SEMINARIO SANTA MARÍA DE LOS ÁNGELES (Córdoba)
Introducción
Pretendo relatar en este libro parte de mi infancia y adolescencia,
desde el primer curso escolar en el barrio de Valdevilla (Segovia), con cinco
años, hasta el curso de Preu en el Seminario de Córdoba.
Mis
experiencias desde Preu hasta ejercer como profesor definitivo de E.G.B, las he
recopilado en los libros siguientes: “Fragmentos dispersos de una memoria laxa”
y “Aire Libre…”
Estos
tres textos están orientados a narrar mi vida personal y familiar, (como el
libro anterior “Infancia en Barahona de Fresno”). Intentan rescatar la huella
imprecisa de una época pasada, casi desvanecida.
He
puesto en juego mi escasa habilidad literaria para recrear, lo más honestamente
posible, mis andanzas y mudanzas en un mundo arrasado por la tecnología y la
corrupción política e inmobiliaria. Andanzas al estilo del Lazarillo de Tormes,
pero exentas de tanta crudeza, incuria y picaresca.
Pido
disculpas por los errores, olvidos y desorden de tanta anécdota dispar e
inconexa. Vamos allá.
VALDEVILLA
Nuestra calle se encontraba en la parte más alta de la ciudad de
Segovia. El patio de nuestra vieja casa daba acceso, por la salida trasera, a
un descampado con pequeñas lomas. El terreno yermo ascendía suavemente hacia la
sierra de Guadarrama, visible, pero un tanto desdibujada, en la gris-azulada
lejanía.
En
aquella vivienda morábamos mis padres, (Siro y Juana), mis abuelos maternos,
(Samuel y Vitoria), mi bisabuelo materno, (Genaro), mis hermanos, (Maribel,
Eduardo, Gema y Emiliano), y vuestro narrador audaz, (Pedro). Durante un
periodo de tiempo vivió con nosotros Sole, una prima de mi padre, natural de
Coca (Segovia); y posteriormente una pareja de inquilinos de avanzada edad.
La
casa, de planta baja, tenía un patio con suelo de cemento, bordeado por un gallinero
a un lado y una conejera en altillo al otro lado. Por encima del gallinero de
las gallinas y ocas, se encontraba el sobrado, convertido en un trastero, al
que se accedía por una escalera de obra. La precaria escalera se puede apreciar
en una foto en la que Eduardo y yo posamos con mi madre en el patio. En
el trastero, Maribel y yo encontramos una pistola muy antigua y oxidada, que
debió ser de mi bisabuelo. En el patio también se hallaban la pila para lavar
la ropa a mano y el tendedero.
La escuela
(1958)
Mi primer y más claro recuerdo concierne
al primer día de escuela. Mi madre nos acompañó hasta la entrada. El profe nos
puso a los más espabilados en las sillas delanteras, desentendiéndose de los
más pequeños, como Eduardo, que colocó al fondo.
A su hora, salimos al patio del recreo,
que no era tal sino un parque municipal con un murete de piedra de granito
rodeándolo. Unas escaleras descendían desde la acera hasta el suelo de tierra
del parque, apenas ocupado por unos cuantos árboles frondosos y algunos bancos
para sentarse. Todos los chicos meamos a la vez, en fila, sobre la superficie
interior del granítico muro.
Poco a poco nos fuimos ambientando en la nueva comunidad
de “pollitos”, habituándonos a las dependencias del “corral” y siguiendo atentamente
las indicaciones del resignado y rutinario “gallo” encargado de cuidarnos.
Cuando nos recogió mi madre, Eduardo
estaba entusiasmado con el fantástico trueque que había realizado: libretas y
lápices a cambio de un montón de pelotas de trapo, que llenaban su cartera.
Mis padres, perplejos ante la mentalidad e
iniciativa comercial de su segundo varón, le volvieron a comprar los útiles
escolares. Felizmente, le convencieron de que no necesitábamos más pelotas. Después
de ese día, siempre fuimos y volvimos solos a la escuela. Yo tenía cinco años y
Eduardo cumplió los cuatro en octubre. Aquel primer curso, 1958, y el siguiente, nos hicieron la típica foto anual con el libro abierto sobre el pupitre y el mapa de España detrás nuestro.
Una mañana encontramos algunas calles del
trayecto hacia la escuela plagadas de gusanos blancos. Una lluvia inusual había
descendido sobre el asfalto, provocando nuestro más genuino asombro y absoluta extrañeza.
El silencioso y mágico alfombrado estaba vivo, pero se movía tan lentamente
que, más que avanzar, parecía palpitar.
Efectuamos nuestro recorrido hacia la
escuela evitando pisar los gusanos, sin alcanzar a sospechar la causa del
extraño prodigio. Imagino que tan insólito e inextricable fenómeno debió
producirlo una tormenta de viento durante la noche.
Al volver de las clases de la mañana, los
gusanos habían desaparecido. Sólo quedaban, como prueba de su ocupación
temporal de aquellas pocas calles, los restos de gusanos espachurrados por
vehículos y transeúntes.
Perdidos
Mi madre, un domingo, nos cogió de la mano a Eduardo y a
mí para dar un largo paseo. En otras ocasiones nos había llevado a las ferias,
al economato de la Policía Armada, a la estación del tren, a los depósitos
municipales de agua potable, a la fábrica de galletas María Fontaneda, (las
comprábamos rotas, que eran más baratas), a adquirir alguna gallina ponedora de algún corral en
otro barrio… y años después al cine de los Misioneros. Esta vez la
acompañábamos a dar el pésame a una amiga suya.
En la calle Real, habitualmente muy
transitada, nos encontramos con su amiga y con Antonio, el hijo de ésta. El
chico era seis o siete años mayor que nosotros. Mi madre nos dejó con él,
encargándole que nos acompañara hasta su casa. Mi madre y su amiga se marcharon
apresuradamente para arreglar los detalles del velatorio.
(Antonio, siendo ya joven, vino a nuestra
casa de Alicante durante tres años seguidos para celebrar el día de la Falange.
En esas ocasiones, conmemoraba, con otros exaltados como él, la muerte de José
Antonio Primo de Rivera).
Supongo que aquel lejano día, en Segovia, Antonio
se aburrió de nosotros y decidió librarse del “marrón”. Enseguida se excusó de
acompañarnos a su vivienda, alegando que tenía que ir a ver a un amigo. Nos dio
algunas indicaciones, incomprensibles para nosotros, de cómo llegar a su casa,
y a continuación se largó tranquilamente, abandonándonos en medio de la calle.
Olímpicamente eludió el compromiso de
cuidarnos, como si no precisáramos de su guía en absoluto. Estaba claro que ejercer
de niñera no le hacía ninguna gracia.
Descarté inmediatamente, al verlo
desaparecer, que Eduardo y yo pudiéramos encontrar la dirección indicada. Nos
hallábamos lejos de nuestro hogar, en un lugar concurrido y sin la menor idea
de cómo llegar a la casa de Antonio. Desconcertado, me fijé en los numerosos
transeúntes, sin saber cómo conseguir ayuda.
Valoré la posibilidad de volver a nuestro
hogar aventurando una ruta probable, pues encontrar a nuestra madre, sin
recordar la dirección, (recibida confusa y apresuradamente), era una misión
imposible.
Eduardo se puso a gemir sobrepasado por la
situación y, sobre todo, al verme a mí indeciso. Procuré calmarle, aunque sin
demasiada convicción. Una mujer se nos acercó:
-¿Qué os pasa, niños?
-Nos hemos perdido –lloriqueó Eduardo.
-¿Dónde vivís?
-No sabemos cómo se llama nuestra calle,
pero yo sé volver a casa –le contesté más resuelto, confiado en poder recordar
la ruta seguida por mi madre para llegar hasta allí.
La mujer tranquilizó a Eduardo y se
despidió:
-No te preocupes, tu hermano te llevará a
casa. Suerte, niños.
Aquella mujer, además de tranquilizar a
Eduardo, afianzó mi incipiente confianza en la posibilidad de resolver la
inesperada situación.
Tras recorrer un tramo que apenas
reconocía, llegamos a una juguetería que recordaba bien. Antes de Navidad nuestro
padre nos había llevado a ver los juguetes de aquella tienda, pues su dueño, el
sargento Cristino de la Policía Armada, era amigo suyo y le hacía pequeños descuentos.
-¿Te acuerdas de este sitio? –le pregunté
a mi hermano.
-Me acuerdo un poco.
-Ahora verás qué pronto llegamos a casa.
Y como en un cuento con feliz final,
regresamos sanos y salvos a nuestro hogar. Esperamos a nuestra madre pacientemente
sentados en las escaleras de nuestra casa. Cuando ella llegó, algún tiempo
después, nos preguntó preocupada qué nos había pasado.
-Nos hemos perdido, mamá. Pero Pedro ha
sabido volver.
-¿Os
ha pasado algo malo?
-No, pero yo tenía miedo y me he puesto a
llorar.
Yo le expliqué que el hijo de su amiga se
largó enseguida y nos dejó solos.
-Venid, hijos. Ya que todo ha terminado
bien, os voy a preparar una buena merienda.
El hachazo
Creo que esta pequeña “hazaña” explica muy
bien el tipo de “fenómeno” que, en realidad, soy.
En el patio de la casa, cerca del
gallinero, había un tocón con el hacha clavada.
La madera se apilaba junto a la pared
contigua al gallinero, bajo la escalera del sobrado. Mi abuelo o mi padre
solían trocear la leña a menudo para alimentar el fuego de la cocina. Yo los
observaba con gran interés, fijándome atentamente en su técnica y destreza,
mientras en mi mente iba ganando terreno, poco a poco, la idea de emularlos.
Con cinco añitos, y actuando en secreto,
(“cuando nadie me ve”), coloqué de pie un tronquito de leña sobre el tocón, lo
sujeté con la mano izquierda mientras sostenía la pesada hacha en mi derecha. Alcé
el hacha lo que pude y descargué decidido el golpe que me permitían mis exiguas
fuerzas.
El hacha golpeó el leño pese a todo. Pero
el tronco salió despedido y cayó al suelo impulsado por el hachazo mal
ejecutado. Al mismo tiempo mi mano izquierda recibió el golpe descontrolado de
la herramienta, aunque no directamente con el filo. (“La he cagado bien cagada”).
No grité ni me alarmé. Mi mayor
preocupación, entonces, fue tapar mi fallo garrafal y evitar la consiguiente
regañina. (Actitud en la que reincidiría posteriormente en pifias de semejante
calibre).
Observé en el dorso de mi mano izquierda
tres tendones blancos al descubierto, destacando bajo la piel abierta, en la
base de los tres dedos afectados: meñique, anular y corazón. La herida
prácticamente no sangraba y el dolor era similar al de una rodilla herida,
circunstancia más que habitual.
Antes que nada, reconocí mi torpeza,
admitiendo que la faena no era tan fácil como yo creía, vamos, que me venía
grande. Evidentemente, el hacha pesaba demasiado para ser manejada a una sola mano
por mí.
Tras lavarme un poco la herida, puse en
marcha mi estrategia de ocultación. Evité durante varios días que se me viera el
desgarrón de la mano cuando comíamos o cuando hablaban conmigo. En la mesa del
comedor mi mano izquierda permanecía siempre debajo del mantel. Acabó curándose
la herida sin tener que confesar mi estupidez, ya que nadie se percató de mi
lesión.
Casi 60 años después aún se puede apreciar
la cicatriz algo desdibujada.
Segundo año escolar en Valdevilla (1959)
Yo pasé curso y Eduardo no.
Recuerdo que, un día, el profesor de mi
clase nos preguntaba palabras que contuvieran una letra más que la palabra
antedicha. Pasaba de un alumno a otro sin saltarse ninguno, por lo que podías
calcular la cantidad de letras de la palabra que te tocaría decir. La respuesta
correcta había que buscarla bajo la presión del regletazo al fallo.
Apremiado por el temor, mi cerebro no
cesaba de encontrar palabras. Temí bloquearme si me tocaba una palabra con
demasiadas letras. Afortunadamente, mis compañeros fallaban en las palabras con
muchas letras. El maestro acabó conformándose con palabras de menos de diez letras.
Conseguí salir indemne de la prueba y no
probar la picajosa regla. Y constaté que el cerebro funciona a tope si las
circunstancias mandan. “Intellectus apretatus discurrit quam rabiat”, (en latín
macarrónico).
Cuando volvíamos de la escuela, algunas
veces nos encontrábamos con la furgoneta del repartidor de hielo. La seguíamos
y recogíamos las esquirlas que se desprendían al cortar las barras de hielo en
trozos, a medida que las clientas los compraban en las paradas que iba haciendo
la furgoneta.
El repartidor estaba acostumbrado al
grupito de niños que le acompañábamos de parada en parada. Nunca nos espantaba.
Al contrario, siempre permitió que nos sirviéramos aquellos insípidos helados
gratuitamente, ya que le animábamos su recorrido callejero mientras obteníamos
las esquirlas de hielo.
Recuerdo vagamente que teníamos un taco de
estampillas religiosas; no alcanzo a recordar sin embargo dónde las
encontramos. De cualquier manera que llegaran a nuestras manos, no tardaron en
desaparecer de igual modo.
La matanza
Un día pudimos contemplar la matanza de un
cerdo formando parte de un pequeño grupo de vecinos curiosos. Unos hombres robustos
lo dispusieron todo en la parte trasera de su casa, en el descampado de
Valdevilla, y a continuación nos ofrecieron un espectáculo terrible y a la vez magistral.
Os evitaré los gruñidos, puñaladas en el
cuello del animal y otros detalles, como recoger la sangre que manaba del
cuello del cerdo en un barreño…, o quemarle las cerdas de la piel con cartones
y papeles ardiendo, una vez desangrado el animal sacrificado. Visto desde la
distancia de los años, diría que fue una ceremonia ancestral, tribal, casi
religiosa.
En Villaharta (Córdoba), algún año
después, me convidaron a migas mientras realizaban el procesado de la carne del
cerdo, (chorizos, morcillas…), en el patio de una casa, tras la matanza del
puerco, que esta vez no llegué a presenciar. La ceremonia, en este caso,
semejaba una animada fiesta que se desarrollaba entre sartenes y mesas donde se
trajinaban las partes blandas del animal sacrificado mientras todo el mundo
almorzaba las migas con tocino sin ningún remordimiento.
Detalles de nuestra vida familiar
Como ya comenté antes, criábamos conejos,
gallinas y ocas. Yo ayudaba a mi padre a desollar y vaciar las entrañas de los
conejos sujetándolos por las patas traseras, muy atento a todos los detalles.
Mi padre ponía trampas para ratas en la
atarjea del patio. Un día cazó una tan grande y repulsiva que prefirió no
volver a colocar el cepo.
Mi abuelo afilaba concienzudamente los
cuchillos de cocina en una piedra de pedernal. Probaba el filo presionando la
hoja ligeramente sobre su pulgar.
Cuando se cortaba consideraba que el
cuchillo ya estaba afilado y dejaba de frotar su filo sobre la piedra,
humedecida una y otra vez con su saliva. Todo bajo mi atenta mirada, mientras
me daba las pertinentes explicaciones.
Mi
madre lavaba la ropa de 10 personas en el fregadero del patio. Llegó a rogar a
Dios que le diera paciencia y fortaleza para no desfallecer en la interminable
y agotadora tarea. Según nos comentó ella, Dios le concedió la calma y las
fuerzas que precisaba de forma milagrosa.
Sin embargo, al poco tiempo de instalarse
mis padres en el barrio de San Blas (Alicante), casi 20 años después, Juana me
pidió que intercediera ante mi padre para convencerle de lo oportuna y necesaria
que era una lavadora.
Cuando mi padre atendió amablemente
nuestra petición, nuestra madre se consideró por primera vez, desde su
matrimonio, felizmente liberada de aquella pesada e ingrata servidumbre.
Terraplén, avispillas y castaños
En nuestra calle del barrio de Valdevilla
(Segovia), al otro lado de la carretera, una hilera de soberbios castaños se
alzaba en la amplia acera de tierra que daba a un terraplén casi vertical. Nuestra
calle estaba formada por una única y larga hilera de casas adosadas, desde donde
se descendía, perpendicularmente, en pendiente suave, hacia el Regimiento de
artillería y luego hacia la plaza del Azoguejo.
Por el terraplén sólo nos tirábamos los
niños, desfondando el culo de los pantalones en unas rampas que debió formar el
agua de lluvia.
Cuando adquirimos mayor confianza, nos
lanzábamos resbalando de pie. Con una ágil carrerilla final alcanzábamos la
calle paralela a la nuestra, cortada al tráfico en aquel tramo. Con la práctica
conseguimos controlar perfectamente la bajada por las rampas del terraplén e
incluso detenernos en medio de las mismas.
En la pared de tierra arcillosa del
terraplén anidaban unas laboriosas avispas de tamaño inferior a la avispa
común. Cada avispilla excavaba su propio agujero en el terraplén sin
preocuparse en absoluto de nuestra proximidad al observarlas.
Los castaños del otro lado de nuestra
calle daban las mal denominadas castañas pilongas, cuya ingesta, según nuestros
padres, provocaba algún tipo de locura. Sin embargo, a las vacas de la vaquería
próxima a nuestro hogar, sólo las estimulaba para producir leche de buena calidad.
Alguna que otra vez Edu y yo recogimos las
castañas caídas en el suelo y las que conseguimos abatir a pedradas. Las
llevamos a la vaquería-carbonería, donde nos dieron varias perras gordas al
cambio.
Miré, entonces,
un tanto asombrado, a las vacas rumiando las castañas tranquilamente,
ajenas al peligro de un enloquecimiento letal, (peligro que resultó ser real, muchos
años después, en el caso de las vacas locas, alimentadas con derivados cárnicos).
Convencido de que mis padres no nos
engañaban, no sabía explicarme el curioso fenómeno: “¿Por qué a las vacas les
sientan bien las castañas pilongas y a nosotros nos trastornan?”
Locura transitoria y el caballo de cartón
Yo tenía en la cabeza alguna que otra
locura, como tirarme debajo del autobús que tenía una parada cerca de nuestra
vivienda. La idea no era suicidarme, sino sentirme especial porque un autobús
me había pasado por encima.
Lo tenía tan calculado que lo comenté con
varios chiquillos de mi edad, vecinos que vivían en las inmediaciones. No lo
llegué a realizar nunca, pero según mi madre, uno de aquellos chalados que me
escuchaba llevó a cabo la experiencia. Me encantaría saber qué pasó entonces y
lo que sintió el niño.
En Navidad mis padres nos compraron un
caballo de cartón con ruedas a Eduardo y a mí. Con él jugamos durante un par de
días, haciéndolo rodar por una acera en cuesta, montando en él
alternativamente. Eduardo recuerda nuestros descensos por la pendiente a lomos
del caballo rodante como una actividad temeraria, ya que la cuesta era
ligeramente pronunciada y la acera terminaba en una confluencia de dos calles
con escaso tráfico. Pero el que no iba encima del caballo-carretilla ayudaba a
controlar el juguete y pararlo. Luego, según Maribel, el caballo de cartón
pintado fue a parar al altillo de un armario. Y en el traslado a la calle
Madrid de la Colonia Pascual Marín desapareció sin que apenas reparásemos en lo
efímera que había sido la existencia de nuestro brillante y brioso corcel
rodador.
El juego de ajedrez
En Valdevilla, mi padre tuvo un gesto de
desapego hacia Eduardo, que a mi hermano le dolió más que el cinto que probaría
un par de años después. Eduardo corrió a abrazar a nuestro padre al
encontrárnoslo por nuestra calle, cuando regresaba, uniformado de Policía, de
su jornada laboral en la prisión.
-¡Quita! ¡Déjame en paz! –le dijo nuestro
padre apartándolo con el brazo.
Debía venir jodido del trabajo, donde a
veces tenía que presenciar la brutalidad policial injustificada de algunos
compañeros suyos con delincuentes de poca monta, o soportar las arbitrariedades
de los mandos. El rechazó del contacto por parte de nuestro padre, trocó la alegría
de Eduardo en dolorosa decepción.
