “peque” irremisiblemente.

     En otra ocasión le acompañamos Eduardo y yo a coger cangrejos a mano por la parte del río más alta que la ciudad, donde el agua era aún cristalina. Me impresionó ver que no temía las pinzas de los cangrejos cuando los sacaba a ciegas de los escondrijos donde se refugiaban.

     En varias ocasiones trajo níscalos de los pinares. Sólo entendía la diversión unida al provecho.

     Bañándonos en el Eresma, junto a una ribera arenosa, Emiliano se hundió en una pequeña hondonada del lecho del río. Esta vez fue mi madre quién, desde la playita, salió disparada a rescatarle. 

Extrañas borracheras. El caso de los huevos portentosos 

     Una tendencia de Emiliano siendo pequeño era ponerse ciego, con supositorios de mi abuela o con el vino que guardaba mi padre en la nevera.  

     Su colocón de vino barato lo presencié en directo. Emiliano, con unos cinco años, daba bandazos por el pasillo de pared a pared con gran estilo y naturalidad.

     La borrachera de supositorios sucedió en Barahona algún año después. Tía Rosario consiguió una burra o mula y lo llevó al médico de Boceguillas en un atardecer lluvioso, bastante preocupada por la salud de su sobrino. El médico la tranquilizó diagnosticándole una intoxicación leve. 

     Para rematar las anécdotas de Emiliano, contaré una jodidamente chunga. Peleando en la calle con Tito, de broma, recibió una desafortunada patada en los huevos. Se le inflamaron una cosa mala.

     Todas las vecinas vinieron a presenciar el caso portentoso del niño en cama con los testículos al aire más grandes que las pelotas de golf. La ocurrencia de nuestra madre divulgando el caso nunca le hizo la menor gracia a Emiliano, pero la comunicación vecinal en aquella época era moneda corriente. A los dos o tres días Emiliano se recuperó completamente de la inflamación testicular y de las visitas indeseadas.

     De Tito debo comentar algo que acabó siendo decisivo en mi vida. Un día, paseando conmigo y, seguramente, considerándome un chico sensato y educado, me dijo:

     -Tú vales para maestro.

     Terminada mi etapa de seminarista, mi padre me buscó colocación como agente bancario. Pensé que no resistiría mucho tiempo sentado ante balances y tantos por cientos. Me acordé de las palabras de Tito y le contesté:

     -A mí no me va el trabajo de bancario. Yo quiero ser maestro.

     Supongo que el destino nos maneja con sutilezas que, a menudo, ignoramos.

     Nuestras vidas, como dijo Jorge Manrique, son los ríos y nuestros destinos los cauces. El mar de la conciencia nos acoge a todos… y luego nos devuelve a la vida material para recomenzar, en una suerte de espiral espiritual, el ciclo de perfeccionamiento de las almas. (Supongo).

El gato rabioso

     Mi padre se quejó un día de la desaparición de unos gazapos que había parido la coneja pocos días antes. Anduvo atento al tema y descubrió al malhechor que volvía por más carne tierna: un gato espabilado. Le esperó con una tranca de madera a la salida de la cuadra y lo dejó tieso de un estacazo. Luego se deshizo del gato tirándolo en el descampado del ortigal, junto al prado.

     Yo había oído quejarse a mi padre y cavilar sobre lo que estaba pasando con las crías de la coneja.

     Cuando Eduardo, Carlos y yo encontramos un gato “perjudicado” en el descampado no lo relacioné con los conejitos desaparecidos. Pero Eduardo delató enseguida al maltrecho animal. 

     Imposible relatar los sentimientos de excitación, repulsión, vergüenza posterior y arrepentimiento que me ha causado la decisión que tomé involucrando a mis dos compañeros de andanzas: matar al gato ladrón. De alguna forma debí pensar que remataba lo que mi padre había comenzado.

     El pobre animal recibió indefenso nuestras pedradas y se revolvió contra nosotros rabioso. El resultado evidente de nuestra insensata y cruel actuación era horrible y escalofriante: el gato se nos enfrentaba completamente erizado, con chillidos espeluznantes y la boca segregando espumarajos. Dantesco.

     Arengué a mis compinches a rematar al pobre animal y terminar con el lamentable espectáculo. Con grandes piedras redujimos finalmente al pobre gato rabioso. Para ocultar aquel horror que habíamos perpetrado lo sepultamos bajo un montón de piedras y nos largamos confusos y un poco anonadados, con la evidencia palpable de nuestra estúpida crueldad.

     Gamoneda expresa en su poesía “Malos recuerdos” la vergüenza que sintió por maltratar cruelmente, con otros niños como él, a un perro que los adoraba. A los fascistas no les gustó nada aquella poesía. (“¿De qué va este tipo?”)

     El daño inmerecido, que sufrí en algunas ocasiones, me indignó y me produjo rabia. El daño inmerecido que causé a otros seres me provoca aún un indeleble sentimiento de profunda vergüenza.  

Gorrión abatido

     Con el tirachinas durante una temporada no paré de disparar piedras menudas a botes y pájaros. Mi puntería no era gran cosa, pero yo insistía tratando de adquirir destreza.

     Yendo de paseo por el prado con Eduardo vi descender un gorrión a la hierba a unos seis metros de nosotros. Armé el tirachinas y disparé mi proyectil. Esperábamos que el gorrión saliera volando al escuchar el golpeo de la piedra en su cercanía, pero no se movió nada.

     Nos acercamos con curiosidad y sigilo, un poco asombrados de que el pajarillo no levantara el vuelo. Al llegar al sitio lo encontramos malherido con sangre en la cabeza. Nos dio pena, pero el pobre pájaro acabó en la sartén, pues éramos menos sentimentales de lo requerido para dedicarle unas pompas fúnebres.

Nuestros vecinos “alemanes”

     Casi enfrente de nuestra vivienda, en la casa que hacía esquina yendo hacia el Centro escolar, vivía una pareja con una hija muy guapa y un hijo pequeño.

     El hombre trabajaba en Alemania pero venía en vacaciones de verano a residir un mes con su familia en nuestra tranquila comunidad.

     María José, la hija, tenía mi edad, unos 11 ó 12 años en la época que relato. Llamaba la atención por su belleza, inteligencia y natural desenvoltura. Yo a su lado me sentía un paleto.

     Sobre todo cuando algunas noches de verano acudimos a escuchar música y bailar en un parque donde habían instalado un recinto vallado, profusamente iluminado, en cuyo interior tocaba una pequeña banda de músicos.

     Los jóvenes y adultos pagaban para entrar a la verbena mientras que los niños nos agrupábamos fuera del recinto, al otro lado del seto artificial, donde la música era gratuita.

     María José bailaba sin complejos, sola o con los chicos que le daba la gana. Parecía desenvolverse como pez en el agua. Nuestro amigo Carlos, Edu y yo parecíamos pasmarotes, sin apenas iniciativa ni habilidades sociales. El ambiente festivo y bailongo sólo nos permitía soñar, ya que bailábamos de pena y no sabíamos conectar con las chicas y chicos que acudían como nosotros buscando diversión al calor del ambiente verbenero.

     Apenas frecuentamos el lugar unas cuantas veces, pues, al menos yo, me sentía estúpido y ridículo.

     Aquel último verano mío en Segovia, nos visitaron un día los padres de María José sin su hija. Contaron a mis padres que ésta les había destrozado su dormitorio nuevo en la casa de Alemania.

     Los padres habían salido de casa. Cuando regresaron encontraron el cuarto recién reformado de su hija completamente devastado: muebles, paredes y ventanas testimoniaban el paso de una horda vandálica. María José había invitado a su dormitorio, mientras sus padres estaban fuera, a unos amigos adolescentes alemanes, que la secundaron en su salvaje y radical protesta.

     Los padres de María José quedaron consternados por los daños sufridos, pero quedaron aún más desconcertados con las explicaciones de su hija, que no se sentía culpable en absoluto.

     Cuando la volvimos a ver, su carácter era mucho más contenido. Ya no nos pareció la reina del mundo, pero nosotros seguíamos más o menos igual de palurdos y ella tan guapa como siempre.

     Consultada Maribel por mí sobre aquella familia, me ha explicado los maltratos que la madre de María José prodigaba a su hija: desde llamarle "la puta esa" hasta pegarle por motivos nimios.

     Concretamente, presenció una paliza tremenda, con gritos y patadas incluidas, mientras María José se hallaba caída en el suelo tras un bofetón.

     El motivo del histérico enfado de la madre fue que a María José se le rompió el vaso que acababa de recoger con los puntos de Avecrem regresando con mi hermana del Peñascal.

     A María José, el tropiezo involuntario en una piedra del descampado le costó caro, pero más caro les costó a sus padres “la masacre” del dormitorio nuevo.

     Como suele ocurrir, todo el odio de la madre hacia su hija, (¿celos, rivalidad?), era amor apasionado por el hijo menor.

     Todos estos sucesos corresponden a mis dos últimos veranos en Segovia cuando ellos se trasladaron a vivir en Alemania y venían a veranear a su casa del barrio.

     Estando yo recién ingresado en el Seminario, vendieron la vivienda de nuestra calle y no volví a verlos.

     Maribel recuerda, sin embargo, que visitaron a nuestros padres en Alicante. Debió ser mientras comenzaba su etapa de seminarista este desinformado y errático narrador.