Días después encontramos a nuestro padre
en el mismo lugar con un paquete envuelto en papel de regalo. Esta vez nos
llamó él, exhibiendo un talante muy diferente.
-Os he traído un regalo –nos dijo
cariñosamente, mostrándonos a continuación el paquete con su mejor sonrisa.
Resultó ser un juego de ajedrez. Nos
enseñó a jugar y al cabo de un tiempo renunció a seguir jugando con nosotros
porque yo le ganaba casi siempre. (Ser humano no consiste en ser perfecto como
los ángeles, que se supone que no yerran, sino en tener el valor de reconocer
los propios errores y rectificar).
-Pedrito, quédate tú el juego, que eres el
que sabes jugar mejor al ajedrez –me dijo al retirarse de la competición.
Mi madre, por su parte, me pagó un ajedrez
imantado del Corte Inglés cuando yo rondaba los veinte años, conocedora de lo
aficionado que era a dicho juego.
Comencé a estudiar partidas y posiciones
cuando un compañero de magisterio me pasó las partidas del campeonato del mundo
entre Karpov y Korchnoi (semifinales). La final no se jugó por la retirada de Fischer,
disconforme con las condiciones del match, siendo entonces el campeón a batir.
La corona pasó al retador, Karpov, que había ganado a Korchnoi una semifinal
plagada de escándalos.
Hace poco le regalé el susodicho ajedrez y
sendos manuales de aperturas y técnicas ajedrecistas a mi sobrino Guillermo,
que ya ganó, con siete años, un trofeo escolar.
Desgraciadamente, desde mi punto de vista,
se ha enganchado con mayor ímpetu a los juegos de la Play y de Internet.
Después de perder una interesante partida contra mí, no ha querido volver a jugar
conmigo ninguna partida más al ajedrez, pero asistió a un cursillo escolar de
ajedrez durante un par de cursos.
Mi abuela Vitoria
Mi madre estaba embarazada de su quinto hijo y pronta a
dar a luz, pues ya había salido de cuentas. Mi abuela Vitoria se ocupaba de
todo lo que podía en la casa, siempre con el mejor ánimo. Era mucho más alegre
que mi abuela paterna Antonina.
Cuando le hacíamos alguna trastada nos
perseguía con la escoba o la zapatilla sin conseguir nunca alcanzarnos y
aplicar la justicia que merecían nuestras pequeñas travesuras. Siempre le decía
a nuestra madre que no nos pegara en la cabeza, no fuera ser que nos dejara
lelos.
Fue una persona amable, cariñosa y
tolerante, que en sus últimos años de vida sufrió demencia senil. Yo me di
cuenta cuando mi madre nos pidió que controlásemos que no se quemara en la
estufa de serrín, a la que se arrimaba peligrosamente durante el último
invierno que pasé con mi familia en Segovia.
Murió durante mi primer año en el
Seminario, en 1966. Mis padres me mandaron una carta con una cinta diagonal
negra en una esquina del sobre. Me entregaron la carta estando en el comedor.
Al leer la noticia de su muerte durante la comida, no pude contener las
lágrimas.
No he vuelto, desde entonces, a llorar la
muerte de nadie. Cuantos más muertos y entierros presencio, más impertérrito me
quedo.
Cuando llegue el mío puede que pase hasta
de ir. (Me refiero a asistir como fantasma, aunque, en consideración a
familiares y amigos, lo más probable es que me acerque a expresarles mis
condolencias, perdón, quise decir a agradecerles su cariño y despedirme de
ellos como se merecen).
Nacimiento de Emiliano (13 de
febrero de 1961)
La señora Justa era una vecina del barrio,
del final de la calle, muy amiga de mi madre. Estaba también embarazada. A
veces, cuando nos visitaba, traía a su hijo Chin, de mi edad, a jugar conmigo.
Una mañana entró nuestra abuela en el
dormitorio y nos presentó un bebé recién nacido, diciéndonos que era nuestra
nueva hermanita. Recuerdo que apenas nos impresionó la ampliación familiar.
Tras observar lo tranquilos que nos
quedábamos, mi abuela nos dijo que era una broma. La criatura pertenecía a la
señora Justa. Le pusieron de nombre Gema, como a nuestra hermana pequeña.
Estando yo en cama con gripe, me
ofrecieron tomar leche del pecho de la señora Justa. Alegaban mi madre y ella
que me curaría, pero a mí me daba aprensión. Al final creo que tomé un par de
sorbos cuando me la sirvieron en un vaso. Apenas una semana después, estando ya
restablecido, reapareció mi abuela Vitoria en nuestro dormitorio con un bebé
enorme, visiblemente emocionada. Pensé: “Ahora sí es verdad”.
-¡Niños, mirad! ¡Este es vuestro hermanito!
¡Acaba de nacer! –nos dijo alborozada, mostrándonos un “hermoso cachorro
humano”, nuestro hermano menor.
Mi madre, nos lo contó ella misma en
varias ocasiones, sufrió en el parto un gran desgarro vaginal. Nada extraño
teniendo en cuenta que la comadrona al pesar a la “criaturita” se asombró.
-Dejémoslo
en siete kilos –sentenció sacándolo rápidamente de la báscula cuando la aguja sobrepasaba
claramente esa cantidad.
En ningún otro parto mi madre estuvo tan
postrada ni sufrió complicaciones tan graves como en este.
Hasta varios días después no cesaron los
derrames vaginales por lo que llegó a temer por su vida. Para contrarrestar la
pérdida de sangre las vecinas le traían vino con yema de huevo cruda, a modo de
alimento reconstituyente.
Mi padre, al oírselo contar, nos comentó a
Mónica y a mí:
-Sí, y desde entonces tiene aborrecido el
vino. Siempre dice que le da asco.
-Este mostrenco casi acaba conmigo –añadió
mi madre señalando a Emiliano, ya treintañero, que la miró con cara de póker
sin hacer comentarios. (“¡Y a mí qué me cuentas!”)
Bautizo de Emiliano
A los siete u ocho días de nacer, llevamos
a bautizar a nuestro hermano. Recibiría como nombre el mismo que nuestro tío
favorito: Emiliano. Mi padre iba tirando caramelos para todos los chiquillos del
séquito camino de la parroquia, mientras yo me preguntaba flipando:
-“¿Por qué no nos da unos cuantos
caramelos primero a nosotros, sus hijos?”
Estaba nervioso y seguramente preocupado
con que todo saliera bien. Además, necesitaba que el cielo le ayudara a sacar
adelante un hijo más, el quinto, con su paga exigua y las raquíticas oportunidades de mejorar la
economía familiar en aquellos duros tiempos de carestía general.
En aquella época los curas predicaban que
se debían tener todos los hijos que Dios quisiera enviarnos. El
nacional-catolicismo franquista buscaba aumentar la mano de obra barata, tras
asesinar a miles de obreros republicanos durante los primeros años de la
posguerra para asentar su despótica autoridad.
En su borrachera sangrienta, falangistas y
Guardias Civiles, fusilaron a más de 250.000 prisioneros, (según prudentes cálculos
estimativos), mediante “juicios sumarísimos” o arbitrarios “paseíllos”.
La Iglesia católica, por su parte, ejecutó
a la perfección su papel manipulador de conciencias al servicio del Régimen fascista,
cerrando los ojos ante la gran barbarie genocida y promoviendo, en algunos
casos concretos, vengativas acusaciones criminales de carácter revanchista.
Tío Emiliano les dijo en privado a mis
padres que pusieran los medios para no tener más hijos. No hubiera sido
cristiano pedirle a mi madre más esfuerzos, con 35 años cumplidos y destrozada
por el parto.
Nos resignamos, mis hermanos y yo, a
quedarnos sin caramelos, sin protestar siquiera. Padres e hijos para lo bueno y
lo malo.
En la iglesia
Llegó nuestra comitiva a la iglesia y el
sacristán nos recibió colocándonos alrededor de un gran círculo formado por
otras siete mujeres con bebés en brazos. Iba a ser un bautizo múltiple.
La madrina de mi hermano se incorporó al
primer círculo con Emiliano en brazos. Oí preguntar a la mujer que tenía al
lado, sorprendida por el tamaño de nuestro bebé:
-¿Por qué habéis tardado dos meses en
traer el niño a bautizar?
-Sólo tiene una semana –le respondió la
madrina.
En
cierta ocasión escuché que la primera vacuna que le pusieron a Emiliano siendo
un bebé, le costó un manotazo al médico. Además, por lo oído en diversas
ocasiones, Emiliano dobló la aguja del inyectable.
Accidentes fraternales
Cuando Emiliano contaba unos meses,
Maribel lo cuidaba en el patio manteniéndolo en brazos. Edu y yo nos unimos a
ella, sin duda excitados por tener el bebé a nuestro cuidado, con la confianza
implícita de nuestra madre.
Observé que tenía la cabeza caliente.
Decidimos remojársela para que no sufriera una insolación. Le llevamos hasta la
pila de lavar la ropa y tratamos de colocarle la cabeza bajo el grifo abierto
mientras le sujetábamos entre los tres.
El resultado fue catastrófico. Se nos
escurrió de las manos y cayó de bruces al fondo de la pila. Nos asustamos
pensando lo peor, pero, al rescatarle lloroso y mojado, comprobamos aliviados
que seguía vivo. Milagrosamente salió ileso del percance y de la insolación.
Eduardo recuerda, aún con sentimiento de
culpa, haber tropezado llevando a Emiliano en brazos por la escalera exterior
de la casa. Mi hermano Emiliano cayó de sus brazos rodando escalones abajo. Nuestra
madre tranquilizó a Eduardo porque Emiliano seguía indemne tras realizar el
descenso a tumba abierta brillantemente, sin preparación ni entrenamiento
previo.
Como veis era un bebé resistente, capaz de
encajar los solícitos cuidados de sus inconscientes y atolondrados hermanos. ¿Aprenderíamos
a ser más prudentes en adelante? Supongo que sí, aunque muchos de mis recuerdos
no lo confirmen completamente, como enseguida se verá.
Atropellado por un carro
Un día regresando de la escuela solo, sin
la compañía de Eduardo, un chico me miró mal y salí huyendo sin pensármelo dos
veces. Yo corría con la cabeza vuelta hacia atrás, preocupado únicamente de que
no me alcanzara el jodido matón. Tropecé en los adoquines de granito y caí de
bruces, justo delante de un carro tirado por una mula que descendía al trote en
sentido contrario a mi carrera. El animal y el carro, inadvertidos por mí, me
pasaron por encima sin causarme daño, pero el hombre que conducía el carro se
asustó.
Frenó unos metros más adelante, me recogió
en brazos y me llevó a la farmacia que había enfrente. Me sentó en el mostrador
y explicó a la farmacéutica lo ocurrido. Me preguntaron si tenía algún daño o
me encontraba mal. Les dije que no. Pese a todo me ofreció la farmacéutica un
vaso de agua, que acepté. Y además, consiguió un taxi que me llevó al hospital.
Allí acudiría nuestra madre a recogerme. Le confirmaron, entonces, que me encontraba
ileso.
Cerca de ese lugar, un par de calles más
arriba, una mujer joven había caído desde la ventana de un tercer piso hacía
pocos días y se había matado. Se comentaba que debió perder el equilibrio
tendiendo la ropa. El caso fue noticia general en el barrio. Imagino que el
exceso de preocupación por mí, curiosidad aparte, era una especie de temor a
una posible mala racha de accidentes inesperados en el barrio.
Al arrancar el taxi en la puerta de la
farmacia, el gentío nos rodeaba. Todos atisbaban con curiosidad, desde detrás
de los cristales del auto, mi tranquilo asombro, tratando de reconocerme o
descubrir algún detalle que poder relatar después. Unos minutos antes, cuando
el otro chico me perseguía, la calle se hallaba completamente desierta. Por
cierto, el matoncete se escabulló y no volvió a molestarme.
Supe por nuestra madre, siendo yo adulto,
que mi padre recibió la noticia estando de servicio en la prisión de Segovia. Desde
entonces, sufrió un ligero trastorno nervioso que le perturbó el sueño hasta su
muerte. Ya jubilado, tomaba somníferos en dosis creciente. Cuando me consultó
sobre ello le aconsejé que los dejara. Yo también tengo problemas de sueño pero
les concedo poca importancia: “Vive y muere lo mejor que puedas, de lo demás no
te preocupes demasiado”.
Tobillo dislocado
Mi padre había comprado arena para hacer
algún tipo de arreglo en la vivienda. La arena formaba un montón en la calle
junto a la escalera que ascendía a la terraza de la entrada de la casa, un
soportal cuyo techo lo constituían varias parras enramadas que trepaban por el
muro de la fachada.
Desde la barandilla de la terraza salté
varias veces a la arena, hasta que en una caída descontrolada me torcí el pie y
me disloqué un tobillo.
Mis padres me llevaron a un curandero del
barrio que trató de encajar el hueso con suaves rotaciones del pie. El primer
día consiguió encajar el tobillo en su lugar con las manipulaciones que me
practicó, pero volvimos al día siguiente porque yo me quejaba de que no podía
andar.
El segundo día ya no sentí dolor al rotarme
el pie, pero seguí insistiendo en mi incapacidad locomotriz. Mis padres me
llevaron y trajeron ambos días en un cochecito de niño rodeado de mis hermanos.
Misteriosamente perdí la confianza en mi capacidad de dar un simple paso, hasta
el punto de negarme tan siquiera a intentarlo.
Como el curandero les había dicho a mis
padres que él no podía hacer nada más, al tercer día me llevaron al Hospital
Militar por si tenía alguna lesión. Allí, el traumatólogo me ayudó a plantarme
de pie frente a él, tras informarse detalladamente de la situación.
-Mírame a los ojos y déjate llevar –me
dijo pausadamente.
Así lo hice mientras me cogía de las manos
y me hacía caminar suave y lentamente como si bailáramos. Apenas diez pasos con
el médico me devolvieron a la comunidad de los viandantes.
Una vez recuperada la fe en mí mismo,
regresamos a casa. El traumatólogo me advirtió que fuera poco a poco en mis
desplazamientos, evitando carreras y saltos, ya que los ligamentos podían estar
lesionados.
En la calle, mi hermano y otros chicos
jugaban a la peonza junto al montón de arena en que me disloqué el tobillo. Me
quedé de pie mirándolos jugar mientras mis padres entraban en la vivienda una
vez solucionado el misterioso caso del hijo estático.
Debo decir que la extraña evolución del
pequeño accidente hacía reír a mi madre cada vez que lo mencionábamos. Ella
decía que todo era “cuentitis” mía, pero la crisis de inseguridad no fue
producto de mi imaginación sino del intenso dolor que me impidió apoyar el pie,
al menos durante un día. Después de arreglada la dislocación queda la
recuperación de tejidos dañados por la distensión del accidente.
Peroné desprendido (28 - 1 - 2003)
Doy un salto en el tiempo con la siguiente
historia, pero luego regresaré a mis siete años.
Siendo profesor en “Parque Ansaldo” de
Sant Joan, con casi 50 años a mis espaldas, estaba jugando con un balón en la
pared del patio de recreo, cuando realicé un mal apoyo y se me desprendió el
maléolo del peroné del pie derecho.
Emilio, el secretario del colegio, me
llevó en su coche a la clínica Vistahermosa, donde me escayolaron para un mes.
Ya escayolado, Emilio me acercó amablemente hasta mi piso.
Mónica me ayudó a subir las escaleras con
verdadera solicitud. Posteriormente llevó la baja reglamentaria al colegio y me
atendió encomiablemente. (“Mi mujer es una verdadera joya”).
Emilio murió pocos años después, arrastrando
a Asunción, la directora, a una fuerte depresión, pues formaban un equipo muy
compenetrado. Esto me lo contó Transi, quien dio clases en el mismo colegio de
Campello que ellos dos dirigían.
(En la Delegación de Enseñanza de Alicante
les concedieron seguir manteniendo el tándem directora y secretario que ya
desempeñaron en la clausurada escuela de Parque Ansaldo).
A los 15 días fui a la revisión. El traumatólogo
no paraba de hablar y no me permitió quejarme de que la escayola me apretaba
demasiado. Me vendó aún más fuerte y me mandó a casa, recomendándome seguir con
el pie en alto. Cuando, pasada otra quincena, me quitó la escayola, mi pie se
había hinchado bestialmente. La enfermera se echó las manos a la cabeza y el
traumatólogo se espantó ligeramente. En seguida se deshizo en excusas,
soslayando responsabilidades, y alegando que me había informado adecuadamente
en todo momento. (“¿De qué?”)
Me recetó unas inyecciones diarias de
heparina en la barriga, que debían evitar que los coágulos de sangre del pie,
al entrar en la circulación sanguínea, me ocasionaran problemas. Me explicó que
a un chico joven los trombos le produjeron un ataque al corazón. Al muchacho me
lo encontré en rehabilitación durante sus últimas sesiones y no le daba
demasiada importancia al ataque sufrido.
En vez de inyectarme el fármaco anticoagulante,
preferí confiar en mi acupuntora Manuela.
Y por otra parte, acudí a la señora Elena,
experimentada curandera. Ésta me dijo que, además de la falta de circulación y
consiguiente embotamiento de la sangre y otros líquidos orgánicos, me quedaban
dos fisuras musculares en el pie causadas por el accidente.
Me masajeó durante unas semanas concienzudamente
el pie para drenar el estancamiento de los líquidos y cerrar las fisuras. Me
recriminó haber confiado más en el traumatólogo que en mí mismo.
-Si me hubieras visitado cuando tenías la
escayola yo misma te la habría quitado.
Pasé cinco meses yendo a rehabilitación el
jueves de cada semana, al principio a las 12 de la mañana y después a las 17:30.
Tardé años en recuperar la flexión completa del pie.
Anduve con muletas, primero con dos y
luego con una. Me dieron el alta cuando aún me costaba un poco subir las
escaleras sin muletas y me reintegré a mi puesto de trabajo en Parque Ansaldo
al iniciarse el curso 2003 – 2004.
A mi mujer, Mónica, le debo su cariño y
atención durante esos cinco largos meses, llevándome y trayéndome a la clínica
de rehabilitación en Vistahermosa un día a la semana, además de cuidarme en casa.
Mónica sobrellevaba mi hora de ejercicios leyendo sus libros en la pequeña sala
de espera.
A Manuela le debo que me librara de la
heparina, que me recetó el traumatólogo, mediante un tratamiento de acupuntura
para fluidificar la sangre. Y a la señora Elena sus amables cuidados y masajes,
que me permitieron recuperar el pie de su espantosa morbidez. Con el paso del
tiempo, (y los cuidados recibidos, ya expresados), el aspecto monstruoso de mi
pie derecho derivó hacia la deseada normalidad.
La señora Elena
La señora Elena no cobraba nada a nadie
por sus atenciones como curandera. A todos nos trataba como a familiares suyos.
A ella y a su hija Mari Carmen las visitamos Mónica y yo muchas veces, tras
comer en casa de mis tías (cada 15 días), pues la señora Elena y su hija eran
vecinas y amigas suyas.
En dichas visitas, la señora Elena nos
contó cosas sorprendentes de su relación con los espíritus. Era vidente y
practicaba la escritura automática. Daba fe de todo ello el montón de libretas
con mensajes y escrituras diferentes que nos mostró un día. Curiosamente, no
sabía escribir.
Rechazó acudir a un programa de televisión
donde le ofrecían contar sus experiencias de vidente. Prefería desenvolverse en
el ámbito familiar y de sus amistades, realizando las curaciones que le
pedíamos.
A Mónica le dijo, entre otras cosas, que
en una vida pasada había sido Geneviève de Brabante. Y en su última
reencarnación, la anterior a su vida actual, un granjero solitario que permitía
a sus ovejas dormir en la casa y vivía en un bosque, algo alejado del pueblo. En
ese momento me animé a preguntar qué había sido yo en mi vida anterior. Me miró
unos segundos a los ojos y, con su aplomo de vasca sin complejos, me contestó
categórica:
-Tú eras un putero de mucho cuidado.
En una consulta a los Registros Akásicos,
Mónica me vio regentando un garito de tahúres, que imagino compaginaba con la
prostitución de mis “chicas”.
Los Registros Akásicos también me han
situado en otras vidas. Granjero productor de quesos en una, y fraile
franciscano en otra, con Mónica. Anteriormente Francisco, Mónica y yo fuimos alumnos
de astrología y astronomía del maestro Giácomo, discípulo de Galileo Galilei. Nos
inició en las llamas sagradas azul, verde y violeta. Fuimos condenados, a causa
de todo ello, a morir quemados en la hoguera como herejes. Muchos otros
estudiosos de la ciencia (prohibida) sufrieron persecución y torturas, pero no
todos perecieron como nosotros en la hoguera. Nuestro maestro Giácomo, al ser también
quemado posteriormente, nos pidió perdón a todos sus discípulos, sintiéndose
responsable del terrible destino al que nos condujeron sus nobles enseñanzas,
tan peligrosas en aquella época de la Iglesia inquisitorial.
La señora Elena murió el 29 de enero de
2015, tras sufrir alzhéimer sus dos últimos años, como Rosario. Su hija, Mari
Carmen, sufrió una fuerte depresión al quedarse sola. Un año después nos comentó,
al sacar a pasear a sus perritos, que estaba mejorando bastante desde que había
mandado los fármacos antidepresivos a hacer puñetas.
Actualmente tía Goya reside en el convento
de las franciscanas de Madrid. La casa de mis tías la vendimos a primeros de
mayo del 2016, aproximadamente un año después de la muerte de nuestra madre. Goya
nos visita dos o tres semanas todos los veranos y nos invita a comer juntos en
un restaurante. La cuida durante sus vacaciones nuestra abnegada hermana
Maribel. Antes de disgregarnos, tras la comida, acostumbra cantarnos alguna
canción de misa con perfecta entonación, a la que Gema, Maribel y yo hacemos los coros. Nicolás, el novio de Gema, nos ha
grabado varias veces en video mientras cantamos con ella su canción favorita: “Te bendecimos, Señor…”
Bofetadas de un cura facha (continuación del relato principal)
A los alumnos de la escuela de Valdevilla
nos llevaron varias veces a la iglesia: el miércoles de ceniza; para la
confirmación con el obispo; y a oír misa en alguna que otra ocasión. La última
vez, que recuerdo, abarrotamos la iglesia. A mí me tocó asistir a la misa de
pie, en el pasillo de la izquierda según se entra.
No sé qué cuchicheábamos otros dos chicos
y yo durante la misa, pero recuerdo claramente que el cura nos lanzó una mirada
severa desde el altar. Al poco tiempo reanudamos la cháchara discretamente,
aunque no lo suficiente. El hijo puta del cura nos volvió a echar el ojo con
malas vibraciones y entonces nos callamos, esta vez definitivamente
amedrentados.
Al terminar la ceremonia nos llamó para
que compareciéramos ante él. Yo me temía una regañina. Me equivoqué. El castigo
fue cáustico y contundente, sin mediar palabra. Conforme entrábamos a la sacristía
nos arreó un soberbio bofetón a cada uno, con la misma mala jeta que nos mostró
durante la misa. A continuación nos despachó con otro brutal bofetón de
despedida.
Los tres volvimos a nuestras casas bien
jodidos, a causa de la inesperada vejación sufrida. Yo no se lo conté a nadie,
¿para qué? Mi desconfianza en los curas me volvió más distante y precavido con
el clero.
Muchos años después, en una céntrica calle
de Segovia, mi madre y yo nos encontramos con un cura viejo. Por la
conversación deduje que era el cabronazo que nos abofeteó, pues había sido el
párroco de aquella iglesia por aquellos años y muchos más.
Sentí el impulso de devolverle las dos
hostias que me dio siendo un niño, pero me refrené por lo desaforado que
resultaría abofetear a un abuelo miserable en la calle más concurrida de
Segovia. Mi siguiente deseo fue afrentarle y avergonzarle, recriminándole su ya
lejana cobardía. ¡A ver cómo encajaba la situación con las tornas cambiadas!
Mi madre, mientras tanto, seguía hablando
cordialmente con él. Mi alterado estado de ánimo me impedía incluso seguir la
conversación. Acabé desistiendo de llevar también a cabo este vengativo
propósito. Lo dejé correr por evitar un sufrimiento innecesario a mi madre y
porque, ya tan avejentado, no parecía el mismo desgraciado fascista que nos
abofeteó sin contemplaciones a tres niños de siete u ocho años que con una
simple regañina habríamos tenido suficiente.
Cuando se despidieron, ya me había
resignado a dejar sin realización mi anhelada venganza. Una infamia de mi parte
no lograría sanar mi alma lastimada por el resentimiento. Por otra parte, dada
la madurez mental de mis cuarenta años, asumí que mis planes vengativos estaban
fuera de lugar.
-“Que se lo cobren en el infierno” –debí
pensar mientras me iba serenando camino de la casa de mis tíos Genaro y
Catalina.
Soy un tipo de trato fácil y amable pero
no voy a ocultar que los fascistas me revuelven las tripas. Sabréis fácilmente
cuándo señalo a alguno por los epítetos cariñosos que le dedico.
COLONIA PASCUAL MARÍN
Cuando yo tenía ocho años mi familia se
trasladó desde el barrio de Valdevilla a una vivienda unifamiliar más nueva, en
la calle Madrid, nº 8, de la Colonia Pascual Marín.
Tenía un patio grande con un pequeño
huerto, donde mi padre cultivaba fresas, hierba buena y crisantemos, además de
los tres pequeños frutales que plantó, (a uno de ellos le hizo un injerto).
Dos cuartos trasteros y una cuadra
contigua se alineaban al otro lado del patio frente a la vivienda. La cocina
funcionaba con leña. En el salón comedor, además de la mesa y las sillas, una
estufa de serrín, una nevera y un aparato de radio completaban el mobiliario.
Con el paso del tiempo, en la zona
ajardinada las plantas de las fresas poblaron la mayor parte del huerto. Mis
hermanos y yo picoteábamos los deliciosos frutos, como avispados cuervos,
conforme iban madurando, e incluso un poco antes, habida cuenta de la inevitable
competencia.
Las primeras televisiones eran muy caras.
Los toros y el programa “Reina por un día” los veíamos en casa de la vecina. Mi
madre solía escuchar cada tarde los interminables seriales radiofónicos de Guillermo
Sautier Casaseca, entre ellos el famoso “Ama Rosa”, mientras hacía labores de
ganchillo.
Un elemento curioso, hoy día
completamente desaparecido, era el vendedor de piñones. Los vendía en un
cucurucho que incluía un pequeño corazón metálico plano para abrir los piñones.
Otra delicia de aquella época eran las
pastillas de leche de burra que adquiríamos en un kiosco. Fue nuestro dulce
favorito hasta que lo desbancó el Chupa Chups.
VILLAHARTA
Ese curso lo pasé en Villaharta (Córdoba) y
no participé en el traslado desde la casa de Valdevilla a la de la Colonia
Pascual Marín.
Tío Emiliano apareció por nuestra casa de Valdevilla
durante el verano del 1961. Me invitó a que le acompañara a Villaharta para
visitar a Constantino y Rosario. Accedí encantado, sin sospechar la celada.
Cuando me quise dar cuenta, mi tío
Emiliano se despidió y me dejó “colocado” en la casa parroquial de Villaharta
con sus hermanos Constantino y Rosario. Me resigné a vivir con ellos un tanto
decepcionado. Yo creía que el viaje con mi tío Emiliano era de ida y vuelta y
resultó ser el viaje a ninguna parte, o en todo caso a una cruda lección de
soledad y rutinas.
Me cuesta un poco rememorar los detalles
de aquella experiencia, porque viví aquel curso como un marciano abandonado
entre los masáis.
Por el contrario, Maribel, que cursó en
Villaharta primero de primaria antes de llegar yo, disfrutó cordialmente de la
compañía de nuestra tía Rosario, pues ambas se querían como madre e hija. Rosario
la llevaba cada domingo al cine, a petición de Maribel, que se dormía a media
película. Tía Rosario debía regresar a casa llevándola en brazos, inevitablemente,
semana tras semana.
A Maribel allí no le faltaron amigas. Contaba
nuestra tía, divertida con la ocurrencia, que Maribel le explicó muy seria al
regresar de la escuela el primer día de clase:
-Tía, las chicas de este puelbo no saben
albar –refiriéndose al gracejo andaluz de las otras niñas.
Mis tíos estaban ausentes casi siempre y
cuando estábamos juntos apenas se interesaban por mí. Tan sólo los domingos asumía
yo al papel de acompañante y monaguillo de mi tío Constantino en su visita a El
Vacar, pedanía donde acudía a oficiar la Santa Misa en su Seat 600.
Todas las tardes, al volver de la escuela,
mi tía me daba un puñado de almendras de un saco que guardaba en el sobrado. Con
una piedra me ocupaba de partir las almendras en el patio de la casa. Era mi
único entretenimiento y además mi merienda. Cuando terminaba con las almendras
recogía cuidadosamente todas las cáscaras para tirarlas al cubo de la basura.
Desde pequeño he sido ordenado y un convencido
reciclador. Un campo verde con basuras, plásticos…, me produce una impresión
tan deplorable que a menudo me pongo a recoger los desperdicios para llevarlos
a un contenedor o papelera. A todo el mundo le parece estupendo, pero nadie se
anima a ayudar.
Paco Morán
En Villaharta encontré un entretenimiento
parecido a los tebeos: ver una serie de televisión de intrigas y mazmorras en
el local social de la parroquia. El protagonista era Paco Morán, un actor
cordobés muy conocido en su época.
En cierta ocasión, estudiando Preu en
Córdoba, algunos colegas me propusieron ir a su casa a visitarle. Pero al
final, pese a mi interés por conocerle personalmente, no realizamos la visita.
Las chumberas y la noche de San Juan
Un día descubrí unas chumberas junto a un
muro de las afueras de Villaharta. Con un trozo de ladrillo o la punta de un
palo separaba la piel y degustaba con fruición cada higo chumbo. Luego me
pasaba una hora o más quitándome las espinas de los morros y las manos. No
conté nunca con un amigo que compartiera conmigo higos chumbos, espinas y alguna
confidencia.
La noche de San Juan muchas calles tenían
hogueras donde ardían maderas y muebles viejos. Yo corrí excitado de una
hoguera a otra, disfrutando del inusual ambiente de llamas y sombras, como
hacían otros niños del pueblo.
La gente había salido a las aceras de sus
calles con sillas y mesas para charlar, comer y beber sentados frente a los
fuegos. Mientras, los grillos enjaulados aportaban su melodía machacona desde
la fachada de las casas donde se hallaban colgadas sus jaulas en ese momento.
Lo recuerdo todo porque, aunque esa noche
no escapé de la soledad, me sentí más animado y dueño de mí mismo. Al terminar
de arder los fuegos, regresé a la casa parroquial tan solo como siempre. (Soledad
para mí es sinónimo de no importarle una mierda a nadie).
La escuela
La escuela tenía pupitres individuales con
tintero. El maestro era un hombre aburrido, sin vocación, que nos decía lo que
teníamos que estudiar en la enciclopedia Álvarez, aunque casi nunca se
molestaba en explicarnos nada. Yo me entretenía a menudo con la plumilla, la
tinta y el papel secante durante las silenciosas y tediosas sesiones de mañana
y tarde.
Un día dijo que nos iba a examinar. En el
recreo todos los chiquillos intentábamos preparar la lección.
No acertamos ni una sola respuesta, así
que nos tocó probar los regletazos de rigor, tan absurdos como, al parecer,
reglamentarios, a juzgar por la evidente falta de pasión del verdugo. Terminado
un tema nos preguntaba el siguiente, repartiendo una nueva tanda de regletazos
a todo el grupo de zoquetes.
Cuando me aclaré con lo que nos iba a
preguntar le contesté que un centímetro era 0’01 metros. Regletazo.
Si hubiera dicho la centésima parte del
metro me hubiera ido mejor, pero con las dos manos ya calentitas no me
importaba demasiado. De todas maneras la respuesta con aproximación me valió
para pasar a un pupitre más próximo a su mesa y al encerado casi mudo. Resumiendo,
la escuela del aburrimiento sólo tenía el aliciente de los estimulantes exámenes
aderezados con la “regla de la sabiduría”.
Salidas con mi tío y primera comunión
Tío Constantino tuvo algunos detalles
conmigo, pues, al contrario que tía Rosario, me mostró siempre simpatía y
afecto. En una ocasión me llevó a una fiesta campestre en un prado. Cada
familia tendía su mantel sobre la hierba y merendaba. El prado tenía una fuente
natural de agua medicinal. Se trataba de una de las famosas fuentes
ferruginosas de Villaharta, denominadas “Fuentes de Aguaria” (agua agria).
De
nuevo pude corretear y moverme animada y libremente. Disfruté del campo y del
descubrimiento de la fontana que manaba en una pequeña cueva, bien rematada con
unos escalones y un pequeño depósito de cemento, donde se hacía cola para coger
agua o beber.
En otra ocasión me llevó al reparto de
juguetes de los Reyes Magos en una pedanía del pueblo. Fue un curioso
espectáculo, ya que los Reyes trajeron regalos para todos los niños allí
presentes, excepto para mí.
Ya conté que solía acompañarle a El Vacar
a decir misa y luego a visitar el comedor social, cuya construcción él mismo
había promovido con donaciones de las Cajas de Ahorros.
Que por mayo era por mayo cuando me tocó
confesar con mi tío y tomar la primera comunión. Ceremonia religiosa como los
demás niños. De ropa nueva, fiesta y regalos… nada de nada.
Ese mismo mes cumplí nueve años. El día de
mi cumpleaños pasó desapercibido incluso para mí. Toda mi infancia cargué con
el estigma natural de la escasez, por no decir pobreza. Pero al menos mis
padres intentaron paliarlo con detalles esporádicos y todo su cariño.
Supuse que debí resultar una carga
indeseada para mi tía. Pero he acabado comprendiendo que su desafecto lo
causaba la frustración de sufrir el cambiazo de su adorada sobrina Maribel por
mi inocente persona.
Tal vez también jugara en mi contra la
condición de varón, ya que tres hermanos de Rosario consiguieron hacer la
carrera del sacerdocio, (lo que obligó a sus padres a vender todas las tierras
que poseían), mientras que ella tuvo que abandonar sus sueños de regentar su
propia casa de huéspedes y crear una familia, para convertirse, al igual que su
madre, en la sirvienta de sus hermanos.
La decisión de sus hermanos de llevar a
Maribel de nuevo a Barahona, como deseaban abuela Antonina y tío Emiliano, no
le hizo gracia a Rosario, aunque transigió por amor y consideración a su querida
madre. Supongo que Constantino la quiso animar llevándome a mí a vivir con
ellos para compensar.
Mi carácter, menos afectuoso y más mental que
el de Maribel, no logró suscitar en Rosario el cariño y la complicidad que mi
hermana mayor supo despertar en nuestra sentimental tía, siendo ambas del signo
de escorpio.
Mi cara de desilusión al marcharse tío
Emiliano, dejándome instalado en casa de Rosario y Constantino, tampoco fue la
mejor tarjeta de presentación para iniciar una convivencia feliz.
La botella de anís y la oscuridad
Cuando volvía por la tarde a casa, al
terminar la serie televisiva, mis tíos estaban a menudo fuera.
Yo tenía llave y siempre hacía dos cosas
tras entrar en la vivienda: beber un traguito de la botella de anís del armario
del salón y deambular a oscuras por toda la casa hasta llegar al patio. No se
me ocurría otra cosa para entretenerme.
Luego me sentaba a esperar el regreso de
mi tía a oscuras junto a la mesa del pasillo. Quería sentirme seguro de mí, un
hombrecito duro, sin temor a la oscuridad y a la soledad.
Rosario dirigía por aquel entonces un
taller de costura y confección rudimentario para mujeres de condición modesta.
Mi tío llegaba aún más tarde. Imagino que
estaría en su parroquia, Nuestra Señora de la Piedad, o con amigos, pues era
muy alegre y sociable. Para cuando regresaba a casa, yo había cenado ya y me
había acostado.
Excursión con cobardía
Un día me encontré, inesperadamente, en un
pequeño grupo de niños de mi edad, yendo de excursión. Al pasar por un habar
nos servimos unas sabrosas habas. Creo que fue la primera vez que las probé y
me encantaron.
(Mi verdulero en Mutxamel, Acisclo, dice
que las habas las cultivaban en Andalucía para alimentar al ganado. Yo creo que
se confunde. A los animales les darían y darán seguramente las vainas).
Como nos alejábamos cada vez más del
pueblo, temí que regresáramos tarde y mi tía se preocupara al no encontrarme
esperándola, como hacía habitualmente. Me despedí del grupo y perdí la mayor ocasión que me brindaron los siglos
de reconfortar mi pobre alma de desterrado… y de hacer amigos para salir.
Sopas de ajo
Mi relación con mi tío era escasa, pero
con mi tía era prácticamente nula. Una noche me hizo unas sopas de ajo con
tomate medio crudo por encima. Le dije que no las quería, que no me gustaban. Las
retiró sin mediar palabra y me hizo un huevo frito con patatas fritas. Imagino
que los tomates se le estaban pasando y decidió colocármelos en la sopa.
Nuestros padres hacían las sopas de ajo
sabrosas, con huevo revuelto en vez de tomate. Nos daban explicaciones y
consejos, vamos que se preocupaban y dialogaban con nosotros.
Seguramente mi rechazo del plato de sopa
no fue tomado como un tonto capricho, sino como una crítica que no le hizo la
menor gracia a mi tía. (“El señorito este…”)
Creo que jamás me lo perdonó del todo.
Hemos vivido mucho tiempo juntos, pero no revueltos. A raíz de un sueño
reciente, he tenido que reconocer que, pese a la relativa frialdad en nuestra
relación, existía una gran confianza entre nosotros y algún afecto mutuo.
Con el paso del tiempo logré mejorar un
poco la escasa consideración en que me tenía siendo niño, pese a nuestras
notables diferencias. Después de todo, Rosario era una persona muy agradecida y
familiar.
Foto de primera comunión
Cuando regresé a Segovia, mis padres ya se habían mudado
a la nueva casa de la Colonia Pascual Marín. Nuestra casa de Valdevilla quedó
olvidada completamente, junto con nuestra vida pasada allí.
Nuestro padre nos llevó a Eduardo y a mí a
un estudio fotográfico próximo a la plaza del Azoguejo. Allí nos disfrazaron de
almirante y marinero. La foto representaba nuestro paso de niños pequeños a
niños maduros y responsables, con raciocinio y sentido común.
Eduardo no estaba muy feliz con su modesto
disfraz de marinero y se sintió relegado por nuestro padre, que no ponderó
suficientemente sus sentimientos.
Hoy en día, ambos disculpamos su falta de
tacto, considerando que, seguramente, aceptó el criterio del fotógrafo para
obtener una vistosa composición fotográfica.
Desde mi regreso de Villaharta hasta mi ingreso en el Seminario de
Hornachuelos, viví 3 años con mis padres en la calle Madrid, nº 8, del
mencionado barrio Pascual Marín.
Un año fui alumno de la escuela pública
“Calvo Sotelo” y otros dos años alumno externo del colegio religioso “Antonio
María Claret” de los misioneros claretianos, o “Colegio de los Padres Misioneros”.
COLEGIO CALVO SOTELO (Peñascal)
Antes de aprobar mi examen de ingreso en los
Padres Misioneros, -dictado y comentario sobre el comienzo de “Platero y yo”-,
realicé el último curso de primaria en el C.P. Calvo Sotelo.
El colegio estaba situado en el descampado
que había entre nuestro barrio y el campo de fútbol “Club Atlético Segoviana”
en el barrio del Peñascal.