La pólvora

     Aunque anduviéramos descolocados en el parque verbenero, demostramos poseer otras capacidades, como la de elaborar pólvora con pastillas de clorato potásico, azufre y carbón vegetal. Reducidas a polvo las pequeñas pastillas que adquiríamos en la farmacia, (curan aftas y llagas bucales), las mezclábamos homogéneamente con los otros dos ingredientes para obtener el producto explosivo.

     Pequeñas cantidades de pólvora bajo una piedra redondeada las hacíamos estallar con un pisotón. Unos chicos, algo más mayores que nosotros, nos invitaron a ver una explosión de pólvora dentro de una lata provista de una mecha, que enterraron en el descampado de la parte alta de nuestra calle, (por allí acostumbrábamos salir cuando bajábamos a la playita del río Eresma a bañarnos).

     Recojo aquel incidente por ser una pequeña proeza de nuestra anodina y anticuada época.

Operación de apendicitis   (22 – 8 – 1965)

     Vuelvo al relato principal. Cierto día observé que Eduardo estaba más rellenito que yo. Nací alargadito y mi naturaleza inquieta me mantenía flaco. Decidí engordar. Supuse que lo natural para lograrlo era comer más y ese día doblé mi ración de garbanzos. Al amanecer del día siguiente sentí dolor agudo en la zona derecha próxima al ombligo. Mi madre dijo:

     -Hay que llamar al médico. Pedro no se queja si no le pasa algo grave.

     El médico, tras palparme y comprobar la inflamación del vientre, diagnosticó sin vacilación:

     -Apendicitis, hay que llevarle urgentemente al hospital.

     En el Hospital Militar, el cirujano Dr. Fdez. Cuartero me trató con gran simpatía antes y después de la operación. Supongo que ser un paciente infantil entre tanto soldado me distinguía y favoreció.

     -¿Tú eres valiente? –me preguntó al recibirme en el quirófano.

     -Lo normal –contesté con prudente modestia.

     -Si eres valiente te operaré con anestesia local. La última operación de apendicitis se la hice a un señor mayor con anestesia general. Al terminar la operación, su mujer se puso a llorar porque creía que su marido estaba muerto.

     -Como usted vea mejor –contesté ignorante de lo que eran anestesia local y anestesia general.

     -Pues entonces no te preocupes y estate tranquilo mientras te opero. Estas correas que te pone la enfermera son para sujetarte los brazos y las piernas. No debes sacar los brazos de las correas. Mantente quieto y todo irá bien.

     -De acuerdo, no me moveré.

     -Muy bien chaval, ya verás que fácil se arregla esto.

     Tras cubrirme con una sábana que tenía un agujero en la zona a operar del vientre, el cirujano procedió a anestesiarme y sajarme con el bisturí. La sensación indolora de la piel abriéndose era semejante a la de una cremallera. (“Por ahora no me ha dolido”).

     Cuando el cirujano manipulaba mis intestinos, noté fuertes molestias y deseos de tirarme pedos. (“¿Qué hago? No puedo pedorrearme ahora”).

     Resistí y me controlé, a costa de una inevitable exudación, que la enfermera atendió secándome la frente y la cara unas cuantas veces.

     Yo me animaba diciéndome que podía aguantar, pero rezaba mentalmente para que la operación terminara cuanto antes, porque lo estaba pasando mal.

     Por suerte, el cirujano terminó pronto: al cuarto de hora después de abrirme ya me estaba cosiendo. Tras darme tres bonitas puntadas llamó a mi madre. En su presencia, me hizo un guiño y me dijo: 

     -Pásate a la otra camilla tú solo para que te lleven al dormitorio.

     Arrastrando el culo, y controlando las molestias, obedecí, pasando de la mesa de operaciones a la camilla de traslados. Mi madre estaba contenta, tal como esperaba el cirujano. Me acompañó al dormitorio colectivo hablando animadamente con la monja enfermera y conmigo.

     Allí me atenderían, durante varios días, unas monjas que se ocupaban de la limpieza general y la comida de los pacientes.

     -Si necesitas algo, no dudes en pedírnoslo –me ofreció amablemente la monja que nos acompañaba. 

     En el dormitorio, planta baja, se recuperaban alrededor de media docena de soldados, quienes no tardaron en darme palique y gastarme todo tipo de bromas.

     Lo malo era que no me podía reír a gusto, pues me dolía la zona operada cada vez que lo hacía. Eso les provocaba más risas y les animaba a improvisar nuevas chanzas y gracietas.

     El cirujano estaba orgulloso de lo bien que había salido todo, sin necesidad de la anestesia general. Me distinguió presentándome a un par de colegas suyos mientras yo permanecía en cama. Siempre ponderaba lo buen paciente que había sido.

     Mi madre venía todos los días a acompañarme una horita o dos. Cuando pude levantarme de la cama y andar, dábamos pequeños paseos por el patio del hospital. Yo me cogía de su brazo. En uno de los paseos mi madre tropezó y se sujetó en mí para no caer.

     El tirón provocó que se me resintiera la costura de la operación, pero afortunadamente no hubo desgarro. Ambos nos tranquilizamos al saberlo por boca del atento cirujano.

     Además, me invitó a presenciar la cura de un testículo a un soldado. (“¡Cuánto pelángano!”)

     Los soldados me habían cogido cariño. Al marcharme, uno de ellos me dijo:

     -No te olvides de nosotros, chaval. Recuerda que somos tus amigos.

La apendicitis la había provocado una pelotita de pieles de garbanzo que, ¡cómo no!, el cirujano me mostró con familiaridad, tal como corresponde entre buenos camaradas. (“Ya no quedan cirujanos así”). Recibí el alta el 7 de septiembre del 1965.      

MONTORO   (1965)

     Fui con mi padre en el tren, con una maleta conteniendo toda mi ropa de invierno y verano. Me mareé durante el viaje y vomité nada más tomar una tónica que me compró mi padre en el bar.

     Tío Constantino fue a recibirnos a la estación de Montoro, destilando simpatía y buen humor. Besé al resto de la familia al llegar a la casa parroquial, (C/ Postigo, 3): abuela Antonina, tía Rosario y tío Emiliano. La primera noche dormí en la otra cama del dormitorio de mi tío Constantino. Pasé parte de la noche sollozando lo más silenciosamente que pude, al constatar mi desvalida situación.

     La pérdida de mi vida medio salvaje y despreocupada, pero sobre todo la separación de mi amada familia, supuso el final de mi segunda infancia.

     Supongo que el recuerdo inconsciente del año en Villaharta también me afectó. Mi padre ni siquiera se había quedado a dormir, acuciado seguramente por su agenda laboral sin días libres.

     Durante el día siguiente fui conociendo la casa, la iglesia y un poco el pueblo. Al llegar la noche volví a sentir lástima de mí mismo y estuve llorando unos minutos.

     Me paré a pensar y me dije que no podía lamentarme eternamente, pues lo que me esperaba tampoco era tan terrible. Además ahora contaba en la casa con la presencia de mi tío Emiliano, con quien siempre tuve buena relación.  

     Me calmé y me sobrepuse, asumiendo mi nueva vida con la suficiente entereza como para conseguir conciliar el sueño y despertarme más animado. En adelante dormí solo en la habitación contigua, intercambiando mi cama de las dos primeras noches con la de tío Emiliano.

Mis nuevos amigos

     Mi tío Constantino se preocupó esta vez más por mí y, nada más llegar, me presentó a la familia de Juan de Dios. La madre me saludó cordialmente y me ofreció su casa para que fuera siempre que quisiera. Juan de Dios aún hizo más: me adoptó como si fuera su hermano, encantado de tener con quien compartir juegos y aventuras.

     Sus hermanas Pilar y María José preferían divertirse sin él, ya que chocaban a causa del carácter dominante de Juan de Dios, algún año mayor que ellas. Gema se hizo amiga de Pilar y María José cuando se vino a estudiar al instituto de Montoro durante mi segundo curso en el Seminario.   

     El siguiente amigo que conocí, casi inseparable de Juan de Dios, y a partir de entonces también mío, fue Juanito, que vivía en la misma calle empinada, (Salazar), que Juan de Dios, tres o cuatro casas más arriba.

     Poco a poco fui conociendo a más chicos de familias ricas. El grupo se consolidó como una pandilla estable y sin conflictos. Nos reuníamos de vez en cuando para pasear, ir de excursión, jugar en el casino…

     Aunque yo no pertenecía a su clase social, me aceptaron sin la menor aprensión. Allí, el sacerdote era una figura considerada autoridad local, que no sólo actuaba de consejero en las causas o problemas familiares sino también en las del municipio.

     Juan de Dios me buscaba todos los días para jugar conmigo en su casa al scalextric, al monopoly, al mecano…; ir al casino a jugar al billar; pasar el día en su cortijo, bañándonos a veces en la alberca, (estando ambos limpiándola de verdina resbalé y me partí la barbilla); hacer excursiones; salir de caza; tomar vinos haciendo el recorrido por algunos bares; pasear en la yegua y la burra…

     No me permitió aburrirme; desde luego nada que ver con Villaharta.

Con la pandilla

     Juan de Dios tenía un disco de vinilo con las bandas musicales de Ernio Morricone para los “espagueti wéstern” de Sergio Leone. Lo escuchamos muchas veces en su dormitorio. Cuando en el cine de verano de Montoro pusieron un ciclo del oeste, no nos perdimos ni una película.