Hoy día, el I.E.S. “Maria Moliner” ocupa
gran parte del descampado, justo enfrente del actual C.E.I.P. “El Peñascal”,
nuestro antiguo colegio. Junto al nuevo polideportivo, (antiguo campo de
fútbol), han construido la iglesia de San Frutos. El prado al final de nuestra
calle, donde jugábamos a menudo, me comenta Gema que alberga ahora una
abigarrada urbanización.
Carlos era vecino y amigo íntimo de
Eduardo y mío. Siempre andábamos juntos, en el recreo y fuera del colegio.
Ellos iban a un curso inferior al mío.
El edificio del Centro escolar constaba de
dos alas simétricas con sendos patios delanteros rodeados por un pequeño muro y
la correspondiente verja. Las niñas tenían su entrada a la izquierda y los
niños la teníamos a la derecha.
Las dos alas con los patios respectivos
estaban separadas entre sí. Dentro del recinto escolar niños y niñas estábamos
tan incomunicados como si perteneciéramos a planetas diferentes.
La única relación entre chicos y chicas la
presenciamos un sábado que había niñas castigadas en su patio. Una de ellas
retó a un chico, algo mayor que nosotros, a pelear. Se vacilaron mutuamente un
rato a modo de precalentamiento, hasta que el chico aceptó el desafío.
Tras comprobar la falta de vigilancia en
el patio, el chico saltó la verja. Simularon pelearse de verdad rodando por el
suelo ante las miradas curiosas de nuestra pandilla y las demás compañeras
castigadas. A nadie se le ocurrió la idea de separarlos. Imagino que, si
alguien lo hubiera intentado, habría “cobrado” por parte de los dos enzarzados
contendientes.
Los niños formábamos en columnas bien
alineadas y cantábamos el “Cara al sol” en el patio, antes de entrar a las
clases.
En la media hora del recreo nos daban un
botellín de leche a cada uno. Si sobraban botellines se nos permitía repetir a
los más hambrones.
De los tres amigos, Eduardo era el único
que se relacionaba con sus compañeros, jugando a menudo en el recreo a montar
cromos concienzudamente. Se le daba bien y ganaba casi siempre.
A mí me gustaba trepar a la verja y
prefería unas lonchas de queso o longaniza en el pan a la onza de chocolate que
nos daba mi madre habitualmente para acompañar el trozo de hogaza.
De aquel curso allí, recuerdo la
enciclopedia de 2º grado y el hincapié del maestro en que nos aprendiéramos bien
las historias de Viriato y del Cid Campeador. (Mitificaciones franquistas de
época).
Homenaje
a muestra madre
Aclaro
de antemano que relato la siguiente anécdota únicamente porque le divertía
tanto a mi madre que, cada vez que la recordaba, se moría de risa. (“Para
mearse y no echar gota”).
Eduardo y yo llegamos un mediodía a casa metafísicamente tristes y
llorosos, contagiándonos mutuamente una melancolía existencial, sin ningún
motivo evidente.
-Hijos, ¿qué os pasa? ¿Por qué lloráis?
-No lo sabemos –le contestamos gimoteando los
dos a coro.
-Venid conmigo –dijo mi madre
conduciéndonos al patio de la mano.
A continuación, nuestra madre se dio la
vuelta, cerró la puerta y nos dejó encerrados en el patio. Desde el otro lado
de la puerta nos dijo serenamente:
-Ahora no tengo tiempo para esa clase de
llantos. Cuando se os pase la tontería me avisáis.
-¡Mamá, ábrenos, que ya no lloramos!
–respondí tras un minuto de recapacitación, al comprender nuestra más que “triste”
e insostenible posición.
Que mi madre era una persona alegre,
desenvuelta, práctica y de fácil conformidad, no lo descubro a nadie. Aquí,
simplemente voy a resaltar que las cualidades que emanaban de su corazón magnánimo,
su alegría y su buen humor influyeron en mi carácter positivamente.
El niño protestante
Un
día ingresó un alumno nuevo, sin que tal novedad suscitara el menor interés.
Pero aquel niño, tratando de hacer amigos, le confesó a un compañero que él y
su familia eran protestantes.
¡Pobrecillo! El aburrido recreo, de
repente, se convirtió en una nutrida marabunta de acosadores que perseguían al
niño por todo el patio.
-¡Protestante!, ¡protestante!... –le
gritaba aquella horda impía sin parar de apabullarle.
Yo no entendía nada, pero me dio pena
aquella personita que corría aterrada en círculos por la pista de tierra del
patio, perseguido por un considerable grupo tumultuario de escolares, sin poder
escapar a la terrible maldición que había desatado inconscientemente.
-¡Protestante!, ¡protestante!...
Los profesores que nos cuidaban en el
recreo pasaron olímpicamente de contener el humillante asedio. Incluso me
pareció observar que les divertía la desesperación del pobre novato.
Aquel niño no volvió nunca más a nuestro
colegio. Imagino que los buenos de sus padres le recogieron lloroso y asustado…,
y decidieron impedir que siguiera siendo maltratado hasta su pública
conversión.
La historia no acaba ahí. Aún debo añadir
un detalle inesperado. Carlos, Edu y yo, rebosantes de espíritu explorador, con
el buen tiempo solíamos ampliar nuestros límites realizando excursiones aventureras
a cualquier paraje imaginable. Yo, un año mayor que ellos, era el líder
indiscutible y contaba con su lealtad incondicional gracias mi carácter a la
vez peliculero (aventurero) y prudente.
Para ilustrar un poco ese carácter curioso
y atrevido de nuestra escuálida pandilla comentaré que nuestras incursiones
abarcaban los colectores de las cloacas; el huerto de las monjas donde en una
ocasión robamos manzanas con la intención de asarlas, sin éxito, en una
hoguera; el ortigal del prado que había al final de la calle, donde nos
metíamos en pantalón corto para curtirnos; el río Eresma con su alameda; la
cueva y los pinares que rodean al Alcázar de Segovia; el regimiento de las
afueras; La Fuencisla; la aldea de Zamarramala, (a un km. del mentado Santuario
de La Fuencisla); el Centro de la ciudad, etc.
Nuestro barrio se encontraba, al igual que
Valdevilla, en la periferia, en el este de Segovia. También se divisaba desde
la parte alta del barrio la sierra de Guadarrama con la montaña de la Mujer
Muerta. Constituían el barrio una serie de calles paralelas con viviendas bajas
asentadas sobre dos zonas llanas y una pequeña ladera intermedia.
La iglesia, Nuestra Señora del Carmen, de
arquitectura y aire modernos, la construyeron en un pequeño descampado de la
zona alta al poco tiempo de instalarnos nosotros en aquel barrio. Además de la
nueva iglesia, la barriada contaba con pequeñas tiendas de ultramarinos y poco
más.
Un
día explorábamos la llanura norte, casi pelada de vegetación. Tan solo
destacaban algunas rocas bajas y redondeadas entre la hierba seca. En ellas
encontramos un condón usado amarillento y una revista de “La Codorniz”. Y,
siguiendo un poco más arriba, nos tropezamos con una casa perdida en medio de
aquel páramo desolado.
Un niño estaba sentado en la tapia trasera
de la casa con las piernas colgando hacia afuera. Tenía una especie de caña con
un sedal del que pendía en su extremo inferior un bote vacío, (entonces
decíamos lata). Charlaba entretenidamente consigo mismo mientras pescaba
tranquilo y despreocupado en su río imaginario.
Nos aproximamos hasta que logramos
reconocerlo: era el niño protestante. Dejó de parlotear y nos miró, a su vez,
con expresión precavida. Ni él ni nosotros dijimos absolutamente nada. Ni tan
siquiera fuimos capaces de saludarnos.
El regreso a nuestra casa ya no fue tan animado
como de costumbre. Pensé que ser protestante era una lacra horrible, peor que
la de ser leproso en la isla de Molokai.
Perdido en aquella desolación, ya nadie le
perseguía y humillaba, pero su imagen “pescando” completamente solo se me gravó
vivamente.
Me pareció terriblemente injusto y triste
que un inocente niño, como nosotros, tuviera que vivir sin ningún amigo.
He llegado a pensar que, subconscientemente,
me identificaba con él al recordar mi curso anterior, que pasé como un exiliado
en Villaharta.
La bici
Mi padre tenía una bici que sólo usaba
para ir y volver de la prisión, donde trabajaba como Policía Armada. En verano,
Maribel y yo aprendimos a conducirla por nuestra cuenta, ya que estaba a
nuestra entera disposición.
Maribel ya sabía manejarla cuando me di el
primer porrazo. Cuando ella advertía algún camión o coche ascendiendo o descendiendo
por nuestra calle, inexorablemente se detenía con la bici junto a la acera hasta
que el vehículo pasaba completamente de largo.
Yo comencé a manejar la bicicleta
introduciendo una pierna bajo la barra del cuadro, pues de otra forma no
alcanzaba bien a los pedales, (mi padre medía aproximadamente metro ochenta,
como yo ahora).
Pronto me las apañé para conducir con
normalidad. Me aficioné tan exageradamente a la bici que me pasaba horas
montado en ella cada día.
De igual modo seguía a una familia gitana
para saber a dónde iban, que callejeaba el barrio como un patrullero poseso.
Sin embargo, no era el único maniático de
la bici. Un chico de la calle Santa Bárbara, paralela a la nuestra, murió
atropellado por un camión cuando circulaba con su bici por la zona alta del
barrio, concretamente por la calle Doctor Hernando, la calle adyacente al
descampado del prado.
Como, (por más que me esforcé), no
conseguía recordarle, me acerqué al velatorio tratando de reconocerle. Según
mis hermanos, pasaba a menudo por nuestra calle ante nosotros, conduciendo su
bici velozmente como un ciclista consumado.
Había mucha gente en la casa, tanto en el
interior como afuera, en la puerta. Preferí no llamar la atención y desistí de
colarme en el velatorio entre los familiares del chico fallecido y los amigos o
vecinos que los acompañaban. En fin, reculé resignándome a dejar mi curiosidad
insatisfecha.
Otro chico, Perico, andaba con su bici
nueva de carreras a todas horas. Era vecino de la calle Pintor Herrera,
paralela a la nuestra, la que daba al descampado del Peñascal, donde se hallaba
el grupo escolar.
En varias ocasiones hablamos con él
amistosamente. Comentaba Carlos que Perico no dejaba la bici ni para dormir,
pues la guardaba en su dormitorio.
Perico se hizo Guardia Civil de mayor y
acabó suicidándose poco después. Esto nos lo contó Toño, vecino de nuestra
calle, que se vino a vivir a Alicante con su padre, el señor Félix, cuando este
se jubiló siendo capitán del glorioso ejército franquista.
Toño rondaba por aquel entonces los 20 años;
Edu y yo algunos más. Toño se sometió a varias sesiones de hipnosis de Eduardo
y mías, que sucintamente narro en el siguiente libro de memorias.
Por mi calle apenas pasaba algún coche de
uvas a peras. Eso me permitía lanzarme calle abajo con la bici de mi padre a
toda velocidad.
A veces coincidía con el taxista del
barrio cuando maniobraba para guardar el taxi en su garaje, justo a la vuelta
de la esquina. Al verse sorprendido por mi vertiginosa e inesperada aparición,
siempre me decía de todo, menos bonito.
Una vez, a punto de chocar con su taxi, para
evitar el encontronazo me lancé de bruces al terraplén que daba acceso al
prado, como un “doble” en una arriesgada escena del salvaje Oeste americano.
El hombre se asustó y se quedó atónito al
comprobar que me rehacía, como si no hubiera pasado nada, y regresaba del
terraplén empujando la bici con la rueda delantera ligeramente destartalada.
Ni siquiera me preguntó si me encontraba
bien, aunque, eso sí, no dejaba de mirarme con cara de pasmado. Mi agilidad
infantil y juvenil ahora me resulta tan increíble como inaudita.
Recadero
Cuando mi madre necesitaba algún
ingrediente mientras cocinaba, nos llamaba a todos para encargarnos el recado. Mientras
mis hermanos emprendían una estratégica huida, yo me prestaba voluntario con
buena disposición. Luego, mi madre me lo agradecía dejándome probar algún
alimento ya elaborado.
Según Maribelita, ex novia de Eduardo, mi
madre sentía predilección por mí. ¿Por qué sería?
Ya jubilado, sigo ocupándome de algunas
tareas caseras: casi todas las compras de la casa, gran parte del fregoteo de
los cacharros de cocina y la elaboración de comidas a mediodía como pinche de
Mónica.
Según
el péndulo, realizo un 30% de las tareas hogareñas. Me suelo premiar yo mismo
con una cervecita y algo de picoteo, (en detrimento de mi escultural cintura de
avispa, actualmente de abejorro).
De niño, colaboraba en la casa acudiendo a
la tienda de alimentación, situada al final de la calle doblando la esquina de
nuestra acera, para comprar los artículos culinarios que me solicitaba mi madre.
De igual modo, acudí varias veces a
comprar huevos a una vecina de la calle Santa Bárbara, calle paralela a la nuestra
en la manzana adyacente de más arriba.
Una luminosa tarde de verano, fui a por media
docena de huevos a la hora de la siesta con una pequeña cesta, como de
costumbre. Avanzaba por la acera bajo un sol radiante completamente solo,
llevando el dinero en la mano. Ignoro qué pueril pensamiento ocupaba mi mente
cuando descubrí que caminaba de vuelta a casa.
Miré asombrado los huevos en la cesta y mi
mano vacía del dinero que llevaba para comprarlos. En el mismo sitio en que
perdí la consciencia de ir, la recobré volviendo. Acepté la situación sin darle
más vueltas. No tenía el menor recuerdo de la transacción, que, sin duda, unos
momentos antes debió realizarse. Momento zombi irrepetible. Creo que por unos breves
minutos me olvidé completamente de mí mismo, funcionando en modo automático
mientras andaba perdido en algún limbo.
Los Registros Akásicos me dicen que pasé, en
estado de vigilia, al mundo astral acompañado de mi guía, como iniciación en el
no tiempo y el no espacio.
También me han confirmado que con 26 años
sufrí una abducción en una nave pleyadiana en la que fue testeada mi naturaleza
biológica y mis reacciones al frío y al calor. Se me explica que no tengo consciencia
de ello por encontrarme en aquel momento bastante drogado.
Fui sometido entonces a una manipulación general
de mis cuerpos físico, mental y astral, que además de inducir mi actual
hipotermia y alteración del sueño, ha resultado exitosa y conveniente por
haberme facilitado el contacto con otras realidades o mundos paralelos.
Maribel en las Jesuitinas (nacida
el 19 de noviembre de 1951)
Maribel, con casi diez años, ansiaba
estudiar en un Centro público con sus compañeras del curso de ingreso. Al
enterarse de los planes de mi padre, le montó una bronca tan desaforada y cargada
de rabia que temí por la integridad física de mi hermana.
Por lo visto, ella también se esperaba un
buen tortazo. Su ilusión, como he dicho, era ingresar en el instituto público
con sus amigas, no en un colegio de monjas.
Reprochó a nuestro padre, gritando
enrabiada, el haberla traído de casa de nuestra abuela y nuestros tíos para
acabar matriculándola en las Jesuitinas. Nuestro padre se contuvo y no le
contestó nada. Simplemente, se retiró confundido del pasillo donde Maribel
protestaba airadamente su decepción. Y sin el menor gesto o palabra se dirigió
prudentemente al patio interior de la vivienda, eludiendo el enfrentamiento con
su hija primogénita.
Pese a todo, la “condenó” a sufrir cuatro
años la educación catolicona de las Jesuitinas. Además, Maribel cursó otro año
más en Córdoba, con las monjas, estudiando Magisterio. Con el tiempo hemos
comprendido que mi padre era incapaz de tomar una decisión conflictiva, en este
caso contra el designio familiar.
Mientras que, antes de morir, todos los
hermanos aburríamos con nuestros consejos a Emiliano, que era el de menor edad,
entonces, las hermanas y hermanos de mi padre le comían la cabeza a Siro
insistentemente con “la conveniencia de la educación religiosa” para todos nosotros,
sus hijos.
LOS PADRES MISIONEROS (1963)
El primer día no hicimos cola en el patio
sino en el pasillo, junto a la puerta de nuestra clase, seguramente a causa de
la lluvia. Varios compañeros internos nos incitaron a pelear a otro chico y a
mí, ambos alumnos novatos.
Cuando estábamos en el suelo enzarzados en
plena lucha ritual, nos percatamos de que venía el profesor. Como un resorte
nos incorporamos y nos reintegramos a la fila con cara de “aquí no pasa nada”.
Superada sin percances la prueba, pasamos
a ser “borregos” habituales, reconocidos y aceptados por la estúpida manada. Aquel
primer curso en los Misioneros del Padre Claret lo pasé más solo que la una, entre
pijos que me despreciaban o me daban de lado.
En el inmenso patio había un lustroso
tobogán, dos pistas de fútbol y una de baloncesto, además de unos lavabos
exteriores y unos aseos. El patio también contaba con un pasillo lateral
cubierto, tipo claustro, que tenía una escalera paralela al techo, del que
estaba sujeta, para hacer ejercicios.
Algunos chicos trepábamos a la escalera escalando
hasta ella por las rejas de una ventana. Tras alcanzar la escalera y colgarnos
de ella, andábamos por los travesaños con las manos, sin permiso de nadie, a
escondidas.
Un día, me solté mal de la escalera y caí
de espaldas. El resultado fue un doloroso esguince en la muñeca izquierda.
Durante la clase de matemáticas, mientras me sujetaba la muñeca con la otra
mano, recé para que el profesor no me sacara al encerado.
Superé el esguince, una vez más, por mi
cuenta, sin solicitar la lógica atención de mis profesores o de mis padres.
Eduardo me ha comentado que, durante el curso
siguiente, estando ingresado yo en el Seminario, recibió un par de bofetadas de
un cura del colegio por gatear sin permiso por la cuerda de gimnasia que se
encontraba en el otro extremo del claustro.
Otra vez con Eduardo (nacido
el 13 de octubre de 1954)
Eduardo vino a estudiar primer curso de
bachiller mientras yo cursaba segundo. Debíamos andar un kilómetro en cada
trayecto. Pasábamos junto a una casa con huerto donde nos vendían membrillos
recién madurados de finales de verano, (principios de curso).
En invierno, cuando nevaba y helaba,
solíamos bajar algunas cuestas patinando sobre las suelas de los zapatos.
Con más de cincuenta años me enteré, por
mi madre, que nos llevaban a colegios religiosos siguiendo el consejo machacón
de mi tía Goya, monja franciscana que tiene actualmente 97 años, (2020):
-Tenéis que sacrificaros para que vuestros
hijos sean buenos cristianos. Es lo que Dios quiere.
La educación privada de la Iglesia
católica era considerada mejor que la pública. Además estaba la influencia del
resto de hermanos: tres de ellos curas, y Rosario y Goya, que eran católicas
talibanas.
El acueducto
Frente al muro y la puerta delanteros del
colegio de los Misioneros se encontraba un tramo del Acueducto sin arcos, donde
se halla el depósito de aguas que decanta el manantial proveniente de Fuenfría,
que nace en la Acebada, sierra que dista de la ciudad unos 17 ó 18 kilómetros.
La carretera entre el colegio y el Acueducto
conduce en leve ascensión a los jardines de la Granja de San Ildefonso y al
Palacio Real de Riofrío. Las fuentes versallescas de la Granja se abren una vez
al año, el 10 de agosto, día de San Lorenzo. Maribel, Adrián, Emiliano, Mónica
y yo hemos acompañado a mis padres ese día, en distintas ocasiones, cuando la
concurrencia de visitantes es desmesurada.
En dirección opuesta, el Acueducto gira
ligeramente a la izquierda, descendiendo hacia el Centro de Segovia,
distanciándose progresivamente de la fachada principal de nuestro colegio para,
más adelante, girar de nuevo en sentido
inverso. Es una edificación de tramos rectos con un par de curvas en ángulos suaves.
El
monumento recorre desde la caseta de aguas hasta la muralla, en la plaza del
Azoguejo, 813 m. Consta de 75 arcos simples y luego 44 arcos dobles, (163 arcos
en total), alcanzando en el centro de la plaza del Azoguejo una altura de casi
29 metros. Construido a principios del siglo II d.C., siendo Trajano emperador
romano, es reconstruido con granito nuevo por Pedro de Mesa, prior de los
Jerónimos, por iniciativa de los Reyes Católicos, manteniendo fidelidad al Acueducto
original. 36 arcos nuevos sustituyeron a los destruidos durante la ocupación
musulmana. (Wikipedia)
Cine gratuito para escaladores y cine del domingo
Nuestro vecino Tito, cuya madre padecía
una severa tuberculosis, tenía dos o tres años más que yo. Nos enseñó a saltar
la tapia de nuestro colegio para podernos colar a la película que proyectaban a
los alumnos internos en la sala de estudio los sábados por la tarde.
Cuando entrábamos al Centro, la puerta aún
estaba abierta, pero al terminar la peli estaba cerrada y debíamos saltar la
alta tapia para salir del recinto a escondidas.
Previamente habíamos ensayado unos cuantos
saltos desde el muro sin arcos del Acueducto, que se halla antes del depósito
de decantación. Saltos de unos tres metros de altura.
A las sesiones cinematográficas para los
internos, apenas acudimos un par de veces, porque salíamos tarde, ya
anochecido. Las pelis que vimos colándonos tampoco nos entusiasmaron.
Con mi madre nunca nos perdíamos la
película de la tarde del domingo en el cine del colegio. Valía tres pesetas la
entrada. Con cada película yo quedaba sobrecogido, abducido, maravillado.
Un día que mis hermanos y yo fuimos sin mi
madre, perdí el dinero por un agujero del pantalón. Tenía casualmente una
entrada que nos dieron en clase para otro cine. Vi “Daniel Boom” en un
abarrotado cine de barrio mientras mis hermanos visionaban la peli de los
Misioneros. Entre ambos cines aprecié una diferencia significativa: el
comportamiento del público. En aquel cine de barrio se hablaba y se gritaba durante
casi toda la película. En los Misioneros no se oía ni una mosca. Vamos, que el
cine de barrio funcionaba como un cine de verano de tiempos más actuales.
La piscina
En verano nos permitían entrar a la
piscina también a los estudiantes externos. Edu y yo acudimos unos cuantos
días. Enseguida constaté que incomprensiblemente yo no flotaba. Por más que
mantenía una posición extendida sobre la superficie del agua imitando a los
nadadores, en escasos segundos me encontraba tocando con la barriga el fondo de
la piscina.
Eduardo avanzó andando por la piscina
desde la zona que no cubría hasta que encontró un escalón. Pasó
inadvertidamente a la zona que cubría, sin saber nadar. Se hundió y permaneció
sumergido, sin saber qué hacer para salir a flote. Mientras yo me inquietaba,
un chico mayor, bastante atlético, se tiró de cabeza al agua y buceó hasta
alcanzar a Eduardo.
Intentó noquear a mi hermano de un
puñetazo bajo el agua, sin percatarse de que Eduardo se dejaba rescatar sin
oponer resistencia. Por suerte, la densidad del agua restó fuerza al golpe. Fácilmente,
aquel chico mayor le puso a flote y le ayudó a salir de la piscina.
Eduardo, mientras se hallaba bajo el agua,
pensó que allí terminaba su historia y aceptó resignadamente su húmedo final. No
se agitó ni desesperó en ningún momento.
Su desapego de las cosas de este mundo
siempre me ha parecido sorprendente. Se ha desilusionado sucesivamente del
dibujo, la fotografía, la política, los viajes y los amigos. Mantiene, eso sí,
buenas relaciones con todos los miembros de la familia.
Cuida admirablemente los árboles y plantas
de su finca, y se involucró también en el huerto que llevamos a medias con él, Mónica y yo. En
videojuegos “on line” su nivel es de maestro internacional.
Últimamente se ha vuelto generoso con
nuestros sobrinos. (Creo que es el tío favorito de Guille porque siempre le
hace caso y juega con él).
En una reflexión reciente nos hacía notar
que quien no se vuelve humilde con los años es un anormal.
Bueno en manuales
José Contreras era otro vecino de la edad
de Tito. Un día se “enrolló” a enseñarme papiroflexia, concretamente la
realización de la barquita con remos. En el colegio seguí practicando.
Con el papel de plata o dorado del
interior de las cajetillas de cigarrillos realicé unas quince figuras que se
expusieron conjuntamente con otros trabajos manuales en la exposición general
de fin de curso.
La papiroflexia exige mucha atención al
modelo y aplicar técnicas precisas al tratar el papel. Los resultados siempre
ofrecen un encanto inocente similar a la pintura naif. Los japoneses denominan
origami a este arte sutil del papel plegado. ¿Os preguntáis que fue de aquella
afición? Muchas figuras de diversa complejidad salieron de mis manos para
alumnos y sobrinos a lo largo del tiempo.
A Guillermo, mi sobrino más pequeño, le
inicié hace poco con el mismo trabajo manual que me enseñó Contreras, la barca
con remos. Por mi casa podéis encontrar algunos trabajos de papiroflexia que
aún conservo como adornos o modelos.
En 2014, Gema y Nicolás me regalaron por
mi cumpleaños una enciclopedia de papiroflexia. En mi biblioteca descansan unos
cuantos manuales más sobre el mismo tema.
Hace mucho tiempo, conseguí realizar un
dinosaurio original de dificultad media, fruto de mi invención.
Alumno mediocre, sobresaliente en religión
Yo era el don nadie de mi curso. Sólo
destacaba en el uso del diccionario y los trabajos manuales, (un avión mío voló
en el patio de los Misioneros interminablemente en cierta ocasión).
Gané un pequeño concurso de buscar
palabras en el diccionario durante una clase de lengua española, pero el
profesor, que había prometido conceder un premio al ganador, sólo me ofreció
una descarada mirada despectiva.
En matemáticas me bloqueaba por lo rápido
que se realizaban operaciones y problemas en la pizarra. No me aclaraba bien
con las divisiones y al salir a efectuarlas en la pizarra me ponía nervioso.
En Educación Física hacíamos el pino por
parejas, saltos del potro, exterior e interior, y del caballo, y voltereta en el plinto a diferentes alturas. De
las demás asignaturas y “profes” no albergo recuerdo alguno.
En religión, quizás por simpatía hacia mis
tíos sacerdotes como él, el profesor me concedía inmerecidos sobresalientes y
me consentía algunas distracciones cuando nos daba clase al aire libre en una
pineda próxima al colegio, a medio camino del cementerio.
Justicia fascista
Mi compañero de pupitre era un chico negro
mayor que yo y más alto que todos los demás alumnos. Le hicieron delegado y un
día me apuntó en la pizarra.
-¡Pero si yo no he hablado! –protesté.
-¡Pues por eso, por no hablar nunca! –me
contestó.
En una ocasión entró el profesor de
Educación Física al oír un animado parloteo en la clase. El profesor pidió que
levantaran la mano todos los que estuvieran hablando.
Pensé
levantarla a pesar de que yo había permanecido en silencio, pues me olía lo que
estaba a punto de suceder.
Nos hizo poner la mano en posición de
regletazo y administró justicia fascista a todos menos a los dos o tres que
habían levantado la mano. Y el grandísimo hijo de la gran puta se marchó ufano
como si fuera el mismísimo demonio.
Aunque fuera verano nos obligaban a llevar
siempre camisa de mangas largas. A un compañero, externo como yo, le mandaron a
su casa para que se cambiase de camisa nada más entrar en clase.
Entiendo la intolerancia con la
indisciplina, pero eso, ¿quién podía entenderlo? ¿Sería una medida semejante al
velo musulmán para evitar las tentaciones pederastas de los religiosos?
El profesor de matemáticas
El profesor de matemáticas era un militar con
bigotes que me sacaba a la pizarra cuando no me veía cara de susto. Entonces yo
solito me aturullaba y fallaba en las divisiones, como ya insinué antes.
El
profesor conocía a mi padre y por eso me concedía un aprobado algo inmerecido a
final de curso.
Un
día, un guasoncete se encontraba castigado de rodillas junto al encerado. Hizo
unas muecas cuando estaba a espaldas del profe y nos provocó algunas risas. La
respuesta del militar fue un fulminante guantazo que le reventó la nariz. El profesor
se preocupó de veras al ver sangrar al niño. Cambió de actitud radicalmente. Asustado
y arrepentido de su exceso, le mandó, acompañado de otro alumno, a lavarse la
sangre en los aseos del patio. No hubo comentarios.
Ese tipo de cosas desaparecían en poco
tiempo de la memoria colectiva, pues apenas se hablaba de ellas. Lo cierto es
que a mí me sorprendió más el rasgo de humanidad del profesor que su severidad
anterior. Inconscientemente, nos debimos poner todos de acuerdo, profesor y
alumnos, para que no hubiera más castigados en la clase de matemáticas.
La opinión de Eduardo es que nos
acojonamos y procuramos evitar en adelante sus represalias. Probablemente ambas
cosas, pues ya se sabe que la memoria es una elaboración mental de lo que nos
acontece, ajustada a las necesidades psíquicas de coherencia del “yo”. Estos
escritos míos, que pretenden recrear el pasado, son tan sólo la interpretación
más conveniente de los hechos vividos desde una identidad que puedo asumir sin
grandes contradicciones.
Rompetechos
Un día entró a nuestra clase “Rompetechos”,
un cuidador de los internos, bajito y acomplejado. Había un chico apuntado en
la pizarra por hablar a su compañero en el cambio de clase.
Rompetechos le sacó a la tarima y sin
preguntar nada al delegado, o exigir alguna explicación al apuntado, comenzó a
pegarle brutales puñetazos hasta que el pobre desgraciado calló doblado en la
tarima.
Antes de irse Rompetechos, aún le propinó
unas cuantas patadas con toda su mala leche mientras el pobre chaval se hallaba
encogido de dolor sobre el suelo de madera. Ninguno de nosotros se atrevió a denunciar
aquel abuso, maliciándonos un castigo peor. Fascismo puro.
Mientras yo repetía primero en el
Seminario para aprender latín y solfeo, Eduardo continuó otro curso en los
Misioneros. Me contó en nuestro reencuentro una anécdota que me resarció
ligeramente del incalificable maltrato presenciado: Rompetechos hostió a un
interno de los cursos superiores. El hermano gemelo se fue a por Rompetechos y
lo machacó a puñetazos.
El cobarde fascista no se atrevió a
denunciar la agresión para no poner en evidencia sus propios excesos y ser
expulsado. Por lo visto y oído no debió tocar a nadie más. Al menos es lo que
he querido creer siempre. Este miserable personajillo encarnaba la crueldad y
ruindad del Franquismo, al mismo tiempo que la cobardía y servilismo típicos de
los funcionarios, del personal del ejército y de la Policía franquista en general.
El
terror no reina sólo, es sostenido y mantenido por tipos mediocres, cobardes y oportunistas.
Desafortunadamente, canallas y torturadores de su calaña, gozaban de impunidad.
Y lo peor fue que al instaurarse la democracia los amnistiaron a todos, (y además,
Martín Villa condecoró a varios de los torturadores, como “Billy el niño”,
campeón con 4 medallas remuneradas), aprovechando la amnistía concedida a los
objetores en 1977. Veamos a continuación dos de los seis supuestos receptores
de aquella amnistía:
b) La objeción de
conciencia a la prestación del servido militar, por motivos éticos o
religiosos.
f) Los delitos cometidos por
los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los
derechos de las personas.
La historia de España alimenta su leyenda
negra con la arrogante actitud de sus gobernantes, tan llena de soberbia, a menudo
más dispuestos a premiar los errores que a reconocerlos.
En mi opinión, el sistema de castas,
(señoritos, señorones, autoridades corruptas, empresarios sin escrúpulos,
banqueros lisonjeros, jueces miserables y otras mafias), gestado en la
impunidad franquista, está completamente arraigado en la sociedad y produce las
desigualdades más vergonzantes y las injusticias estructurales más deplorables,
además del racismo y el empecinado machismo despiadado y cruel.
Excursión a Valladolid (1964)
Los curas organizaron una rifa sorteando
una plaza gratuita en la excursión a Valladolid y a su Centro de misiones. Aventuré
mis cinco pesetas y salí premiado. Lo pasamos muy bien y ni siquiera tuve que
llevar comida pues nos dieron bolsas con bocadillos y fruta del comedor a
todos.
La última visita a Valladolid la hice con
Mónica y mi sobrino Adrián. Vimos el Museo de arte religioso, el parque de los
rosales, el río Pisuerga con las barcazas para recorridos turísticos, el parque
central con su lago y sus patos…
Busqué en esta ocasión unas grandes
pajareras, llenas de pájaros exóticos, en el parque Campo Grande, y un bar con
aspecto de cueva azulada rodeada de un pequeño lago artificial con una cascada
de agua que caía sobre la entrada. Esos detalles, que me llamaron la atención
en mi niñez, no los encontré.
Cambian
los sitios y cambian las miradas. ¿Cómo no van a cambiar los recuerdos?
Como colofón a la excursión con los padres
Misioneros, compartimos baño con los seminaristas del Centro de misiones en su
piscina de agua fresquita. Después merendamos y regresamos en el autobús a Segovia.
Los chicos del Centro misionero, exultantes de alegría, manifestaban una
felicidad insospechada para mí. Imaginé que su futuro destino, tan generoso y
heroico, les distinguía con un halo de radiante satisfacción del que los demás
carecíamos.
Durante algún tiempo tuve la ilusión de
convertirme en misionero. Incluso me compré un libro de aventuras en las
misiones. Ese fue el primer libro que adquirí. Lo encontré en un stand de
nuestro colegio, que pusieron el día de las Misiones. No conservo el ejemplar,
pues no resistió el traslado de mi familia a Alicante.
ÚLTIMO VERANO EN SEGOVIA
Invitación al internado
Cuando tenía doce años y un par de meses
mi padre me habló, por primera vez en mi vida, de tú a tú para pedirme un
favor. Primero me explicó que mi tío Constantino había conseguido una beca de
estudios para mí en el Seminario de Córdoba.
Luego me comentó que, si estudiaba bajo la
protección de mis tíos, él podría atender mejor a los gastos de los estudios de
mis hermanos. Y finalmente añadió algo que me tocó el corazón llenándome de
orgullo:
-Piénsatelo. Si no quieres ir a estudiar
al Seminario, me lo dices. Seguiremos adelante lo mejor que podamos. Tú no
tienes que preocuparte por eso.
Iba a decirle que sí con entusiasmo, ya
que me sentí importante contribuyendo en las necesidades familiares, cuando
insistió en que debía pensármelo.
Esta vez me tenía en cuenta y rectificaba
su decisión anterior, cuando me envió engañado a Villaharta con mis tíos
durante un curso sin proponérmelo ni consultarme.
-No me contestes ahora, mejor esta tarde
después de pensártelo bien.
Ni un solo momento dudé en aceptar la
propuesta. Estuve deseando decir que sí a mi padre todo el tiempo, cosa que en
realidad ya había hecho con mi reacción favorable al consultármelo.
Por
la tarde le dije con toda la suficiencia de un niño de mi edad:
-Iré al Seminario, papá. Me portaré bien y
estudiaré como en los Misioneros.
-Gracias Pedrito, siempre te lo tendré en
cuenta –me contestó el buenazo de mi padre, Siro.
En aquel momento no sabía que el propósito
de mi padre era mantener a Maribel en el colegio de las monjas y a Eduardo en
el de los Misioneros, colegios privados que costaban dinero. Ignoraba entonces que
los colegios públicos eran gratuitos y los religiosos de pago; no me planteaba
ese tipo de cosas.
Quiero mencionar aquí que Maribel ha sido
una estudiante intachable: además de Magisterio, estudió Enfermería. Se jubiló
en 2014, siendo profesora de Odontología en un Centro de Formación profesional
del barrio Virgen del Remedio de Alicante.
Emprendió los estudios de Derecho siendo
mayor y los abandonó en tercero, cuando su hijo Adrián rondaba los nueve años.
Contaminando el Eresma
Durante mi último verano en la colonia
Pascual Marín, una tarde, Carlos, Eduardo y yo bajamos al Eresma y descubrimos
una cueva llena de murciélagos.
Hablamos de volver y atrapar algún
ejemplar de los muchos que descansaban colgando del techo.
Al salir de la cueva encontramos un bote
de pintura plástica a medio usar entre la hierba no lejos del río. Quizás,
alguien usó la pintura para maquear su bicicleta y olvidó llevarse el bote, o
lo dejó allí por no poder transportarlo cómodamente.
No pudimos resistir la tentación y tiramos
el bote abierto al río. Al hundirse en el agua, una indecorosa mancha de color
azul apareció sobre la superficie creciendo y navegando en la corriente para
nuestro asombro y diversión.
En ese mágico momento de creatividad descontrolada
apareció un chico joven y nos recriminó severamente nuestra flagrante tropelía con
el río. Mientras nos explicaba que había gente que se bañaba río abajo, soltó
un cachete a Eduardo y otro a Carlos.
Al llegarme el turno del castigo físico,
Carlos medió para que no me pegara previniéndole que yo estaba a punto de
entrar en el Seminario. El jovenzuelo me miró y me perdonó el merecido cachete
de rigor. Nos advirtió que ese tipo
de acciones nos perjudicaban a todos.
Carlos y yo nos escabullimos, al terminar
el discurso, tomando con diligencia las cuestas hacia el campo de fútbol, pero
Eduardo se volvió y se puso a discutir con él. Desde cierta distancia Carlos y
yo vimos como aquel chicote “caneaba” a mi hermano, que estúpidamente se
revolvía una y otra vez contra su verdugo.
Carlos
y yo sentíamos rabia e impotencia para un enfrentamiento directo. Le insultamos
sin parar y, cuando dejó en paz a Eduardo, le apedreamos desde tanta distancia
que ni siquiera se dio por aludido.
Aquel justiciero ecológico, seguramente harto
del absurdo que había generado, pasó simplemente de nosotros.
¿Estaría
aquel chico buscando en aquella zona del río precisamente aquel bote de pintura
que nos encontramos? Seguramente así fue. La decepción de haber llegado tarde a
rescatar el bote de pintura, la gestionó mal, desahogando su frustración contra
los mentecatos que se lo habíamos tirado al agua.
El murciélago
Pocos días después volvimos a la cueva con
una camiseta rota, pues habíamos oído que lanzando un pañuelo a los murciélagos
en pleno vuelo se consigue desorientarlos y que se enreden en el trapo.
¡Bingo! Atrapamos un gran ejemplar al que
intentamos hacer fumar un cigarrillo. No le gustó nada y, visiblemente cabreado,
mordió a Carlos en el dedo pulgar.
Al llegar a casa metí al murciélago en una
caja de zapatos a escondidas de mi madre, que, pese a ello, se imaginó lo que nos
traíamos entre manos al escuchar los extraños chillidos que emanaban del trastero.
-¡Sacad ese bicho de ahí! ¡No quiero ni
verlo! –nos repitió un par de veces. Su voz sonaba algo infantil con un timbre
de repugnancia femenina. Yo negaba, haciéndome el ingenuo, su existencia.
-¿Qué bicho? Puedes mirar si quieres. No
hay ningún bicho.
Para conseguir la mayor resonancia posible
a nuestra hazaña, solté el murciélago en el cuarto de baño. Conseguí que
Maribel entrara conmigo en el aseo, aunque recelaba debido a mi mal contenida
excitación.
El murciélago cumplió con su papel y dio
un par de pasadas volando cerca de nuestros rostros. Maribel chilló, como era
previsible, y huyó del aseo espantada cuando el impresionante murciélago se paró en la
ventanilla que daba al patio.
Luego le tocó a Gema, que llegó poco
después, conocer al murciélago. Sólo se inquietó ligeramente ante la experiencia
novedosa “del váter del terror”. Enseguida me espetó, mirándome severamente:
-¡Déjame salir ahora mismo! ¡No pienso
seguir encerrada aquí con ese bicho ni un segundo más!