     A propósito de cine, recuerdo que mi tío Constantino me llevó a ver “Franco, ese hombre” en el “Cinema Pérez”.  También me invitó a presenciar con él una corrida de toros en la plaza monumental de Montoro. Toreó y triunfó Sebastián Palomo Linares. Nunca me han emocionado demasiado las corridas de toros, pero mucho menos el militarismo franquista. Moraleja: la cultura derechona no me emociona.

     Un toro en las fiestas de Campello, a finales de los años 70, me desgarró el muslo izquierdo. El cirujano necesitó unas cuarenta costuras internas y externas para arreglarme el estropicio.

     Más que contra la fiesta de los toros estoy en contra de las subvenciones taurinas. En cualquier caso NO al maltrato animal.


Toro bravo arrolló mi compostura, corneándome sin ensañamiento,                                                                                                                                                                                       mas dejando en mi muslo dos costuras 

que firman mi desahucio de los ruedos”

                                              (Estrofa de mi poesía “Breve noticia de mi vida”)


     Volvamos a mis andanzas montoreñas. Un día, el padre de Juan de Dios nos llevó a toda la pandilla en su Land Rover a una sierra cercana a Alcolea. Encontramos muchos níscalos, setas que yo conocía de cuando mi padre las traía a casa. Hicimos una hoguerita para asar los níscalos a iniciativa mía. Chicos y chicas manifestaron una gran aprensión a probar los níscalos, pensando que podían ser setas venenosas.

     Les hice una demostración en toda regla, comiéndome una buena ración de níscalos crudos, ya que no me concedieron tiempo para asarlos. Pero ni aun así logré convencerlos. Y los níscalos recogidos se desperdiciaron.

     Con Juanito fuimos a un río y con una red capturamos fácilmente un montón de peces que se refugiaban en el fondo de una poza. En otra ocasión fuimos a un riachuelo donde atrapamos los peces con las manos, ya que sesteaban entre la verdina, casi a ras de superficie.

     Pero lo que hacíamos casi todas las tardes era ir al casino (de los ricos) a jugar al billar. A veces nos invitaba el padre de alguno de la pandilla desde la barra del bar, pagando las cervezas y refrescos que consumíamos en ese momento. En el casino, me enzarcé con Fran al ajedrez, llegando a descubrir el método más eficaz: estudiar bien la posición y buscar concienzudamente jugadas salvadoras y ganadoras.

     Frecuentábamos también un bar a la salida del pueblo con una terraza en el patio a la sombra de varias parras. El paseo para llegar a él ofrece excelentes vistas sobre el Guadalquivir y la campiña. En la terraza del bar charlábamos, bebíamos y fumábamos algunos cigarrillos. Para reunirnos no quedábamos, sino que íbamos de casa en casa extrayendo parsimoniosamente a los integrantes de la pandilla uno tras otro.

     Aquellos “señoritos” solían cambiarse tres veces de ropa al día. Uno de ellos tenía por costumbre tomarse tres aspirinas diarias. Fran, con un espejito en el zapato, espió alguna vez las bragas de nuestras amigas estando sentados en las mesas del patio del Casino.    

      Para matar salamanquesas por los patios y calles del pueblo nos bastábamos el trió ya mencionado: Juanito, Juan de Dios y el menda. Yo tenía mejor puntería. Aquello lo dejamos enseguida buscando mejores entretenimientos, pues matar animales indefensos es francamente cutre. Mi suegro, Gerónimo, me ha contado que él en su época adolescente hacía lo mismo en Denia.

     Por el pueblo, en ocasiones, ejecutábamos la ronda de los bares, tomando chatos de vino y siendo obsequiados, en alguno de ellos, con tazas de caldo de caracoles en vez de tapas. 

     En la ovalada plaza España, una de las farolas tenía un cable mal aislado que provocaba calambrazos. Un día formamos una cadena de ocho o diez chicos y chicas cogiéndonos de la mano.

     El que hacía de cabeza tocaba firmemente la farola y el calambrazo fuerte lo recibía el que se encontraba en la cola. Estuvimos probándolo unas cuantas veces, cambiando nuestra respectiva posición en la cadena. Finalmente lo dejamos saciados de electricidad. 

     También nos lanzamos Juanito y yo con su bici por la calle Salazar, una calle de adoquines que descendía muy inclinada hasta la misma plaza de España.

     Abajo, uno de nosotros vigilaba que no viniese ningún coche por el callejón de la calle Plaza Jesús, justamente al final de la empinada cuesta, que desembocaba también en dicha plaza de España. Creo que yo era el más temerario y me lancé más veces en plan kamikaze. Como prueba de mi temeridad contaré otra anécdota.

    Anduve por la pared exterior de la torre, a la altura del campanario, un par de veces, para obtener casquillos incrustados en la típica “piedra de molinaza” de los edificios de Montoro. Casquillos de bala y restos de un pequeño obús republicanos, procedentes de la Guerra Civil, fueron los trofeos que logré obtener moviéndome sin red por una escueta cornisa exterior, a más de 20 m. de altura del suelo.

Los rápidos

     En el Guadalquivir, a su paso cerca de un molino de piedra, había un estrechamiento donde el agua formaba unos rápidos. Fran me dijo que los había atravesado con una balsa arrastrado por la corriente.

     Sin pensármelo mucho, me metí en el río yo solo avanzando hacia los rápidos. La fuerza del agua me succionó y me lanzó unos 20 ó 30 metros más abajo del salto del agua.

     La primera vez lo hice solo. La segunda vez me exhibí ante la pandilla, golpeándome ligeramente una rodilla en el lecho del río. Lo hubiera repetido más veces pero ya no era novedad y además no me secundaba nadie.

Estampa de Semana Santa en Montoro

     Recrear tan monumental y multitudinario evento está fuera de mis posibilidades. Me limitaré a narrar algunos detalles desde mi óptica personal en aquellos años.   

     Una tarde, esperaba la salida de una imagen por la puerta de la iglesia, plantado en medio de la plaza del Carmen, en medio de un enorme gentío y expectación popular. Comprobé que la aparición de la imagen se hacía esperar demasiado y decidí largarme. No pude. Hube de permanecer atrapado hasta que, pasado un buen rato, el gentío aflojó la presión y me permitió escapar.

     Mis amigos estaban dispuestos a conseguirme un traje de romano, si aceptaba salir en los suntuosos desfiles de las relucientes escuadras romanas, acompañando al Cristo con la cruz a cuestas. Les dije que no, pues no me veía asaltando los bares cada vez que se interrumpían los desfiles, según costumbre inveterada de la tropa.

     Me conformé con ver desfilar a mi amigo Juanito con su capa de terciopelo y su espada de comandante romano al frente de los soldados. El cargo lo había heredado de su padre, ya muerto. No pudo asumir la comandancia hasta que cumplió 16 años.

     Con naturalidad y gran compostura interpretó su papel de protagonista destacado en la fiesta de la Semana Santa montoreña. Será comandante romano de por vida y con derecho a dejar el cargo a su heredero.

     Los desfiles de moros y cristianos de estas tierras levantinas, en las fiestas de Les Fogueres, no difieren en ornato, aunque las comparsas son más diversas en sus atuendos, y musicalmente más animadas, (“Paquito el chocolatero”, por ejemplo). La música de la Semana Santa se basa prácticamente en ritmos de carácter dramático procedentes de innumerables tambores y algunas cornetas y trompetas.

     Escuché con curiosidad una interminable saeta en la calle Plaza Jesús mientras el paso avanzaba metro a metro. Tardó hora y media en recorrer los escasos treinta metros entre las dos plazas.

     Me escabullí de nuevo superado por la lentitud inexorable de la representación y esperé aburrido la llegada del paso a la plaza de España.

     Di unos cuantos paseos en busca de mis amigos sin lograr encontrar a ninguno de ellos. Presencié el ritual de las reverencias del citado Cristo a la imagen de su Madre, despidiéndose de ella en la plaza de España.

     Ritual parecido se realiza entre Mutxamel y Sant Joan cuando el Cristo de la Paz, de la iglesia San Juan Bautista, se encuentra con la Mare de Déu de Loreto a medio camino entre los dos pueblos. A continuación el Cristo de la Paz acompaña a su Madre hasta la iglesia de El Salvador en Mutxamel.

El padre Zurita

     Yo confesé varias veces mis masturbaciones al padre Zurita, presbítero de la iglesia del Carmen, para poder comulgar dando buena imagen de seminarista.

     El padre Zurita tuvo un rifirrafe en la sacristía de su parroquia con la abuela de dos de mis amigos de la pandilla, (Isidoro, el mayor de los dos, murió aquel mismo año), por cambiar el itinerario de una procesión.

     La abuela le atizó con el bastón para convencerle de que el paso del Cristo debía seguir bendiciendo la puerta de su mansión. Lo cierto es que subir por la empinada calle Salazar con el paso del Cristo era poco menos que una temeridad.

     También protagonizó el mencionado cura un escándalo, al liarse, presuntamente, con una feligresa.

Vi morir a una mujer

     -Pedro, acompáñame a dar el viático a una mujer mayor –me solicitó tío Emiliano.

     -¿Qué tengo que hacer yo?

     -Nada, simplemente acompañarme y sostenerme los óleos.