Volví
a capturar al murciélago, reflexioné y propuse a mis compinches liberarlo.
Anochecía cuando lo soltamos en medio de nuestra calle.
El pobre animal debió cambiar de residencia
por si volvíamos de caza. Y, aunque no fuera así, supongo que no le resultaría
fácil regresar a su cueva con su familia.
El vencejo
Más arriba del prado y antes de llegar a
la iglesia Nuestra Señora del Carmen, recién construida aquel año del Señor de
1965, había una explanada de tierra donde buscábamos chapas de las botellas de
cerveza o clavos, pues el lugar servía de basurero a un bar y a una ferretería.
Alguien, supongo que Tito o Contreras, me
había dicho que se podían cazar golondrinas o vencejos con una servilleta de
papel de los bares. Sobre la explanada volaban a cierta altura vencejos y
golondrinas.
Construí mi trampa haciendo un orificio de
unos cinco centímetros de diámetro en un papel, formando una arandela. Coloqué
el papel sobre una piedra plana y la lancé hacia arriba tan alto como pude. Al
caer la piedra el papel flotó oscilando en el aire.
Una golondrina pasó junto al papel y luego
otra. Era evidente que les llamaba la atención, por lo que continué tirando
aros de papel con la piedra adecuada.
Vencejos y golondrinas participaban cada
vez más del juego y volaban a menor altura. Un vencejo metió la cabeza en el
anillo de papel llevándoselo en el cuello. Otro vencejo se lo quitó en pleno
vuelo.
Seguí probando y los veloces pájaros
siguieron jugando con los papeles volanderos. Algunas golondrinas atravesaron
el agujero, que yo había agrandado con aviesa intención.
Cuando menos lo esperaba, un vencejo quedo
atrapado en la arandela de papel sin poder mover las alas. Cayó como un misil
en diagonal sobre el terreno. Alucinado corrí hasta el animal y lo apresé en mi
mano derecha.
Sobre excitado lo llevé a mi casa para
mostrárselo a mis familiares. El aguerrido vencejo me picaba denodadamente el
índice y el pulgar durante todo el recorrido. Tras exhibir mi presa lo solté.
Con enérgicos picotazos me había convencido
sobradamente de su derecho y ansias de libertad. Por otra parte, deseo constatar
que mi hazaña apenas impresionó a mis familiares, como yo esperaba.
No obstante, Eduardo recuerda haber
participado posteriormente en aquel juego malévolo con vencejos y golondrinas,
aunque infructuosamente, ya que no conseguimos capturar nuevas presas.
Eduardo ligón, yo un
desastre
Durante mi
último verano, Eduardo se hizo amigo de Tono, un vecino de la calle Santa
Bárbara, paralela a la nuestra. Ambos compartían una relación sexi con dos
chicas de su edad.
Carlos y yo
éramos los únicos testigos de sus escarceos amorosos, que comenzaron con tocamiento
de pechos incipientes y acabaron buscando lugares más recónditos. Ellas también
les tocaban a ellos. Como su lugar de “juegos eróticos” era la verja del
Colegio, a plena luz del día, la ropa no se movía de su sitio.
Carlos y yo, confusos, no sabíamos si
sentarnos cerca para atisbar mejor las incidencias progresivas en los toqueteos
de las dos parejas o alejarnos. Sin duda alguna los envidiábamos,
considerándolos unos suertudos. A Eduardo y su amigo Tono les duró el romance
“pulpero” un año.
Gema me presentó a una amiga suya que
quería ligar conmigo. Me propuso que le diera una vuelta en la bici. Yo hacía
poco tiempo que había aprendido a conducir por lo que me concentré en dar la
vuelta a la manzana sin caernos. No fui capaz de decirle ni media palabra.
Siempre me he reprochado mi timidez con
las chicas. Pero por otra parte en aquella época era palpable la escasa relación
entre unos y otras al margen de la familia.
Luego, mis padres se trasladaron a
Alicante buscando mejor clima y siguiendo la sugerencia de Maribel, que
consideraba ideal vivir en una ciudad con playa y que, según ella, además
estaba de moda.
Durante el traslado familiar yo estudiaba interno en el Seminario de
Hornachuelos por lo que perdí mi “molona” medalla de campeón del mundo de tiro
al plato.
La medalla no la gané yo, lógicamente. Me
la encontré en el campo de fútbol un día que fuimos Eduardo y yo a presenciar
un campeonato de tiro pichón y tiro al plato de entrada libre.
El arco, el ortigal y las pedreas
En el prado que había al final de nuestra
manzana pasando una calle perpendicular, jugábamos a menudo cazando lagartijas,
a las que cortábamos el rabo para ver cómo éste se agitaba violentamente.
También jugábamos disparando una flecha
con un arco artesanal. La rama del arco la habíamos obtenido en la ribera del
río, seleccionándola cuidadosamente.
La flecha era el bastón de un paraguas con
una punta de acero descabezada, introducida en el extremo del bastón y atada
con un alambre para sujetarla bien.
En el otro extremo varias plumas de
gallina atadas con una cuerda fina al estilo indio daban dirección a la flecha.
Contábamos con pasos cuán lejos la enviaba cada uno.
Yo estaba orgulloso de mi habilidad y
potencia. Ofrecí un nuevo juego: disparar la flecha verticalmente y esquivarla
tirándonos a la hierba en el último instante.
Me enardecí esquivando la flecha y acabé
con la punta clavada en el hueco poplíteo de mi rodilla derecha. La flecha
había descendido con un movimiento oscilante, en vez de caer recta, por efecto
de un disparo impreciso.
Me pusieron la antitetánica y nos
despedimos del arco. El bueno de Eduardo se sentía culpable por haber efectuado
el disparo defectuoso de la veleidosa flecha, pero la culpa fue enteramente mía
por aceptar el absurdo desafío.
Era verano y andábamos en pantalón corto.
A veces peleábamos a pedradas con otros chicos, que ni sabíamos quiénes eran ni
de dónde procedían.
Eduardo recibió en una refriega una
pedrada rebotada de la pared de un edificio, que le abrió una buena brecha en
la sien.
Otras veces nos buscaban pelea a cuerpo
descubierto. En tal caso, solíamos huir hasta que di con una solución
estratégica. Introduciéndonos a menudo en un ortigal nos acostumbramos a sufrir
las picaduras de las ortigas y conseguimos inmunizarnos a su toxicidad.
Cuando alguna pandilla buscaba pelea con
nosotros nos metíamos en medio del ortigal y desafiábamos a nuestros enemigos a
pelear como hombres. Nuestros rivales daban media vuelta derrotados por el
temor a las ortigas. Ellos también usaban pantalones cortos, pero no estaban
tan locos como nosotros.
En una pedrea acorralamos a nuestros
oponentes, que recularon hasta sus casas. Estos eran vecinos de la calle de
Perico. Exaltado con la victoria acabé rompiendo un cristal por no saber parar
a tiempo.
Mi padre ni siquiera me regañó, pues me
vio claramente arrepentido de mi estupidez. Compró el cristal y la masilla y se
fue a colocarlo él mismo.
Se le rompió el cristal que estaba
colocando y tuvo que comprar otro. Inútil explicar que fue nuestra última
pedrea.
Juegos familiares
En
este capítulo voy a enumerar los juegos que recuerdo sucintamente.
Mi madre bailaba el diábolo con una
pericia espectacular que ninguno de nosotros llegó a emular, aunque lo
intentamos. Adrián lo baila también. Además ejecuta habilidosamente un juego
con tres palos.
Yo conseguí controlar el balón con toques
de rodilla, a base de ensayar cientos de veces el ejercicio. Maribel y Gema
dominaban la comba practicando con sus amigas.
Pero los dos juegos más populares en mi
familia eran el balón tiro o balón prisionero que se decía entonces y los
Juegos Reunidos Geiper. Para el balón tiro dibujábamos con tiza o piedra caliza
el campo en medio del asfalto de la calle.
De los juegos reunidos destacaban “la
escalera”, “las damas” y “el parchís”. Pero, aunque no fuéramos tan
aficionados, jugábamos a casi todos los juegos de la caja.
Los “25 Juegos Reunidos” fueron seguramente
el regalo de Reyes mejor amortizado de todos los tiempos por mi familia. Unos
35 años después, regalé la caja con todos los juegos intactos a Fernando, un
alumno repetidor del colegio Ricardo Leal de Monóver, ladronzuelo y picarón.
Otro juego excitante, promovido por mis
hermanas, era “las tinieblas de la noche”. Lo jugábamos en el salón comedor
cerrando las persianas totalmente. El que “pagaba” tenía que descubrirnos a los
demás, que agachados nos refugiábamos junto a la nevera, bajo la mesa o tras la
puerta. La búsqueda iba acompañada de la frase “las tinieblas de la noche” que
se recitaba repetidamente en tono lúgubre para hacer reír a los escondidos. El
localizado debía ser identificado por el tacto para pasar a ser el nuevo
“pagador”.
Solíamos jugarlo con amigas de mi hermana
Gema. Era un juego excitante por la implícita posibilidad del manoseo. Las
risitas y gritos contenidos que provocaba el juego eran el meollo de la
diversión.
El susto
Imagino y supongo que esta anécdota
resultará insulsa para los lectores que esperan emociones fuertes. Para mí en
cambio la experiencia resultó perturbadora.
Por si no ha quedado claro todavía, diré
que Eduardo y yo vivimos una infancia de unión indisoluble hasta cumplidos mis
12 años, cuando marché al Seminario de Córdoba.
Dormíamos juntos en la misma cama por lo
que mi madre nos dijo más de una vez que no nos tocáramos las “colillas”. Lo
que sí hacíamos en la cama eran concursos para saber quien aguantaba más cosquillas
en los pies. Ganaba Eduardo.
Pasábamos también juntos todo el día.
Jugábamos y coleccionábamos tebeos de común acuerdo. Por ello, su inusitada
ocurrencia me pilló desprevenido.
Cuando atravesaba el comedor a oscuras,
como era mi costumbre, de camino al dormitorio, salió detrás de la puerta, de
improviso, dando un grito aterrador.
No me cagué en los pantalones, pero casi
me da un infarto.
-¿Tú estás loco? ¿No ves que podías
haberme matado del susto que me has dado? –le increpé desquiciado, con el
corazón latiéndome a tope y los nervios alterados.
-Sólo era una broma. No es para tanto.
Se lo conté a nuestra madre a
continuación, mientras me iba tranquilizando. Le dijo a Eduardo que no volviera
a hacer algo así a nadie.
La ingenuidad de Gema (nacida
el 24 de febrero de 1957)
Desde los tres años Gema quería ir a la
escuela. Asistió por fin a la de Barahona con cuatro años. Tío Emiliano la
enseñó a leer y escribir. Al volver a Segovia ayudaba a su maestra enseñando a
leer a las niñas más atrasadas. (Disculpadme esta breve reiteración).
Eduardo y yo le contábamos trolas
increíbles. Éramos Superman y veíamos a través de las paredes. Para
demostrárselo la colocábamos en el patio frente a la pared de la cuadra de los
conejos. Eduardo se colocaba al otro lado de la pared y yo en la puerta. Fácilmente
le transmitía los gestos de Gema para que los reprodujera como si los hubiera
visto a través del muro.
Otras veces, saltábamos audazmente desde
la tapia que separaba nuestro jardín del de Tito. Gema nos escuchaba y miraba
asombrada.
Llegamos a inventarnos que trabajábamos en
secreto en una fábrica por la noche y teníamos escondido el cuantioso dinero
que habíamos ganado. Con el tiempo le pusimos el apodo de “Gemita la
fantástica”, que aún sobrelleva con paciencia.
Es la viajera indiscutible de la familia,
(aunque su dinámico hijo David le hace despiadadamente la competencia). Rosario
calificaba a Gema y a Goya, siempre dispuestas a viajar, de “correntonas”.
Viviendo con nuestros tíos Mariano y
Rosario en Venezuela, se enrolló con un acuarelista llamado Willy Navas. Este
había ponderado un cuadro que pintó Gema utilizando los oleos de tío Mariano.
Tío Mariano, además de un libro de poesías
publicado, dejó numerosos cuadros pintados al oleo, hasta su muerte prematura,
provocada por una embolia cerebral a sus 63 años. Yo conservo tres cuadros
suyos y regalé otro a Gema que le recordaba la casa de Venezuela.
Uno de los cuadros que conservo de mi tío
es una acuarela que realizó una noche que “durmió” en mi casa, cuando yo vivía
con Elisa (1986). En esa ocasión llegó Adrián de visita con mi hermana Maribel.
Adrián no tardó ni un minuto en mostrar a mi tío las dos o tres revistas
pornográficas que yo guardaba en mi biblioteca.
Gema ha pintado esporádicamente bonitas
acuarelas y me ha ido regalando cuantas le he pedido. Las paredes de mi casa
exhiben ocho obras suyas que me hacen sentir orgulloso de su talento artístico.
Maribel, por su parte, realiza prodigiosas
copias de cuadros famosos. Emiliano, Adrián y yo poseemos algunos de sus oleos.
A mí me ha regalado dos y durante unos años me prestó una acuarela de un pintor
amigo suyo. Actualmente pinta
cuadros originales inspirándose en pinturas impresionistas o abstractas.
Además, todos conservamos algunas
acuarelas de Willy Navas, que Gema repartió a su regreso de Venezuela. Gema
pasó más de dos años como artista protegida y amante suya.
Yo obtuve una última acuarela de Willy
Navas, el paisaje de la calle de una aldea venezolana, consiguiendo que me la
regalara Rosario a título póstumo.
Billetes republicanos, tebeos y azotes con el
cinto (1964)
Con las pesetillas que nos daban nuestros
padres en la Colonia Pascual Marín los fines de semana, Eduardo y yo volábamos
al kiosco para adquirir los nuevos tebeos de El Capitán Trueno, El Guerrero del
Antifaz, Hazañas Bélicas, Roberto Alcázar y Pedrín, etc.
Los leíamos con avidez, ansiando conseguir
el siguiente número para saber cómo conseguían salir de los líos nuestros
héroes de papel y qué nuevas contiendas habían de entablar.
Con el taco de tebeos visitábamos a otros
coleccionistas de nuestra edad para intercambiar los tebeos releídos por otros
que queríamos leer. Algunas veces, al ser dos contra uno, sisábamos algún
ejemplar al colega confiado.
Bajo su cama mi padre guardaba unas cajas
con dinero de la República. Edu fue al kiosco a gastar un par de billetillos de
aquel dinero desvalorizado. El quiosquero le aceptó el dinero a cambio de los
tebeos y le siguió sigilosamente hasta nuestra casa. Advertido mi padre de la
ocurrencia de mi hermano, usó el cinturón en sus posaderas. Yo lo presencié más
dolido que la propia víctima, saltándoseme las lágrimas.
Mi padre reaccionó severamente, llevado
por el miedo a las represalias políticas que hubiera podido sufrir de ser
considerado desafecto al Régimen por conservar el ilegal dinero republicano.
Al mismo tiempo que lloraba, admiré el
temple de Eduardo soportando estoicamente los azotes.
Si nos oía despotricar del Franquismo no
dudaba en avisarnos que evitáramos completamente ese tipo de comentarios en
cualquier otro ámbito distinto al familiar.
El dinero republicano desapareció sin
dejar huella. Eduardo sostiene, hoy día, que los azotes fueron flojos. Lo
cierto es que nunca se quejó.
El gorrión en el cepo
Con mi padre fuimos a poner cepos para los
gorriones en unas tierras labrantías junto a unas veredas dos o tres veces. Al
día siguiente comprobábamos los cepos: los que estaban intactos, los que habían
saltado y los que habían atrapado algún gorrioncillo.
A Eduardo se le ocurrió poner un cepo en
nuestro patio. Un gorrión cayó en la trampa. Eduardo no estaba en casa, por lo
que yo cogí el pájaro. Cuando llegó mi hermano no fui cuidadoso y el gorrión se
me escapó de la mano mientras se lo mostraba.
Eduardo se enfadó sobremanera con mi
torpeza. Le dije que pondría la trampa otra vez y que el gorrión que cogiera se
lo daría. No hubo manera de conseguir aplacarle, pues quería el mismo gorrión
que perdió desilusionado.
Como consecuencia de su enfado, me pidió que
separáramos los tebeos. Hicimos dos partes, la mitad para cada uno. Además dejó
de hablarme casi dos días.
Luego de hacer las paces, volvimos a
juntar los tebeos. Poco después mi madre, harta de ver crecer la pila de
tebeos, los tiró todos a la basura.
Cuando mis hermanas traían alguna amiga a
casa, algunas veces ejecutábamos peleas rituales para llamar su atención. En
esa circunstancia solía ser Eduardo el ganador del incruento combate.
Eduardo practicó mucho más a menudo que yo
la lucha libre, dado que él no solía rehuir ningún enfrentamiento callejero.
Salidas con mi padre
Lo primero es
comentar que mi padre no tenía vicios; no iba a los bares ni al cine. Fumaba moderadamente
y se dejó el tabaco a los 55 años.
Además de ir a poner cepos, mi padre me
llevó en su bici un par de veces al campo, más arriba del depósito general de
aguas de Segovia, a coger hierba para los conejos. Yo tendría unos 7 años.
Me advirtió que debíamos tener cuidado con
el guarda porque estaba prohibido forrajear.
También nos llevó a toda la familia al
Eresma a pescar con caña, curso abajo pasado ya el Alcázar, a escasa distancia
del embalsamiento del río en una pequeña represa.
Entonces,
mientras nuestro padre pescaba en una poza bien sombreada y
esperábamos su primera captura, Emiliano, de unos cuatro años, resbaló en el
suelo inclinado y arcilloso del borde y se fue de cabeza al agua.
Mi padre reaccionó con celeridad y le
“pescó” atrapándole por un tobillo cuando ya todo el cuerpo de mi hermano
desaparecía sumergido en el agua turbia. Yo pensé durante un instante que el
río se tragaba al “peque” irremisiblemente.
En otra ocasión le acompañamos Eduardo y yo a coger
cangrejos a mano por la parte del río más alta que la ciudad, donde el agua era
aún cristalina. Me impresionó ver que no temía las pinzas de los cangrejos
cuando los sacaba a ciegas de los escondrijos donde se refugiaban.
En varias ocasiones trajo níscalos de los
pinares. Sólo entendía la diversión unida al provecho.
Bañándonos en el Eresma, junto a una
ribera arenosa, Emiliano se hundió en una pequeña hondonada del lecho del río. Esta
vez fue mi madre quién, desde la playita, salió disparada a rescatarle.
Extrañas borracheras. El caso de los huevos
portentosos
Una tendencia de Emiliano siendo pequeño
era ponerse ciego, con supositorios de mi abuela o con el vino que guardaba mi
padre en la nevera.
Su colocón de vino barato lo presencié en
directo. Emiliano, con unos cinco años, daba bandazos por el pasillo de pared a
pared con gran estilo y naturalidad.
La borrachera de supositorios sucedió en
Barahona algún año después. Tía Rosario consiguió una burra o mula y lo llevó
al médico de Boceguillas en un atardecer lluvioso, bastante preocupada por la
salud de su sobrino. El médico la tranquilizó diagnosticándole una intoxicación
leve.
Para rematar las anécdotas de Emiliano,
contaré una jodidamente chunga. Peleando en la calle con Tito, de broma,
recibió una desafortunada patada en los huevos. Se le inflamaron una cosa mala.
Todas las vecinas vinieron a presenciar el
caso portentoso del niño en cama con los testículos al aire más grandes que las
pelotas de golf. La ocurrencia de nuestra madre divulgando el caso nunca le
hizo la menor gracia a Emiliano, pero la comunicación vecinal en aquella época
era moneda corriente. A los dos o tres días Emiliano se recuperó completamente de
la inflamación testicular y de las visitas indeseadas.
De Tito debo comentar algo que acabó
siendo decisivo en mi vida. Un día, paseando conmigo y, seguramente,
considerándome un chico sensato y educado, me dijo:
-Tú vales para maestro.