     Accedimos a la habitación de una casa humilde, habilitada con apenas una cama y un par de sillas. La mujer postrada en la cama tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad. Era una anciana canosa de unos 60 años.

     Mi tío se colocó la estola y comenzó los rezos, leyendo su libro de liturgias. Apenas había persignado la frente de la mujer, con su pulgar impregnado en los oleos sagrados, cuando ésta dio un fuerte suspiro y expiró. Delicadamente, sin ningún drama, con un simple estertor.

     Mi tío continuó los rezos y los signos de la cruz con los óleos, ahora sobre la boca y el cuello de la difunta. Se quitó la estola, besó la cruz bordada de la misma e intercambió unas palabras con la hija, allí presente. La hija agradeció las condolencias y nos acompañó hasta la puerta con semblante grave y resignado.

     En mi opinión, sacralizar ritualmente la muerte tranquiliza y alivia a los familiares vivos. De vuelta a casa mi tío inició una conversación anodina. Mientras me hablaba, yo pensaba: “qué fácil es morirse, la vida continúa como si desaparecer de este mundo fuese un asunto banal e intrascendente”.

Acompañando a una prima de Elisa moribunda  (20 años después)

     Ese recuerdo me trae otro muy posterior, cuando Elisa y yo vivíamos juntos. Su prima padecía un cáncer de pulmón avanzado cuando iniciamos nuestras visitas a su casa de San Blas. Respiraba asistida por el oxígeno de una bombona que le proporcionaba el hospital. Era una mujer aún joven, agradable y comunicativa. Cuando regresaba del hospital después de una extracción de los líquidos pulmonares encharcados, su postración era brutal. Al cabo de unos pocos días mejoraba y volvía a conversar con nosotros.

     Su error fue no atender las advertencias de su médico cuando le detectó varios quistes en el pecho. La metástasis pulmonar no tardó en aparecer y su salud cayó en picado. El marido la cuidaba atentamente y se hacía cargo de todo lo relacionado con sus dos hijos de unos 10 y 12 años respectivamente. Yo regalé a la prima de Elisa un libro de fábulas del maestro taoísta Zhuang Zi, pensando que le ayudaría a valorar la vida sin apegos. Lo leyó y le gustó.

     Una noche que yo estaba solo en casa sonó el teléfono. Era el marido de la prima de Elisa. Me pidió que fuera al actual Hospital Universitario de Alicante, pues su mujer reclamaba mi presencia. La mujer estaba agonizando. Cuando llegué junto a su cama, me cogió la mano al tiempo que respiraba agónicamente. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Quedé conmocionado ante la terrible situación que estaba sufriendo la mujer. Pensé que moriría cogida de mi mano en aquel mismo instante. Sin embargo, el ataque respiratorio acabó dejando paso a una calma aleve. La prima de Elisa se relajó, me soltó y cerró los ojos para descansar. Entonces volvió a entrar su marido y me dijo que podía irme; que era suficiente haberla acompañado esos minutos.

     Al día siguiente nos avisaron de su muerte. En el entierro el marido lucía feliz como no le habíamos visto antes, liberado al fin de la terrible carga de la enfermedad corrosiva y el deterioro paulatino de la salud de su mujer. Me comentó en el cementerio que el deceso ocurrió pocos minutos después de que dejara yo a la prima de Elisa descansando, tras el angustioso ataque respiratorio.  

La nieve en Montoro 

     Durante unas vacaciones de Navidad cayó una pequeña nevada, hecho absolutamente insólito en aquellos lares. Toda la pandilla nos dirigimos a la salida del pueblo a disfrutar la novedosa situación.

     Yo era el único familiarizado con la nieve, ya que en Segovia todos los inviernos solía nevar, y algunos copiosamente, hasta el punto de suspender las clases en el colegio de los Misioneros un día lectivo, cuando yo estaba en segundo. (Como nosotros carecíamos de teléfono, Edu y yo nos enteramos de la novedad al llegar al colegio y encontrar el cartel que colocaron en la puerta).

     Propuse a los chicos y chicas de la pandilla jugar a tirarnos bolas de nieve. Nos entretuvimos poco rato en aquella actividad porque la capa de nieve era exigua. Luego seguimos paseando juntos, disfrutando del inusual panorama, ahora tan tenuemente blanquecino que nos recordaba los belenes navideños.

Tres cumbres nevadas  (unos 10 años después)

     Por alguna razón inexplicable siempre que voy a un lugar nevado me invade un íntimo gozo.

     Estando de profesor en Biar, una noche soñé con tres picos nevados y aquel mismo curso acabé subiendo a tres montañas con nieve.

     Una de ellas, La Aitana, con Jordi de Bañeres, Emiliano y sus amigos, en una excursión improvisada; otra, el Reconco, con mis alumnos de 8º curso; y otra, la misma sierra de Biar a escasa distancia enfrente de mi casa.

     En esa última ocasión, sólo me acompañaba mi perra y era de noche. Tropecé, resbalé y caí de bruces por un desnivel en la pendiente con pinos. Con el hombro y el cuello quebré un arbolito que dejó un trozo de tronco afilado sobresaliendo unos 20 cm. del suelo nevado. Pensé, aliviado, que podía habérmelo clavado fácilmente en el cuello con fatídicas consecuencias. Afortunadamente no fue así y puedo contarlo.

Un avispero en la abandonada casa parroquial de “Los huertos familiares” 

     Debido a la complicidad que existía entre mi tío Emiliano y yo, cuando le hicieron párroco y maestro de la escuela unitaria de los Huertos familiares de San Fernando, le acompañé allí con cierta frecuencia.

     En una ocasión, entramos en el patio de la casa parroquial a coger las lustrosas granadas que divisamos previamente por encima de la tapia.

     La casa estaba completamente abandonada. Encontramos el patio inundado de matas y yerbajos, que había que atravesar para alcanzar el granado.

     Cuando corría entusiasmado hacia el árbol, golpeé inadvertidamente un avispero oculto entre los matojos. La respuesta de sus habitantes fue fulminante y contundente. Me conté 37 picaduras de avispa, que el barro alivió provisionalmente.

     Al día siguiente vinieron mis amigos a buscarme para pasar una hora en la piscina antes de comer.

     Mi pierna estaba bastante inflamada. Al tratar de nadar en la piscina comprobé el daño recibido al sentir evidentes molestias en cada movimiento de la pierna afectada. A la semana, el veneno había sido depurado por mi organismo adolescente sin dejar restos de rencor alguno hacia las hermanas avispas.

Profe auxiliar de mi tío Emiliano en Los huertos familiares de Montoro

     En otra ocasión, le acompañé toda una mañana de un día lectivo como profe auxiliar. Me solía hablar de sus alumnos como potrillos sin domar.

     -Organízales muchas carreras para que se desfoguen y entren después en la clase un poco más relajados –me pidió cuando salimos al recreo. 

     No les agotaba en absoluto efectuar carrera tras carrera, pletóricos de energía y ansiosos por demostrar sus excelentes dotes atléticas. Al regresar al aula, la supuesta relajación apenas duró “una mierda”.

     -D. Emiliano, hemos pillado a Fulano con la navaja que guarda usted en el cajón para hacerse el bocadillo del almuerzo –“disparó” un chico espabilado con evidente animosidad contra el ladrón y de paso tratando de ganar reconocimiento.

     El alboroto fue instantáneo y el acusado protestaba alegando que todo era mentira. Enseguida, dos nuevos chavales se unieron contra él en la denuncia, acorralándole y dejándole sin escapatoria.

     Se me ocurrió entonces una idea para controlar la situación:

     -Deberíamos hacerle un juicio justo para que pueda defenderse y explicar lo sucedido.

     -Pero que devuelva primero la navaja –exigió el más beligerante.

     El chico acusado, tras dudarlo unos momentos, aceptó devolver el cuerpo del delito y acatar el veredicto popular. Fue a buscar la navaja escondida cerca de la escuela y se la devolvió a mi tío.

     En el reparto de papeles tío Emiliano fue el juez y yo el abogado defensor. Tras escuchar de nuevo las acusaciones detalladas de un par de fiscales espontáneos, tomé la palabra:

     -En primer lugar hay que tener en cuenta que no ha hecho nada malo con la navaja y en segundo lugar que la ha devuelto voluntariamente. Solicito que se le perdone por ser esta su primera vez. Bastante mal le habéis tratado ya por haber caído en la tentación de robar –alegué, sintiéndome importante por la atención que me dedicaban.

     El orgullo que sentía de ser el principal protagonista de aquel tinglado, revela lo desenvuelto que he sido cuando se me ha concedido actuar ante un público atento, favorable o no. 

     -Creo que el abogado tiene razón –admitió amablemente mi tío.

     -Si el acusado promete no volver a robar le concedo el perdón –remató a modo de sentencia tío Emiliano.

     -No volveré a hacerlo nunca más, D. Emiliano –expresó contrito el acusado.

     -En ese caso vamos a trabajar todos un rato haciendo las tareas de matemáticas.

     Nadie quedó descontento, aunque creo que algunos deseaban una justicia más radical y menos tareas.

     Para mi futuro desempeño profesional como maestro de enseñanza primaria resultó ser una experiencia señera, pues me he visto en varias ocasiones actuando de mediador, resolviendo conflictos escolares de todo tipo, bullying incluido.  