Terminada mi etapa de seminarista, mi
padre me buscó colocación como agente bancario. Pensé que no resistiría mucho
tiempo sentado ante balances y tantos por cientos. Me acordé de las palabras de
Tito y le contesté:
-A mí no me va el trabajo de bancario. Yo
quiero ser maestro.
Supongo que el destino nos maneja con
sutilezas que, a menudo, ignoramos.
Nuestras vidas, como dijo Jorge Manrique,
son los ríos y nuestros destinos los cauces. El mar de la conciencia nos acoge
a todos… y luego nos devuelve a la vida material para recomenzar, en una suerte
de espiral espiritual, el ciclo de perfeccionamiento de las almas. (Supongo).
El gato rabioso
Mi padre se quejó un día de la
desaparición de unos gazapos que había parido la coneja pocos días antes. Anduvo
atento al tema y descubrió al malhechor que volvía por más carne tierna: un
gato espabilado. Le esperó con una tranca de madera a la salida de la cuadra y
lo dejó tieso de un estacazo. Luego se deshizo del gato tirándolo en el
descampado del ortigal, junto al prado.
Yo había oído quejarse a mi padre y
cavilar sobre lo que estaba pasando con las crías de la coneja.
Cuando Eduardo, Carlos y yo encontramos un
gato “perjudicado” en el descampado no lo relacioné con los conejitos desaparecidos.
Pero Eduardo delató enseguida al maltrecho animal.
Imposible relatar los sentimientos de
excitación, repulsión, vergüenza posterior y arrepentimiento que me ha causado
la decisión que tomé involucrando a mis dos compañeros de andanzas: matar al
gato ladrón. De alguna forma debí pensar que remataba lo que mi padre había
comenzado.
El pobre animal recibió indefenso nuestras
pedradas y se revolvió contra nosotros rabioso. El resultado evidente de
nuestra insensata y cruel actuación era horrible y escalofriante: el gato se
nos enfrentaba completamente erizado, con chillidos espeluznantes y la boca
segregando espumarajos. Dantesco.
Arengué a mis compinches a rematar al
pobre animal y terminar con el lamentable espectáculo. Con grandes piedras
redujimos finalmente al pobre gato rabioso. Para ocultar aquel horror que
habíamos perpetrado lo sepultamos bajo un montón de piedras y nos largamos
confusos y un poco anonadados, con la evidencia palpable de nuestra estúpida
crueldad.
Gamoneda expresa en su poesía “Malos
recuerdos” la vergüenza que sintió por maltratar cruelmente, con otros niños
como él, a un perro que los adoraba. A los fascistas no les gustó nada aquella
poesía. (“¿De qué va este tipo?”)
El daño inmerecido, que sufrí en algunas
ocasiones, me indignó y me produjo rabia. El daño inmerecido que causé a otros
seres me provoca aún un indeleble sentimiento de profunda vergüenza.
Gorrión abatido
Con el tirachinas durante una temporada no
paré de disparar piedras menudas a botes y pájaros. Mi puntería no era gran
cosa, pero yo insistía tratando de adquirir destreza.
Yendo de paseo por el prado con Eduardo vi
descender un gorrión a la hierba a unos seis metros de nosotros. Armé el tirachinas
y disparé mi proyectil. Esperábamos que el gorrión saliera volando al escuchar
el golpeo de la piedra en su cercanía, pero no se movió nada.
Nos acercamos con curiosidad y sigilo, un
poco asombrados de que el pajarillo no levantara el vuelo. Al llegar al sitio
lo encontramos malherido con sangre en la cabeza. Nos dio pena, pero el pobre
pájaro acabó en la sartén, pues éramos menos sentimentales de lo requerido para
dedicarle unas pompas fúnebres.
Nuestros vecinos “alemanes”
Casi enfrente de nuestra vivienda, en la
casa que hacía esquina yendo hacia el Centro escolar, vivía una pareja con una
hija muy guapa y un hijo pequeño.
El hombre trabajaba
en Alemania pero venía en vacaciones de verano a residir un mes con su familia
en nuestra tranquila comunidad.
María José, la
hija, tenía mi edad, unos 11 ó 12 años en la época que relato. Llamaba la
atención por su belleza, inteligencia y natural desenvoltura. Yo a su lado me
sentía un paleto.
Sobre todo
cuando algunas noches de verano acudimos a escuchar música y bailar en un
parque donde habían instalado un recinto vallado, profusamente iluminado, en
cuyo interior tocaba una pequeña banda de músicos.
Los jóvenes y
adultos pagaban para entrar a la verbena mientras que los niños nos agrupábamos
fuera del recinto, al otro lado del seto artificial, donde la música era gratuita.
María José
bailaba sin complejos, sola o con los chicos que le daba la gana. Parecía desenvolverse
como pez en el agua. Nuestro amigo Carlos, Edu y yo parecíamos pasmarotes, sin
apenas iniciativa ni habilidades sociales. El ambiente festivo y bailongo sólo
nos permitía soñar, ya que bailábamos de pena y no sabíamos conectar con las
chicas y chicos que acudían como nosotros buscando diversión al calor del
ambiente verbenero.
Apenas
frecuentamos el lugar unas cuantas veces, pues, al menos yo, me sentía estúpido
y ridículo.
Aquel último verano
mío en Segovia, nos visitaron un día los padres de María José sin su hija. Contaron
a mis padres que ésta les había destrozado su dormitorio nuevo en la casa de
Alemania.
Los padres habían
salido de casa. Cuando regresaron encontraron el cuarto recién reformado de su
hija completamente devastado: muebles, paredes y ventanas testimoniaban el paso
de una horda vandálica. María José había invitado a su dormitorio, mientras sus
padres estaban fuera, a unos amigos adolescentes alemanes, que la secundaron en
su salvaje y radical protesta.
Los padres de
María José quedaron consternados por los daños sufridos, pero quedaron aún más desconcertados
con las explicaciones de su hija, que no se sentía culpable en absoluto.
Cuando la
volvimos a ver, su carácter era mucho más contenido. Ya no nos pareció la reina
del mundo, pero nosotros seguíamos más o menos igual de palurdos y ella tan
guapa como siempre.
Consultada
Maribel por mí sobre aquella familia, me ha explicado los maltratos que la
madre de María José prodigaba a su hija: desde llamarle "la puta esa"
hasta pegarle por motivos nimios.
Concretamente,
presenció una paliza tremenda, con gritos y patadas incluidas, mientras María
José se hallaba caída en el suelo tras un bofetón.
El motivo del
histérico enfado de la madre fue que a María José se le rompió el vaso que
acababa de recoger con los puntos de Avecrem regresando con mi hermana del
Peñascal.
A María José,
el tropiezo involuntario en una piedra del descampado le costó caro, pero más
caro les costó a sus padres “la masacre” del dormitorio nuevo.
Como suele
ocurrir, todo el odio de la madre hacia su hija, (¿celos, rivalidad?), era amor
apasionado por el hijo menor.
Todos estos
sucesos corresponden a mis dos últimos veranos en Segovia cuando ellos se
trasladaron a vivir en Alemania y venían a veranear a su casa del barrio.
Estando yo
recién ingresado en el Seminario, vendieron la vivienda de nuestra calle y no
volví a verlos.
Maribel
recuerda, sin embargo, que visitaron a nuestros padres en Alicante. Debió ser mientras
comenzaba su etapa de seminarista este desinformado y errático narrador.
La pólvora
Aunque anduviéramos
descolocados en el parque verbenero, demostramos poseer otras capacidades, como
la de elaborar pólvora con pastillas de clorato potásico, azufre y carbón
vegetal. Reducidas a polvo las pequeñas pastillas que adquiríamos en la
farmacia, (curan aftas y llagas bucales), las mezclábamos homogéneamente con
los otros dos ingredientes para obtener el producto explosivo.
Pequeñas
cantidades de pólvora bajo una piedra redondeada las hacíamos estallar con un pisotón.
Unos chicos, algo más mayores que nosotros, nos invitaron a ver una explosión
de pólvora dentro de una lata provista de una mecha, que enterraron en el
descampado de la parte alta de nuestra calle, (por allí acostumbrábamos salir cuando
bajábamos a la playita del río Eresma a bañarnos).
Recojo aquel
incidente por ser una pequeña proeza de nuestra anodina y anticuada época.
Operación de apendicitis (22 – 8 – 1965)
Vuelvo al relato principal. Cierto día
observé que Eduardo estaba más rellenito que yo. Nací alargadito y mi
naturaleza inquieta me mantenía flaco. Decidí engordar. Supuse que lo natural
para lograrlo era comer más y ese día doblé mi ración de garbanzos. Al amanecer
del día siguiente sentí dolor agudo en la zona derecha próxima al ombligo. Mi
madre dijo:
-Hay que llamar al médico. Pedro no se
queja si no le pasa algo grave.
El médico, tras palparme y comprobar la
inflamación del vientre, diagnosticó sin vacilación:
-Apendicitis, hay que llevarle
urgentemente al hospital.
En el Hospital Militar, el cirujano Dr.
Fdez. Cuartero me trató con gran simpatía antes y después de la operación.
Supongo que ser un paciente infantil entre tanto soldado me distinguía y favoreció.
-¿Tú eres valiente? –me preguntó al
recibirme en el quirófano.
-Lo normal –contesté con prudente
modestia.
-Si eres valiente te operaré con anestesia
local. La última operación de apendicitis se la hice a un señor mayor con
anestesia general. Al terminar la operación, su mujer se puso a llorar porque
creía que su marido estaba muerto.
-Como usted vea mejor –contesté ignorante
de lo que eran anestesia local y anestesia general.
-Pues entonces no te preocupes y estate
tranquilo mientras te opero. Estas correas que te pone la enfermera son para
sujetarte los brazos y las piernas. No debes sacar los brazos de las correas.
Mantente quieto y todo irá bien.
-De acuerdo, no me moveré.
-Muy bien chaval, ya verás que fácil se
arregla esto.
Tras cubrirme con una sábana que tenía un
agujero en la zona a operar del vientre, el cirujano procedió a anestesiarme y
sajarme con el bisturí. La sensación indolora de la piel abriéndose era
semejante a la de una cremallera. (“Por ahora no me ha dolido”).
Cuando el cirujano manipulaba mis
intestinos, noté fuertes molestias y deseos de tirarme pedos. (“¿Qué hago? No
puedo pedorrearme ahora”).
Resistí y me controlé, a costa de una
inevitable exudación, que la enfermera atendió secándome la frente y la cara
unas cuantas veces.
Yo me animaba diciéndome que podía
aguantar, pero rezaba mentalmente para que la operación terminara cuanto antes,
porque lo estaba pasando mal.
Por suerte, el cirujano terminó pronto: al
cuarto de hora después de abrirme ya me estaba cosiendo. Tras darme tres
bonitas puntadas llamó a mi madre. En su presencia, me hizo un guiño y me
dijo:
-Pásate a la otra camilla tú solo para que
te lleven al dormitorio.
Arrastrando el culo, y controlando las
molestias, obedecí, pasando de la mesa de operaciones a la camilla de
traslados. Mi madre estaba contenta, tal como esperaba el cirujano. Me acompañó
al dormitorio colectivo hablando animadamente con la monja enfermera y conmigo.
Allí me atenderían, durante varios días,
unas monjas que se ocupaban de la limpieza general y la comida de los
pacientes.
-Si necesitas algo, no dudes en pedírnoslo
–me ofreció amablemente la monja que nos acompañaba.
En el dormitorio, planta baja, se
recuperaban alrededor de media docena de soldados, quienes no tardaron en darme
palique y gastarme todo tipo de bromas.
Lo malo era que no me podía reír a gusto,
pues me dolía la zona operada cada vez que lo hacía. Eso les provocaba más
risas y les animaba a improvisar nuevas chanzas y gracietas.
El cirujano estaba orgulloso de lo bien
que había salido todo, sin necesidad de la anestesia general. Me distinguió
presentándome a un par de colegas suyos mientras yo permanecía en cama. Siempre
ponderaba lo buen paciente que había sido.
Mi madre venía todos los días a
acompañarme una horita o dos. Cuando pude levantarme de la cama y andar,
dábamos pequeños paseos por el patio del hospital. Yo me cogía de su brazo. En
uno de los paseos mi madre tropezó y se sujetó en mí para no caer.
El tirón provocó que se me resintiera la
costura de la operación, pero afortunadamente no hubo desgarro. Ambos nos tranquilizamos
al saberlo por boca del atento cirujano.
Además, me invitó a presenciar la cura de
un testículo a un soldado. (“¡Cuánto pelángano!”)
Los soldados me habían cogido cariño. Al
marcharme, uno de ellos me dijo:
-No te olvides de nosotros, chaval.
Recuerda que somos tus amigos.
La apendicitis la había provocado una pelotita de pieles
de garbanzo que, ¡cómo no!, el cirujano me mostró con familiaridad, tal como
corresponde entre buenos camaradas. (“Ya no quedan cirujanos así”). Recibí el
alta el 7 de septiembre del 1965.
MONTORO (1965)
Fui con mi padre en el tren, con una
maleta conteniendo toda mi ropa de invierno y verano. Me mareé durante el viaje
y vomité nada más tomar una tónica que me compró mi padre en el bar.
Tío Constantino fue a recibirnos a la
estación de Montoro, destilando simpatía y buen humor. Besé al resto de la
familia al llegar a la casa parroquial, (C/ Postigo, 3): abuela Antonina, tía
Rosario y tío Emiliano. La primera noche dormí en la otra cama del dormitorio
de mi tío Constantino. Pasé parte de la noche sollozando lo más silenciosamente
que pude, al constatar mi desvalida situación.
La pérdida de mi vida medio salvaje y
despreocupada, pero sobre todo la separación de mi amada familia, supuso el
final de mi segunda infancia.
Supongo que el recuerdo inconsciente del
año en Villaharta también me afectó. Mi padre ni siquiera se había quedado a dormir,
acuciado seguramente por su agenda laboral sin días libres.
Durante el día siguiente fui conociendo la
casa, la iglesia y un poco el pueblo. Al llegar la noche volví a sentir lástima
de mí mismo y estuve llorando unos minutos.
Me paré a pensar y me dije que no podía
lamentarme eternamente, pues lo que me esperaba tampoco era tan terrible. Además
ahora contaba en la casa con la presencia de mi tío Emiliano, con quien siempre
tuve buena relación.
Me calmé y me sobrepuse, asumiendo mi
nueva vida con la suficiente entereza como para conseguir conciliar el sueño y
despertarme más animado. En adelante dormí solo en la habitación contigua, intercambiando
mi cama de las dos primeras noches con la de tío Emiliano.
Mis nuevos amigos
Mi tío Constantino se preocupó esta vez
más por mí y, nada más llegar, me presentó a la familia de Juan de Dios. La
madre me saludó cordialmente y me ofreció su casa para que fuera siempre que
quisiera. Juan de Dios aún hizo más: me adoptó como si fuera su hermano,
encantado de tener con quien compartir juegos y aventuras.
Sus hermanas Pilar y María José preferían
divertirse sin él, ya que chocaban a causa del carácter dominante de Juan de
Dios, algún año mayor que ellas. Gema se hizo amiga de Pilar y María José
cuando se vino a estudiar al instituto de Montoro durante mi segundo curso en
el Seminario.
El
siguiente amigo que conocí, casi inseparable de Juan de Dios, y a partir de
entonces también mío, fue Juanito, que vivía en la misma calle empinada,
(Salazar), que Juan de Dios, tres o cuatro casas más arriba.
Poco a poco fui conociendo a más chicos de
familias ricas. El grupo se consolidó como una pandilla estable y sin
conflictos. Nos reuníamos de vez en cuando para pasear, ir de excursión, jugar
en el casino…
Aunque yo no pertenecía a su clase social,
me aceptaron sin la menor aprensión. Allí, el sacerdote era una figura
considerada autoridad local, que no sólo actuaba de consejero en las causas o
problemas familiares sino también en las del municipio.
Juan de Dios me buscaba todos los días
para jugar conmigo en su casa al scalextric, al monopoly, al mecano…; ir al
casino a jugar al billar; pasar el día en su cortijo, bañándonos a veces en la
alberca, (estando ambos limpiándola de verdina resbalé y me partí la barbilla);
hacer excursiones; salir de caza; tomar vinos haciendo el recorrido por algunos
bares; pasear en la yegua y la burra…
No me permitió aburrirme; desde luego nada
que ver con Villaharta.
Con la pandilla
Juan de Dios tenía un disco de vinilo con
las bandas musicales de Ernio Morricone para los “espagueti wéstern” de Sergio
Leone. Lo escuchamos muchas veces en su dormitorio. Cuando en el cine de verano
de Montoro pusieron un ciclo del oeste, no nos perdimos ni una película.
A propósito de cine, recuerdo que mi tío
Constantino me llevó a ver “Franco, ese hombre” en el “Cinema Pérez”. También me invitó a presenciar con él una
corrida de toros en la plaza monumental de Montoro. Toreó y triunfó Sebastián Palomo
Linares. Nunca me han emocionado demasiado las corridas de toros, pero mucho menos
el militarismo franquista. Moraleja: la cultura derechona no me emociona.
Un toro en las fiestas de Campello, a
finales de los años 70, me desgarró el muslo izquierdo. El cirujano necesitó
unas cuarenta costuras internas y externas para arreglarme el estropicio.
Más que contra la fiesta de los toros
estoy en contra de las subvenciones taurinas. En cualquier caso NO al maltrato
animal.
“Toro
bravo arrolló mi compostura, corneándome
sin ensañamiento, mas
dejando en mi muslo dos costuras
que
firman mi desahucio de los ruedos”
(Estrofa de mi poesía “Breve noticia de mi
vida”)
Volvamos a mis andanzas montoreñas. Un día,
el padre de Juan de Dios nos llevó a toda la pandilla en su Land Rover a una
sierra cercana a Alcolea. Encontramos muchos níscalos, setas que yo conocía de
cuando mi padre las traía a casa. Hicimos una hoguerita para asar los níscalos
a iniciativa mía. Chicos y chicas manifestaron una gran aprensión a probar los
níscalos, pensando que podían ser setas venenosas.
Les hice una demostración en toda regla,
comiéndome una buena ración de níscalos crudos, ya que no me concedieron tiempo
para asarlos. Pero ni aun así logré convencerlos. Y los níscalos recogidos se
desperdiciaron.
Con Juanito fuimos a un río y con una red
capturamos fácilmente un montón de peces que se refugiaban en el fondo de una
poza. En otra ocasión fuimos a un riachuelo donde atrapamos los peces con las
manos, ya que sesteaban entre la verdina, casi a ras de superficie.
Pero lo que hacíamos casi todas las tardes
era ir al casino (de los ricos) a jugar al billar. A veces nos invitaba el
padre de alguno de la pandilla desde la barra del bar, pagando las cervezas y
refrescos que consumíamos en ese momento. En el casino, me enzarcé con Fran al
ajedrez, llegando a descubrir el método más eficaz: estudiar bien la posición y
buscar concienzudamente jugadas salvadoras y ganadoras.
Frecuentábamos también un bar a la salida
del pueblo con una terraza en el patio a la sombra de varias parras. El paseo
para llegar a él ofrece excelentes vistas sobre el Guadalquivir y la campiña. En
la terraza del bar charlábamos, bebíamos y fumábamos algunos cigarrillos. Para
reunirnos no quedábamos, sino que íbamos de casa en casa extrayendo
parsimoniosamente a los integrantes de la pandilla uno tras otro.
Aquellos “señoritos” solían cambiarse tres
veces de ropa al día. Uno de ellos tenía por costumbre tomarse tres aspirinas
diarias. Fran, con un espejito en el zapato, espió alguna vez las bragas de
nuestras amigas estando sentados en las mesas del patio del Casino.
Para matar salamanquesas por los patios y calles del pueblo nos
bastábamos el trió ya mencionado: Juanito, Juan de Dios y el menda. Yo tenía
mejor puntería. Aquello lo dejamos enseguida buscando mejores entretenimientos,
pues matar animales indefensos es francamente cutre. Mi suegro, Gerónimo, me ha
contado que él en su época adolescente hacía lo mismo en Denia.