     No quiero dejarme en el tintero una historieta que nos contaba tío Emiliano de cuando era seminarista en un curso superior de Filosofía escolástica, o quizás ya en Teología: Como detalle navideño, los curas ofrecieron una comida especial, que incluía un plato de calamares en su tinta. A los seminaristas no les hizo gracia la novedad y se fueron confabulando para no probar aquel guiso “asqueroso”. En vano, los superiores les llamaron borricos por despreciar aquella “delicatessen”.

La yegua

     Aunque no venga demasiado a cuento, quiero relatar un episodio, inolvidable para mí, del día en que visitamos a uno de los caseros del padre de Juan de Dios. Fuimos ambos montados en su yegua.

     Juan de Dios se encontraba muy a gusto conversando con el casero del pequeño cortijo y con la mujer del mismo. A escasos kilómetros de allí se encontraba el cortijo principal con las cuadras, el molino de aceite, las porquerizas, la alberca y el pilón, el huerto, etc. de donde habíamos venido.  

     Como me aburría, le pedí permiso a mi amigo para dar un paseo en la yegua, educada para hacer elegantes cabriolas y pasos de exhibición. Juan de Dios no puso el menor reparo. Así que me fui directamente hacia el equino, que, sin arreos ni silla de montar, aceptó gustosamente mi proposición.

      Apenas la monté, la yegua emprendió un veloz galope, sin control posible por mi parte, hacia su cuadra. Me sujeté a las crines y me dejé llevar, excitado con su espontánea carrera desenfrenada.

     La carretera de tierra tenía piedras sueltas. En un tramo recto con una ligera rampa, la yegua tropezó de la “mano” derecha. Me fui hacia adelante de golpe. Sentí que saldría disparado por “orejas” del flanco derecho ineludiblemente y que me estrellaría violentamente contra la dura pista de tierra.

     Durante un intenso segundo presentí que el accidente sería brutalmente trágico. Pero la yegua, en plena carrera, arqueó el lomo, evitando a propósito mi letal caída, al mismo tiempo que se recobraba del tropiezo. Sin tiempo para pensar, pasé de una mortal expectativa a una inesperada y maravillosa sorpresa de alivio. No pasó nada y pasó todo.

     Enseguida el noble equino refrenó su galope descontrolado y me permitió gobernarlo de vuelta a la finca. La yegua parecía tan asustada como yo, consciente de que su loca carrera podía haber tenido consecuencias indeseables. Regresamos al paso.

     Juan de Dios aún conversaba con sus caseros, tranquilamente sentados los tres en el humilde salón de la vivienda junto a la puerta abierta. Tras apearme, acaricié agradecido el cuello sudoroso del noble animal y simulé que no había pasado nada.

     De regreso a las cuadras, en mi cabeza permanecía gravado el instante de la terrible caída, que creí irreparable, y evidentemente, también mi sorprendente e inusitada salvación. ¡Y hay quien dice que los animales no tienen alma!

     Los Registros Akásicos citan a un compañero cruzado, caballero del Temple, que me sujetó cuando me precipitaba hacia adelante y controló a la yegua desde el plano astral, salvándome la vida. Yo había salvado la suya cuando se hallaba sin espada en una batalla medieval, según los Registros. Por aquel entonces él era un avezado instructor de jinetes y en mi reencarnación actual es uno de mis guías protectores.

     Algunos años antes, la burra que montaba en Barahona tropezó en una piedra al cruzar el río. Su proceder fue muy distinto, ya que aprovechó el traspié para tirarme al agua descaradamente.

     De poco le sirvió la maniobra a la burra “vivales”, porque la volví a montar, aunque ya receloso de su aviesa y manifiesta intención de librarse de mí a la menor oportunidad.

     Muchos años después, nuestras amigas Chamari y Ana nos propusieron a Eduardo y a mí alquilar unos caballos en una finca de Campello para dar un paseo y cambiar nuestra rutina pandillera.

     Con mejor ojo que mis compañeros elegí el caballo más joven y fresco.

     El monitor que nos acompañaba, tras largarnos el típico discurso de que no hiciéramos nada peligroso, encabezó parsimoniosamente la comitiva. Al primer descuido del joven monitor, lancé mi caballo al galope. El muchacho, seriamente contrariado, me regañó indignado cuando logró alcanzarme, acusándome de temerario.

     -Tú lo que no quieres es que se te cansen los caballos –protesté-. Para dar un paseo al paso prefiero ir andando.

     Nos consintió al regreso el consabido y típico trotecillo que las caballerías realizan espontáneamente de regreso a sus cuadras.

EL SEMINARIO MENOR    (1965 – 1968)

     Mi tío Constantino me llevó a Córdoba en su coche. Allí nos recogió un autobús a todos los “pichones”, que emprendíamos, un poco cohibidos, la aventura de ser estudiantes internos.  

     Después de marcharse mi tío, un vendedor ambulante pasó ofreciendo diversos artículos mientras esperábamos que llegaran los seminaristas rezagados. Le compré un cortaúñas, previsoramente, con el dinerillo que me dieron mis padres.

     Durante el trayecto en autobús me mareé. Paramos en la Explanada del Pozo, donde jugaríamos tantos jueves y domingos, y allí vomité. Luego, el autobús se encaminó al Seminario. 

     Ya en el edificio del Seminario, los curas nos llevaron a una sala dormitorio de unas cincuenta camas.      Las camas y taquillas las fueron distribuyendo entre los recién llegados, indicándonos que debíamos guardar nuestra ropa en el armario y dejar hecha la cama. Saqué mi ropa de la maleta y la guardé. 

     A continuación intenté desmañadamente colocar las sábanas y una de las mantas que me dieron mis tíos.

     Una madre, que trajo en su propio coche a su hijo, mi nuevo compañero de dormitorio, se compadeció de mi torpeza y me ayudó a hacer la cama correctamente, al tiempo que me enseñaba los procedimientos a seguir. Le agradecí de todo corazón su amable atención, tan sutilmente maternal. 

     Enseguida nos convocaron para que el rector, D. Gaspar, nos diera, conjuntamente con la bienvenida, los horarios y normas. Aquella amable madre se esfumó dejando a su hijo en la misma situación que quedábamos todos: solos, aislados del mundanal ruido, en un gran edificio perdido en medio de la serranía de Hornachuelos en el macizo de Sierra Morena, y a cargo de unos 12 curas.

     El Seminario ocupa una escueta explanada a medio camino entre el río Bembézar, afluente del Guadalquivir en la provincia de Córdoba y la cumbre de una montaña. Por la parte alta de nuestra ladera a veces pasturaba un rebaño de cabras. Por el camino del otro lado del río también vimos pasar en varias ocasiones algunos rebaños de ovejas o cabras.  

     Los paisajes son espectaculares, se pueden admirar en Internet: “Ruta al Seminario Santa María de los Ángeles”. El edificio, abandonado en 1971, (cuando yo terminé de estudiar PREU en Córdoba capital), ha sido visitado con cierta frecuencia por senderistas, excursionistas y antiguos alumnos. La visita que teníamos programada en 2020 quedó pospuesta sine die a causa del Covid -19.

     En 2017 se iniciaron las labores de limpieza y rehabilitación para convertirlo en un Centro de Ejercicios Espirituales y retiro, o como Hogar de marginados).

     Al llano del Pozo, a algo más de dos kilómetros del Seminario, acudíamos las tardes del jueves y del domingo a jugar al fútbol, como ya comenté unas líneas antes. En el agradable paseo hacia el llano muchas veces me entretenía en silbar hacia los árboles con un silbido aflautado que ya apenas consigo reproducir. A menudo, los pájaros me respondían con una algarabía de trinos.

      Los no futboleros, entre los que me encontraba, nos entreteníamos apedreando encinas para agenciarnos suculentas y sabrosas bellotas dulces; construyendo presas con barro en los regatos de agua que se formaban tras las lluvias; y observando las evoluciones de los diversos insectos de agua de una gran charca, cuyo curioso espectáculo natural me mantuvo completamente absorto y alucinado hasta que se secó la charca.

Afición poética en primer curso del Seminario   

     En la clase de lengua de primero, las lecciones comenzaban con una poesía corta introductoria. El profesor, D. Francisco Javier, nos pidió que la aprendiéramos de memoria para declamarla al día siguiente. Yo no dejé escapar la oportunidad. Al comenzar cada clase, el profesor solicitaba un voluntario. Siempre salía yo a recitar la poesía con desenvoltura, exhibiendo mi inclinación poética y los dos cursos de adelanto sobre mis compañeros. El profesor sabía que los demás alumnos no se tomarían la molestia de memorizarla. Al pedir voluntarios siempre me miraba a mí.

     Recientemente, en el encuentro de ex seminaristas de Lucena, (abril 2017), un compañero de primero me explicó que tenía apabullada a toda la clase con mi seguridad y conocimientos. Le comenté mi lógica ventaja al tener ya realizados aquellos estudios.

     En tercer curso ya sólo usábamos la sotana para ir a misa. También nos la pusimos todos los seminaristas cuando el obispo nos hizo una visita. Mi ex profesor de lengua, D. Fco. Javier, me dio una poesía para que la aprendiera de memoria y se la recitara al obispo. Así lo hice. En la película española “Alegre juventud” de Mariano Ozores se recitan las dos primeras estrofas de la poesía de P. Julio Alarcón:

Dulcísimo recuerdo de mi vida, 

bendice a los que vamos a partir.                                                               

¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida,  

recibe tú mi adiós de despedida 

y acuérdate de mí! 

¡Lejos de aquestos tutelares muros,  

los compañeros de mi edad feliz                                                          

no serán a tu amor jamás perjuros; 

conservarán sus corazones, 

se acordarán de ti!…


     El obispo, D. Manuel Fernández Conde y García del Rebollar, me dio la mano para que le besara el anillo, me felicitó y me comentó casi al oído que tenía en alta estima a mi tío Constantino, promotor de construcciones sociales en El Vacar, (pedanía de Espiel y Villaviciosa), y en Montoro.

Escarceos literarios y un premio con ayuda de mi tío Emiliano

     Cuando preparé un trabajo en las vacaciones de Navidad (curso 67-68) sobre los “Enfermos curados por Jesús”, (curaciones recogidas en los cuatro Evangelios), mi tío Emiliano me ayudó a mejorar el tema.

     Aquella tarea me valió el segundo premio. Antonio Estepa Romero me ha dicho en un comentario del blog que él también recibió el segundo premio. Obtuvimos sendas Biblias de bolsillo, la de lujo correspondió a Pablo Bosch Valero que obtuvo el primer premio. Además, recibimos una foto cada uno recogiendo el premio de manos del rector.

     Aquella Biblia, que acabé leyendo completa, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, durante la media hora matutina de meditación diaria, se la regalé a mi sobrino Adrián.

     Estando en tercer curso, mi tío también retocó mi primer soneto, que ejecuté siguiendo el modelo de Lope de Vega “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?”

     El profesor de lengua, (que ese curso era D. Francisco Mantas Molina), prácticamente lo despreció, por lo que no volví a molestarle con más poesías.

     Pero a mi tío Emiliano le presenté un poema en prosa que comenzaba “He subido esta tarde a la terraza…” Lo calificó de Juan Ramoniano.

     No volví a manifestar mi creatividad literaria hasta Preu para demostrar a la profesora de literatura, doña Mª Luisa Revuelta, que en el examen sobre el romanticismo no me había copiado.

     Yo me había comprado un librito de poesía romántica en la librería Luque para profundizar en el tema. En el examen me explayé utilizando la documentación del prólogo. Sobrepasé los límites de las preguntas pretenciosamente, por lo que doña Mª Luisa me suspendió sin molestarse en darme explicaciones.       

     Unos días después leí un trabajo en clase que nos había encargado el día anterior.

     -¿Quién te lo ha hecho? –me preguntó con retintín.

     -Nadie. Lo he hecho yo solo.

     -Sí claro, como el examen –me contestó con sorna.

     Pocos días después nos puso un ejercicio en clase. Fui el único que alzó la mano para leerlo. Entonces puso especial atención a mis palabras queriendo salir de dudas sobre mi dudosa honestidad.

     Con un hábil circunloquio, algo atrevido, resolví el ejercicio rematando el tema en la última frase. Doña Mª Luisa no dijo nada pero, milagrosamente, el suspenso se convirtió en un ocho, que mantuvo como nota inalterada hasta final de curso. Aquel reconocimiento hizo que me considerara un auténtico literato.

Vacunas, prueba para el coro y director espiritual

     Por aquel entonces nos pusieron una vacuna contra la viruela a todos los seminaristas. Una o dos veces al año llegaba un peluquero para trasquilar a toda la manada al estilo militar.

     Estando en primero nos hicieron una prueba individual, acompañados al piano, para elegir los componentes del coro. Desafiné cosa mala sin comprender muy bien qué me había pasado. ¡Y yo que me creía un excelente ruiseñor! Además no me sabía aún el “Adeste fidele” o algo similar, que tocaba en el órgano D. Manuel. Eliminado.

     Ese mismo curso, D. Moisés, un cura bonachón, se entrevistó conmigo. Hasta entonces desconocía la figura del consejero personal o “padre espiritual”. Me tocó la vena sensible al preguntarme si echaba de menos a mis padres y a mis hermanos. No me pude contener y me desahogué llorando como un bendito.

Celos y mortificación

     Durante mi primer curso de Seminario, un alumno de segundo, (¿Ricardo Goñi Orellana?), me pidió que colaborase en la revista aceptando una entrevista suya. Aquello no tenía más transcendencia que señalarme como el único seminarista que provenía de una provincia castellana.

     Pero años después, cuando cursaba quinto, paseando por el Centro de Córdoba con un par de compañeros, que habitualmente salían conmigo, nos cruzamos en la avenida comercial casualmente con el seminarista entrevistador. Hacía dos años que había abandonado el Seminario. Se interesó por mí con especial amabilidad e incluso familiaridad. Cuando nos despedimos mis compañeros estaban celosos.

     -Ha pasado de nosotros como si no nos conociera. No entiendo por qué solamente ha querido hablar contigo –expresó uno de ellos.

     -Seguramente le caí bien cuando me entrevistó mi primer año en el Seminario. Desde aquella ocasión hasta hoy no había hablado apenas nada con él.

     Manuel Jurado me ha hecho llegar una foto de grupo en la que, junto a D. Manuel, posamos 30 seminaristas. Curiosamente yo me encuentro junto a Ricardo Goñi. (Gracias Manuel, por regalarme esta foto tan interesante para mí).  

     Probablemente se fijó alguna vez en mí, estando en el patio o en el comedor, sin que yo lo advirtiera. Es posible que le llamara la atención un curioso evento del que fui protagonista, a mi pesar, en el comedor:

     Inesperada e inexplicablemente, un día me llegó una caja de pasteles que me habían mandado mis padres. Los curas me entregaron el paquete en el comedor delante de todos. Al descubrirse el contenido, surgieron voces ansiosas de todas las mesas circundantes pidiéndome un pastel.

     No pude hacer otra cosa que distribuirlos entre los compañeros que me rodeaban, quedándome sólo uno para mí. Los afortunados disfrutaron conmigo del aperitivo más inusitado en aquellos lares, mientras yo pensaba en lo “graciosos” que habían sido los curas mortificando mi egoísmo de forma tan impía y ejemplar.

     Reconozco que comérmelos a escondidas era mi deseo más ferviente en aquellos momentos. Cuando las circunstancias nos distinguen favorablemente, suele surgir inexorable la oportuna corrección. ¡Alabado sea el Señor!

Sueños eróticos

     Estaba claro que el sexo era pecado. Y no sólo practicarlo, ya que también se pecaba de pensamiento. Mal rollo para mí, pues me gustaba dormirme soñando contactos íntimos con mujeres complacientes y complacidas. Una especie de película porno que me inventaba casi todas las noches para olvidarme de todo y caer como un bendito en los brazos del amigo Morfeo. (Con el tiempo esa droga afrodisiaca de la excitación nocturna ha ido perdiendo su poder a la par que mi imaginación).

     Lo que me disgustaba y molestaba era acumular pecados mortales, que inexorablemente debería confesar. ¿Por qué? Porque quería comulgar y sentirme integrado.

     Tras comulgar disfrutaba de una especie de arrobamiento, “recogido” en el amor incondicional de Jesucristo. Por otra parte, suponía que, además, también conseguía la aprobación de mis superiores.

     Adquirí una perspectiva nueva sobre el pecado cuando nos explicaron mejor lo de los pensamientos pecaminosos. Lo que no era pecado de obra tampoco lo podía ser de pensamiento.

     A partir de entonces me entregué a mis ensoñaciones eróticas tranquilamente, sin pensar que debiera confesarlas. Antes de realizar actos concupiscentes con las chicas de mis sueños, imaginaba que me casaba formalmente con ellas.

     Con tan simplísimo recurso resolví mi dilema moral. Los actos sexuales de mis ensoñaciones estaban bendecidos previamente por un conveniente matrimonio exprés. ¿A quién le importaba que yo me casara cada noche con una chica distinta? A mí, desde luego, no.

Borrachera de vinagre  

     Durante una comida un colega y yo nos bebimos dos vasos de vinagre, que no era demasiado fuerte y contenía cierta dosis de alcohol. Al salir del comedor un poco “chispas” nos detuvo D. Gaspar.

     -¿Os pasa algo? –inquirió sorprendido.

     -No, no nos pasa nada –contesté con desparpajo, dejándole intrigado, mientras nos alejábamos despreocupadamente sin darle tiempo a reaccionar.

Con mi natural perspicacia comprobé que las grandes vinagreras, más exactamente botellas de vinagre, desaparecieron en adelante de las mesas del comedor.

Test de inteligencia. Catalina, la mujer sabia de Montoro

     En el test de inteligencia que nos hicieron a todos los seminaristas obtuve el tercer mejor coeficiente intelectual de mi curso. Con mejor coeficiente intelectual que yo destacaron Juan Pedro Beteta, que murió joven, y José Ruz Estepa, ambos de mi clase.

     Juan Pedro, estudiando ya en S. Pelagio, me relató la visita de sus padres a la casa de Catalina, la mujer sabia de Montoro, una vidente amiga de mi tía Rosario.

     Al entrar ellos en la humildísima casa de la mujer sabia, en el barrio pobre del Retamar, al otro lado del puente romano, ésta les dijo cómo se llamaban y por qué habían ido a visitarla.

     Les recomendó un medicamento recién elaborado en Alemania para tratar la enfermedad que aquejaba a uno de sus padres. La mujer sabia era analfabeta.

     Maribel acompañó a mi tía a la casa de esta mujer vidente en esporádicas visitas. Me explicó que era la médium de un médico que la contactó, desde el mundo de los espíritus, para seguir ejerciendo la sanación entre los seres humanos con el consentimiento y colaboración de Catalina.

     En una visita de ambas a casa de Catalina, ésta leyó el pensamiento a Maribel, preocupada por saber si nuestro padre le permitiría estudiar enfermería, teniendo ya aprobada la carrera de Magisterio.

     -Deja de preocuparte por eso. Tu padre te lo concederá sin ponerte ninguna pega.

     -¿Qué le dices a mi sobrina? –quiso saber tía Rosario.

     -Nada. Cosas nuestras.

     Como reconocimiento al buen resultado del test de inteligencia, los curas me otorgaron el liderazgo de uno de los grupos de estudio formado por cinco compañeros. Mi sistema de trabajo consistía en salir a una terraza y estudiar paseando, mientras nos daba el aire de la sierra. De vez en cuando efectuábamos un turno de preguntas entre nosotros sobre el tema de estudio de ese momento y nos explicábamos las dudas unos a otros. Reproducía las clases de religión en los Misioneros, cuando el profe nos llevaba a una pineda, cosa que me encantaba, aunque en mi detrimento debo admitir que en aquellas ocasiones era un alumno bastante distraído y algo charlatán.

Incorporación tardía

     Un día antes de mi reincorporación a las clases del tercer trimestre del 1968 sufrí un dolor persistente localizado en la parte izquierda del pecho. El médico diagnosticó enfriamiento muscular o pequeño reúma que no precisaba de medicación. La vuelta al Seminario, dos días después, me correspondía hacerla sin el auxilio del autobús que nos recogía en Córdoba habitualmente.

     Llegué en tren hasta Hornachuelos sin problemas. Calculé que me tocaba caminar unos diez kilómetros por la carretera hasta el Seminario. Cuando llevaba andados casi dos kilómetros pasó un coche. El conductor debía ser el chófer y el acompañante el dueño. El coche redujo la velocidad mientras sus ocupantes me miraban atentamente. Pensé que me llevarían un trecho de mi trayecto, pero finalmente siguieron adelante. Poco después, encontré el coche estacionado a la entrada de una finca colindante con la carretera. El dueño se disculpó conmigo alegando que pensó que no valía la pena detenerse para acortar mi recorrido apenas unos metros.

     Algún kilómetro después, un coche que circulaba en dirección contraria se paró y me recogió. Era un cura del Seminario, (tal vez D. Manuel), acompañado de dos seminaristas de otro curso, (curso que acaparaba la pista de voleibol, fútbol, etc. en los recreos).

     Le expliqué al cura mi situación y él me explicó a mí que iban a depositar y recoger el correo en el pueblo de Hornachuelos. Cuando llegamos a la altura del otro coche paramos un momento y el hombre habló con el cura. Al parecer, se conocían bien. El hombre se volvió a disculpar por no haberse detenido e interesarse por mí. Yo no intervine en la conversación y, aunque me molestó que pasara de recogerme, no entendía tanta disculpa.

     Tras las gestiones en la oficina de correos del pueblo, emprendimos el regreso al Seminario, donde me incorporé a las clases con absoluta normalidad.

     Lógicamente, a mis compañeros de mesa en el comedor, entre los que se encontraban Antonio Roldán, Manuel Jurado y José Antonio Naz, les aclaré el motivo de mi algo tardía incorporación “a filas”.

Conato de incendio

     En cierta ocasión, según mis cálculos a finales del 4º curso, estuve a punto de incendiar el monte de Hornachuelos.

     Deambulaba un mediodía a solas, supongo que algo aburrido, por un pequeño promontorio de tierra plano, pegado al murete inferior de la valla del Seminario.

     Se me ocurrió sin más jugar con fuego. Incendié la hierba seca por puro entretenimiento. Pero enseguida vi crecer las llamas vertiginosamente formando un círculo de cenizas. A cada segundo aquel fuego voraz se expandía más y más anulando mi reacción y posible control sobre el mismo. Casi me da un ataque de pánico.

     Pisé las llamas frenéticamente como haría un rinoceronte en la sabana africana, con el corazón a 140 pulsaciones por minuto. Al principió creí que no lo conseguiría, pues el fuego rebrotaba rápidamente en los lugares que consideraba ya apagados.

     Afortunadamente, logré ir reduciendo los frentes del cerco de fuego antes de que se me escapara por la ladera que descendía al río.

     Aún me pregunto por qué demonios tenía yo una caja de cerillas en el Seminario menor. Creo que no llegué a comentar a nadie esta supina estupidez.

EXCURSIONES

El pantano del Bembézar       

     Un día primaveral salimos de excursión siguiendo el curso del río a contracorriente por una pista forestal. Prácticamente fuimos todos los alumnos y profesores caminando en pequeños grupos como si se tratara de una etapa del Camino de Santiago.

     Vimos un cervatillo, que había bajado a beber en el río, escapando ladera arriba con gran agilidad al divisarnos. Como no conocíamos aquellos parajes, los 15 km. hasta llegar al lugar término de la excursión se nos hicieron entretenidos y relativamente cortos.

     Nos asentamos en una zona del río muy ancha con un lecho de cantos rodados y poco caudal. Allí descansamos del largo paseo y nos entretuvimos metiéndonos descalzos en el río.

     Nos trajeron en una furgoneta la comida. Al distribuirnos los bocadillos y la fruta, nos avisaron del regreso por el margen contrario del río en una hora.

     Disfrutando de la caminata de vuelta pasamos frente al edificio del Seminario y llegamos hasta la presa, que atravesamos para acceder al frondoso sendero paralelo al río que lleva al Seminario.

     A mí me encantó la inusual y andariega etapa bordeando ambas riberas del río Bembézar, que, según se nos dijo, constaba de unos 15 km. de ida y unos 25 km. de vuelta. 

Fisterra, agosto del 2007 

     Con 40 años realicé los 800 km. del Camino de Santiago francés desde Roncesvalles, en 24 días, (1993), exultante y parlanchín, con mi compa Rafa Campillo, que me decía que no “predicara” tanto.

     Mi tío Emiliano me había propuesto, en alguna ocasión, realizar juntos dicha peregrinación. A lo largo de las etapas con el amigo Campillo me acordé varias veces de él.

     Desde el 2001 al 2007 volví a recorrer el mágico camino por etapas semanales con Mónica. En 2004 nos volvimos tras caminar una única jornada porque se me resintió el tobillo que había tenido escayolado.

     La última etapa la hicimos acompañados de Pepe y Dulia. Peregrinamos desde Santiago de Compostela a Fisterra: tres jornadas que superaban los 40 km. cada una. Al llegar a Fisterra no encontramos plaza en el albergue de peregrinos ni en hoteles u hostales.

     Comenté a la alberguera que ya éramos muy mayores para dormir a la intemperie. Nos consiguió un piso amueblado que tenía libre su prima. Por 200 euros en total lo alquilamos encantados, pues era amplio y contaba con todas las comodidades. En él celebramos el 55 cumpleaños de Dulia. Descuidamos la vela que encendimos durante la cena y acabó produciéndose un pequeño incendio cuando se licuó toda la cera y ardió de golpe el plato ahumando la cocina.

     Pasamos tres días en Fisterra como avezados turistas. En cada comida o cena preguntábamos:

     -Pepe, ¿qué pedimos?

     -Pimientos de Padrón –respondía Pepe al instante, sin dudar.

     Nos divertía mucho, cada vez que catábamos uno picante, ver los gestos graciosos que provocaba y la inmediata búsqueda de auxilio en la cerveza. Dulia y Mónica no se los comían, así que Pepe y yo se los reclamábamos como auténticos rivales, fanáticos del picante.

     Desde el faro asistimos, con otros muchos peregrinos, a la puesta del sol, sencilla actividad allí tradicional. Cenamos unos bocatas con una botella de vino, acompañados por una gata famélica a la que nos dio por llamar Mauricia. Después, Mónica apreció el famoso rayo verde que exhala el sol al desaparecer.

     Me dio por preguntar a la gente cómo denominaban el chillido de las gaviotas. Nadie tenía la menor idea. (En TV y en distintos libros he oído o encontrado el genérico “graznido”). En el mercadillo del faro compré un cenicero con una gaviota para recordar su estridente presencia a todas horas.

     Antes de dejar el tema de la peregrinación quiero dar unos consejos prácticos para caminantes poco experimentados:

1.-  En verano no se puede estar andando todo el día con calzado deportivo porque se recalientan los pies y aparecen fácilmente las ampollas. Mejor usar sandalias con plantillas amortiguadoras. Si al salir a caminar hace fresco, podemos ponernos calcetines, y quitárnoslos al hacer más calor.

     No es mala idea contar con rodilleras o tobilleras cuando notemos molestias.

     Un palo largo con punta metálica bien manejado, ayuda a reducir un poco el esfuerzo de caminar.

2.-  Llevar el mínimo peso posible, (no es necesario ser demasiado previsor pues el camino ofrece cuanto necesitamos, menos dinero). Y es evidente: disfrutarlo todo siendo moderados y agradecidos.

3.-  Andar a nuestro propio paso, sin forzarlo, durante el tiempo que buenamente admita nuestro cuerpo. Nada de penitencias absurdas o alardes que nos impidan disfrutar del recorrido y entristezcan el ánimo. Además, debemos procurar estar en forma para continuar peregrinando los siguientes días que tengamos programados para ello.

     Enfermos o lesionados, mejor abstenerse. El Camino de Santiago nunca cierra y siempre se puede volver pare recorrerlo en mejores condiciones.

Otras excursiones en el Seminario   

1.- Al pueblo, al castillo y al pantano de la Breña de Almodóvar del Río. Mi colega jugador de tute, José Antonio Naz, era de allí y pudo saludar a su familia cuando pasamos ante la puerta de su casa. Por aquel entonces el imponente y bien conservado castillo estaba desocupado.

2.- Al Guazulema, pintoresco río con cascada y poza donde aprendí a nadar (flotar). En él capturé una serpiente de agua que me llevé de vuelta al Seminario en un bote. La solté en el campo de fútbol y se revolvió contra mí. De un varazo la quebré cuando estaba erecta, atacándome, visiblemente cabreada.

     También encontramos una tortuga, que tuvo más suerte que la serpiente, ya que la dejé tranquila en su hábitat por la dificultad de transportarla y cuidarla. 

3.- A una zona donde el río Bembézar era bastante ancho y caudaloso. Con una barquita de remos alcanzábamos la otra ribera, en turnos por parejas. En aquel agreste paraje nos entreteníamos explorando la ribera o nadando en el río, además del paseo en barca.

4.- Al palacio del marqués de Salinas en la aldea de San Calixto, donde nos llevaron a  Francisco Delgado, José Antonio Naz y a mí por ganar un concurso de cesta y puntos. Además del concurso acumulamos puntos con trabajos manuales, como mi hórreo de palillos. No vimos al marqués, que estaba fuera, ni entramos al palacio. Tan sólo paseamos por los jardines y nos hicieron una foto, que días después nos regalaron a cada uno.

     Durante el trayecto en coche por el bosque, el cura que nos acompañaba nos comentó que atravesábamos el coto de caza de venados. Nos explicó que la carne que comíamos en el Seminario provenía de las donaciones que hacían los cazadores, a los que sólo interesaba la cabeza del venado como trofeo.

5.- A Écija por motivo de los exámenes finales y recuperaciones de septiembre. Dimos tantos paseos por sus calles, parques y plazas que aún recuerdo la ciudad con bastante detalle.

     Cuando nuestro autobús se aproximaba a Écija, solíamos contar las torres barrocas que sobresalían por doquier en el horizonte de la ciudad, sin acabar de concretar con fiabilidad su número.

     Siempre hacía calor, aunque no tanto como reza el eslogan: “Écija, la sartén de Andalucía”.  Montoro en 2017 ha batido todos los records europeos de calor: 47º.

     El último septiembre que fuimos a examinarnos de asignaturas pendientes (1970), un grupito de amigos tuvimos la idea de visitar algunos campanarios de las principales iglesias, obteniendo permiso para ello fácilmente, al indicar a curas y sacristanes que éramos seminaristas cordobeses.

6.- La excursión a Córdoba a finales de cuarto curso me negué a efectuarla ante el asombro de mis profesores. Dos de ellos se ofrecieron a pagarme los gastos de la excursión, pensando que me negaba a realizarla por falta de dinero. Creo que D. Manuel y D. Fco. Javier.

     D. Francisco Javier Varó me dejó, además, un libro del Readest Rigest. Pasé el día deambulando por el Seminario y alrededores, tirando el balón a la canasta y leyendo alternativamente. Fue un poco aburrido pasar el día solo. Cuando uno es rarito, pasan cosas así.

7.- A Sevilla estando ya en sexto curso. Con algunos compañeros visité la Catedral, (aunque no me animé a subir a la Giralda), la plaza de España, los jardines del parque de María Luisa…

     En el 92 visité la Expo Universal con un compañero de autobús proveniente de Madrid. Se ufanaba de befar y maltratar a los homosexuales. Tras visitar varios stands con un calor considerable y tomar algunas cervezas, declinamos la posibilidad de visitar el resto de la ciudad u otros pabellones de la Expo en días sucesivos.

     Pasamos la noche en el césped de un parque próximo a la estación de autobuses, pues nuestro autobús salía a las 8 de la mañana.

     No era un sitio demasiado seguro, ya que por allí merodeaba una dudosa fauna de zombis al acecho, por lo que decidimos mantenernos despiertos. Pese a todo yo acabé quedándome frito. Mi compañero me despertó enseguida alegando que no le parecía justo que yo durmiera y él no. Un dechado de simpatía y compañerismo.   

     Perdonad que reitere esta anécdota en un capítulo del siguiente libro. No podéis imaginar la cantidad de barbaridades que me contó aquel muchacho en su afán, (y el de sus compinches), por vilipendiar y mortificar a los “pobres” homosexuales de su barrio. Se ufanaba tanto de ello, que llegué a pensar que era un homosexual reprimido.

8.- Aunque recuerdo otras excursiones durante los primeros años en Hornachuelos, no puedo concretar a dónde las efectuamos. En una de ellas escuché el mordaz comentario de un cura a un compañero seminarista. El chico escribía aplicadamente su nombre con una navaja en una roca, cuando el cura le espetó a bocajarro:

     -El nombre de los tontos siempre aparece escrito en todos los sitios.

Descarrilamiento y vacaciones con Juan de Dios             

     En el verano del 71, Juan de Dios y yo cogimos el tren nocturno en Montoro con dirección Alicante para pasar las vacaciones con mi familia.

     El tren estaba abarrotado y Juan de Dios y yo carecíamos de asiento. Descubrí un váter con la puerta cerrada y en ella el letrero “inservible”; acoplé allí mi maleta y me eché a dormir lo mejor que pude sobre ella.

     Tras largas horas intentando descansar, me sacó de la duermevela un traqueteo inusual. El tren se detuvo. Juan de Dios vino a buscarme y le pregunté qué pasaba. No lo sabía.

     En medio del desconcierto general que se originó, apareció el revisor tranquilizando al personal. El tren se había salido de las vías. En una hora llegaría otro tren para recogernos a todos los pasajeros y trasladarnos a nuestro destino.

     Juan de Dios y yo decidimos, como la mayoría de los pasajeros, salir afuera para estirar las piernas y desentumecernos.

     Comprobamos cómo había quedado el tren. Amanecía. Efectivamente la máquina y dos vagones descansaban sobre las traviesas fuera de los raíles, pero no habían volcado. El tren acababa de pasar un puente que sorteaba un barranco.

     No corría riesgo alguno pues se hallaba varado en un páramo casi llano con algunas lomas rocosas en ambos costados de las vías.

     Deambulamos por el campo tranquilamente, comentando lo que hubiera pasado si descarrilamos en el puente que divisábamos tan próximo. Se podía imaginar sin dificultad la catastrófica escena.

     Por fin llegó el tren rescatador y subimos a bordo con el resto de viajeros. Sorpresa agradable: contaba con asientos para todos. Proseguimos nuestro viaje cómodamente instalados.

     Juan de Dios se enzarzó en una extraña conversación con un joven inglés que no sabía español. Digo conversación por llamar de alguna manera al intercambio de gestos y exclamaciones que mantuvieron animadamente ambos durante un buen rato. 

     Ya en Alicante, caminamos hasta mi casa, que no quedaba lejos de la estación, con las maletas en las manos. Ofrecí durante el paseo algunas explicaciones sobre la ciudad a mi amigo para ambientarlo y calmar su curiosidad. Que si enfrente estaba el Centro de la ciudad, que si todo seguido a la derecha el mar, que si nuestro barrio se llamaba Benalúa,… 

     Juan de Dios se hizo apreciar inmediatamente por toda mi familia con su natural cordialidad, simpatía y entusiasmo. Íbamos a diario a bañarnos al Postiguet, como era de rigor, hasta que un día cambiamos de playa. Nos invitó una señora de unos 40 años, (sirvienta en casa de Juan de Dios), a comer en un chiringuito de la playa de San Juan, donde trabajaba eventualmente de cocinera.

     La madre de Juan de Dios la llamó para decirle que su hijo estaba veraneando en Alicante conmigo, y le dio nuestro teléfono.

     Nos recibió con la alegría entrañable de los andaluces que se reencuentran. A mí también me conocía. Me había visto muchas veces por la casa cuando atravesábamos la cocina para salir a un pequeño patio interior donde Juan de Dios y sus hermanas criaban un conejito como mascota. Nos sirvió una sabrosa paella.

     Nos despedimos afectuosamente de ella, dándole las gracias. La amable señora insistió en que Juan de Dios, a su regreso a Montoro, saludara a sus padres con todo el cariño de su parte.

     Ignoro si ella volvería a Montoro, al terminar la temporada veraniega en Alicante, para "servir" en casa de Juan de Dios de nuevo.

     Me reencontré con Juan de Dios ocho años después, al acudir con mis hermanos y mi cuñado Manolo al entierro de tío Emiliano. Ambos habíamos cambiado de manera considerable. Dicho encuentro se hallará narrado brevemente en las primeras páginas del siguiente libro de mis memorias.