Por el pueblo, en ocasiones, ejecutábamos la
ronda de los bares, tomando chatos de vino y siendo obsequiados, en alguno de
ellos, con tazas de caldo de caracoles en vez de tapas.
En la ovalada plaza España, una de las
farolas tenía un cable mal aislado que provocaba calambrazos. Un día formamos
una cadena de ocho o diez chicos y chicas cogiéndonos de la mano.
El que hacía de cabeza tocaba firmemente
la farola y el calambrazo fuerte lo recibía el que se encontraba en la cola. Estuvimos
probándolo unas cuantas veces, cambiando nuestra respectiva posición en la cadena.
Finalmente lo dejamos saciados de electricidad.
También nos lanzamos Juanito y yo con su
bici por la calle Salazar, una calle de adoquines que descendía muy inclinada
hasta la misma plaza de España.
Abajo, uno de nosotros vigilaba que no
viniese ningún coche por el callejón de la calle Plaza Jesús, justamente al
final de la empinada cuesta, que desembocaba también en dicha plaza de España. Creo
que yo era el más temerario y me lancé más veces en plan kamikaze. Como prueba
de mi temeridad contaré otra anécdota.
Anduve por
la pared exterior de la torre, a la altura del campanario, un par de veces,
para obtener casquillos incrustados en la típica “piedra de molinaza” de los
edificios de Montoro. Casquillos de bala y restos de un pequeño obús republicanos,
procedentes de la Guerra Civil, fueron los trofeos que logré obtener moviéndome
sin red por una escueta cornisa exterior, a más de 20 m. de altura del suelo.
Los rápidos
En el Guadalquivir, a su paso cerca de un
molino de piedra, había un estrechamiento donde el agua formaba unos rápidos. Fran
me dijo que los había atravesado con una balsa arrastrado por la corriente.
Sin
pensármelo mucho, me metí en el río yo solo avanzando hacia los rápidos. La
fuerza del agua me succionó y me lanzó unos 20 ó 30 metros más abajo del salto
del agua.
La primera vez lo hice solo. La segunda
vez me exhibí ante la pandilla, golpeándome ligeramente una rodilla en el lecho
del río. Lo hubiera repetido más veces pero ya no era novedad y además no me
secundaba nadie.
Estampa de Semana Santa en Montoro
Recrear tan monumental y multitudinario
evento está fuera de mis posibilidades. Me limitaré a narrar algunos detalles
desde mi óptica personal en aquellos años.
Una tarde,
esperaba la salida de una imagen por la puerta de la iglesia, plantado en medio
de la plaza del Carmen, en medio de un enorme gentío y expectación popular. Comprobé
que la aparición de la imagen se hacía esperar demasiado y decidí largarme. No
pude. Hube de permanecer atrapado hasta que, pasado un buen rato, el gentío
aflojó la presión y me permitió escapar.
Mis
amigos estaban dispuestos a conseguirme un traje de romano, si aceptaba salir
en los suntuosos desfiles de las relucientes escuadras romanas, acompañando al
Cristo con la cruz a cuestas. Les dije que no, pues no me veía asaltando los
bares cada vez que se interrumpían los desfiles, según costumbre inveterada de
la tropa.
Me
conformé con ver desfilar a mi amigo Juanito con su capa de terciopelo y su
espada de comandante romano al frente de los soldados. El cargo lo había
heredado de su padre, ya muerto. No pudo asumir la comandancia hasta que cumplió
16 años.
Con
naturalidad y gran compostura interpretó su papel de protagonista destacado en
la fiesta de la Semana Santa montoreña. Será comandante romano de por vida y
con derecho a dejar el cargo a su heredero.
Los
desfiles de moros y cristianos de estas tierras levantinas, en las fiestas de
Les Fogueres, no difieren en ornato, aunque las comparsas son más diversas en
sus atuendos, y musicalmente más animadas, (“Paquito el chocolatero”, por
ejemplo). La música de la Semana Santa se basa prácticamente en ritmos de
carácter dramático procedentes de innumerables tambores y algunas cornetas y
trompetas.
Escuché
con curiosidad una interminable saeta en la calle Plaza Jesús mientras el paso
avanzaba metro a metro. Tardó hora y media en recorrer los escasos treinta
metros entre las dos plazas.
Me
escabullí de nuevo superado por la lentitud inexorable de la representación y
esperé aburrido la llegada del paso a la plaza de España.
Di unos
cuantos paseos en busca de mis amigos sin lograr encontrar a ninguno de ellos. Presencié
el ritual de las reverencias del citado Cristo a la imagen de su Madre,
despidiéndose de ella en la plaza de España.
Ritual
parecido se realiza entre Mutxamel y Sant Joan cuando el Cristo de la Paz, de la
iglesia San Juan Bautista, se encuentra con la Mare de Déu de Loreto a medio
camino entre los dos pueblos. A continuación el Cristo de la Paz acompaña a su Madre
hasta la iglesia de El Salvador en Mutxamel.
El padre Zurita
Yo
confesé varias veces mis masturbaciones al padre Zurita, presbítero de la
iglesia del Carmen, para poder comulgar dando buena imagen de seminarista.
El padre
Zurita tuvo un rifirrafe en la sacristía de su parroquia con la abuela de dos
de mis amigos de la pandilla, (Isidoro, el mayor de los dos, murió aquel mismo
año), por cambiar el itinerario de una procesión.
La abuela
le atizó con el bastón para convencerle de que el paso del Cristo debía seguir
bendiciendo la puerta de su mansión. Lo cierto es que subir por la empinada
calle Salazar con el paso del Cristo era poco menos que una temeridad.
También
protagonizó el mencionado cura un escándalo, al liarse, presuntamente, con una
feligresa.
Vi morir a una mujer
-Pedro,
acompáñame a dar el viático a una mujer mayor –me solicitó tío Emiliano.
-¿Qué
tengo que hacer yo?
-Nada,
simplemente acompañarme y sostenerme los óleos.
Accedimos
a la habitación de una casa humilde, habilitada con apenas una cama y un par de
sillas. La mujer postrada en la cama tenía los ojos cerrados y respiraba con
dificultad. Era una anciana canosa de unos 60 años.
Mi tío se
colocó la estola y comenzó los rezos, leyendo su libro de liturgias. Apenas
había persignado la frente de la mujer, con su pulgar impregnado en los oleos
sagrados, cuando ésta dio un fuerte suspiro y expiró. Delicadamente, sin ningún
drama, con un simple estertor.
Mi tío
continuó los rezos y los signos de la cruz con los óleos, ahora sobre la boca y
el cuello de la difunta. Se quitó la estola, besó la cruz bordada de la misma e
intercambió unas palabras con la hija, allí presente. La hija agradeció las condolencias
y nos acompañó hasta la puerta con semblante grave y resignado.
En mi
opinión, sacralizar ritualmente la muerte tranquiliza y alivia a los familiares
vivos. De vuelta a casa mi tío inició una conversación anodina. Mientras me hablaba,
yo pensaba: “qué fácil es morirse, la vida continúa como si desaparecer de este mundo fuese un
asunto banal e intrascendente”.
Acompañando a una prima de Elisa moribunda (20 años después)
Ese
recuerdo me trae otro muy posterior, cuando Elisa y yo vivíamos juntos. Su
prima padecía un cáncer de pulmón avanzado cuando iniciamos nuestras visitas a
su casa de San Blas. Respiraba asistida por el oxígeno de una bombona que le
proporcionaba el hospital. Era una mujer aún joven, agradable y comunicativa.
Cuando regresaba del hospital después de una extracción de los líquidos pulmonares
encharcados, su postración era brutal. Al cabo de unos pocos días mejoraba y
volvía a conversar con nosotros.
Su error
fue no atender las advertencias de su médico cuando le detectó varios quistes
en el pecho. La metástasis pulmonar no tardó en aparecer y su salud cayó en
picado. El marido la cuidaba atentamente y se hacía cargo de todo lo
relacionado con sus dos hijos de unos 10 y 12 años respectivamente. Yo regalé a
la prima de Elisa un libro de fábulas del maestro taoísta Zhuang Zi, pensando
que le ayudaría a valorar la vida sin apegos. Lo leyó y le gustó.
Una noche
que yo estaba solo en casa sonó el teléfono. Era el marido de la prima de
Elisa. Me pidió que fuera al actual Hospital Universitario de Alicante, pues su
mujer reclamaba mi presencia. La mujer estaba agonizando. Cuando llegué junto a
su cama, me cogió la mano al tiempo que respiraba agónicamente. Yo no sabía qué
hacer ni qué decir. Quedé conmocionado ante la terrible situación que estaba sufriendo
la mujer. Pensé que moriría cogida de mi mano en aquel mismo instante. Sin
embargo, el ataque respiratorio acabó dejando paso a una calma aleve. La prima
de Elisa se relajó, me soltó y cerró los ojos para descansar. Entonces volvió a
entrar su marido y me dijo que podía irme; que era suficiente haberla acompañado
esos minutos.
Al día
siguiente nos avisaron de su muerte. En el entierro el marido lucía feliz como
no le habíamos visto antes, liberado al fin de la terrible carga de la
enfermedad corrosiva y el deterioro paulatino de la salud de su mujer. Me
comentó en el cementerio que el deceso ocurrió pocos minutos después de que dejara
yo a la prima de Elisa descansando, tras el angustioso ataque respiratorio.
La nieve en Montoro
Durante unas vacaciones de Navidad cayó
una pequeña nevada, hecho absolutamente insólito en aquellos lares. Toda la pandilla
nos dirigimos a la salida del pueblo a disfrutar la novedosa situación.
Yo era el único familiarizado con la
nieve, ya que en Segovia todos los inviernos solía nevar, y algunos
copiosamente, hasta el punto de suspender las clases en el colegio de los
Misioneros un día lectivo, cuando yo estaba en segundo. (Como nosotros
carecíamos de teléfono, Edu y yo nos enteramos de la novedad al llegar al
colegio y encontrar el cartel que colocaron en la puerta).
Propuse a los chicos y chicas de la pandilla
jugar a tirarnos bolas de nieve. Nos entretuvimos poco rato en aquella
actividad porque la capa de nieve era exigua. Luego seguimos paseando juntos,
disfrutando del inusual panorama, ahora tan tenuemente blanquecino que nos
recordaba los belenes navideños.
Tres cumbres nevadas (unos 10 años después)
Por alguna razón inexplicable siempre que
voy a un lugar nevado me invade un íntimo gozo.
Estando de profesor en Biar, una noche
soñé con tres picos nevados y aquel mismo curso acabé subiendo a tres montañas
con nieve.
Una de ellas, La Aitana, con Jordi de
Bañeres, Emiliano y sus amigos, en una excursión improvisada; otra, el Reconco,
con mis alumnos de 8º curso; y otra, la misma sierra de Biar a escasa distancia
enfrente de mi casa.
En
esa última ocasión, sólo me acompañaba mi perra y era de noche. Tropecé,
resbalé y caí de bruces por un desnivel en la pendiente con pinos. Con el
hombro y el cuello quebré un arbolito que dejó un trozo de tronco afilado
sobresaliendo unos 20 cm. del suelo nevado. Pensé, aliviado, que podía
habérmelo clavado fácilmente en el cuello con fatídicas consecuencias. Afortunadamente
no fue así y puedo contarlo.
Un avispero en la abandonada casa parroquial de
“Los huertos familiares”
Debido a la complicidad que existía entre
mi tío Emiliano y yo, cuando le hicieron párroco y maestro de la escuela
unitaria de los Huertos familiares de San Fernando, le acompañé allí con cierta
frecuencia.
En una ocasión, entramos en el patio de la
casa parroquial a coger las lustrosas granadas que divisamos previamente por encima
de la tapia.
La casa estaba completamente abandonada. Encontramos
el patio inundado de matas y yerbajos, que había que atravesar para alcanzar el
granado.
Cuando corría entusiasmado hacia el árbol,
golpeé inadvertidamente un avispero oculto entre los matojos. La respuesta de
sus habitantes fue fulminante y contundente. Me conté 37 picaduras de avispa,
que el barro alivió provisionalmente.
Al día siguiente vinieron mis amigos a
buscarme para pasar una hora en la piscina antes de comer.
Mi pierna estaba bastante inflamada. Al
tratar de nadar en la piscina comprobé el daño recibido al sentir evidentes
molestias en cada movimiento de la pierna afectada. A la semana, el veneno
había sido depurado por mi organismo adolescente sin dejar restos de rencor
alguno hacia las hermanas avispas.
Profe auxiliar de mi tío Emiliano en Los huertos
familiares de Montoro
En otra ocasión, le acompañé toda una
mañana de un día lectivo como profe auxiliar. Me solía hablar de sus alumnos
como potrillos sin domar.
-Organízales muchas carreras para que se
desfoguen y entren después en la clase un poco más relajados –me pidió cuando
salimos al recreo.
No les agotaba en absoluto efectuar
carrera tras carrera, pletóricos de energía y ansiosos por demostrar sus
excelentes dotes atléticas. Al regresar al aula, la supuesta relajación apenas duró
“una mierda”.
-D. Emiliano, hemos pillado a Fulano con
la navaja que guarda usted en el cajón para hacerse el bocadillo del almuerzo –“disparó”
un chico espabilado con evidente animosidad contra el ladrón y de paso tratando
de ganar reconocimiento.
El alboroto fue instantáneo y el acusado
protestaba alegando que todo era mentira. Enseguida, dos nuevos chavales se
unieron contra él en la denuncia, acorralándole y dejándole sin escapatoria.
Se me ocurrió entonces una idea para controlar
la situación:
-Deberíamos hacerle un juicio justo para
que pueda defenderse y explicar lo sucedido.
-Pero
que devuelva primero la navaja –exigió el más beligerante.
El chico acusado, tras dudarlo unos
momentos, aceptó devolver el cuerpo del delito y acatar el veredicto popular.
Fue a buscar la navaja escondida cerca de la escuela y se la devolvió a mi tío.
En el reparto de papeles tío Emiliano fue
el juez y yo el abogado defensor. Tras escuchar de nuevo las acusaciones detalladas
de un par de fiscales espontáneos, tomé la palabra:
-En primer lugar hay que tener en cuenta
que no ha hecho nada malo con la navaja y en segundo lugar que la ha devuelto
voluntariamente. Solicito que se le perdone por ser esta su primera vez. Bastante
mal le habéis tratado ya por haber caído en la tentación de robar –alegué,
sintiéndome importante por la atención que me dedicaban.
El orgullo que sentía de ser el principal
protagonista de aquel tinglado, revela lo desenvuelto que he sido cuando se me
ha concedido actuar ante un público atento, favorable o no.
-Creo que el abogado tiene razón –admitió amablemente
mi tío.
-Si el acusado promete no volver a robar
le concedo el perdón –remató a modo de sentencia tío Emiliano.
-No volveré a hacerlo nunca más, D.
Emiliano –expresó contrito el acusado.
-En ese caso vamos a trabajar todos un
rato haciendo las tareas de matemáticas.
Nadie quedó descontento, aunque creo que
algunos deseaban una justicia más radical y menos tareas.
Para mi futuro desempeño profesional como
maestro de enseñanza primaria resultó ser una experiencia señera, pues me he
visto en varias ocasiones actuando de mediador, resolviendo conflictos escolares
de todo tipo, bullying incluido.
No quiero dejarme en el tintero una
historieta que nos contaba tío Emiliano de cuando era seminarista en un curso
superior de Filosofía escolástica, o quizás ya en Teología: Como detalle
navideño, los curas ofrecieron una comida especial, que incluía un plato de
calamares en su tinta. A los seminaristas no les hizo gracia la novedad y se
fueron confabulando para no probar aquel guiso “asqueroso”. En vano, los superiores
les llamaron borricos por despreciar aquella “delicatessen”.
La yegua
Aunque no
venga demasiado a cuento, quiero relatar un episodio, inolvidable para mí, del
día en que visitamos a uno de los caseros del padre de Juan de Dios. Fuimos
ambos montados en su yegua.
Juan de
Dios se encontraba muy a gusto conversando con el casero del pequeño cortijo y con
la mujer del mismo. A escasos kilómetros de allí se encontraba el cortijo
principal con las cuadras, el molino de aceite, las porquerizas, la alberca y
el pilón, el huerto, etc. de donde habíamos venido.
Como me
aburría, le pedí permiso a mi amigo para dar un paseo en la yegua, educada para
hacer elegantes cabriolas y pasos de exhibición. Juan de Dios no puso el menor
reparo. Así que me fui directamente hacia el equino, que, sin arreos ni silla
de montar, aceptó gustosamente mi proposición.
Apenas la monté, la yegua emprendió un veloz galope, sin control posible
por mi parte, hacia su cuadra. Me sujeté a las crines y me dejé llevar,
excitado con su espontánea carrera desenfrenada.
La
carretera de tierra tenía piedras sueltas. En un tramo recto con una ligera
rampa, la yegua tropezó de la “mano” derecha. Me fui hacia adelante de golpe.
Sentí que saldría disparado por “orejas” del flanco derecho ineludiblemente y
que me estrellaría violentamente contra la dura pista de tierra.
Durante
un intenso segundo presentí que el accidente sería brutalmente trágico. Pero la
yegua, en plena carrera, arqueó el lomo, evitando a propósito mi letal caída,
al mismo tiempo que se recobraba del tropiezo. Sin tiempo para pensar, pasé de
una mortal expectativa a una inesperada y maravillosa sorpresa de alivio. No
pasó nada y pasó todo.
Enseguida
el noble equino refrenó su galope descontrolado y me permitió gobernarlo de
vuelta a la finca. La yegua parecía tan asustada como yo, consciente de que su
loca carrera podía haber tenido consecuencias indeseables. Regresamos al paso.
Juan de
Dios aún conversaba con sus caseros, tranquilamente sentados los tres en el
humilde salón de la vivienda junto a la puerta abierta. Tras apearme, acaricié
agradecido el cuello sudoroso del noble animal y simulé que no había pasado
nada.
De
regreso a las cuadras, en mi cabeza permanecía gravado el instante de la
terrible caída, que creí irreparable, y evidentemente, también mi sorprendente
e inusitada salvación. ¡Y hay quien dice que los animales no tienen alma!
Los Registros
Akásicos citan a un compañero cruzado, caballero del Temple, que me sujetó cuando
me precipitaba hacia adelante y controló a la yegua desde el plano astral,
salvándome la vida. Yo había salvado la suya cuando se hallaba sin espada en
una batalla medieval, según los Registros. Por aquel entonces él era un avezado
instructor de jinetes y en mi reencarnación actual es uno de mis guías protectores.
Algunos
años antes, la burra que montaba en Barahona tropezó en una piedra al cruzar el
río. Su proceder fue muy distinto, ya que aprovechó el traspié para tirarme al
agua descaradamente.
De poco
le sirvió la maniobra a la burra “vivales”, porque la volví a montar, aunque ya
receloso de su aviesa y manifiesta intención de librarse de mí a la menor
oportunidad.
Muchos
años después, nuestras amigas Chamari y Ana nos propusieron a Eduardo y a mí
alquilar unos caballos en una finca de Campello para dar un paseo y cambiar nuestra
rutina pandillera.
Con mejor
ojo que mis compañeros elegí el caballo más joven y fresco.
El
monitor que nos acompañaba, tras largarnos el típico discurso de que no
hiciéramos nada peligroso, encabezó parsimoniosamente la comitiva. Al primer
descuido del joven monitor, lancé mi caballo al galope. El muchacho, seriamente
contrariado, me regañó indignado cuando logró alcanzarme, acusándome de
temerario.
-Tú lo
que no quieres es que se te cansen los caballos –protesté-. Para dar un paseo
al paso prefiero ir andando.
Nos
consintió al regreso el consabido y típico trotecillo que las caballerías
realizan espontáneamente de regreso a sus cuadras.
EL SEMINARIO MENOR (1965 – 1968)
Mi tío Constantino me llevó a Córdoba en
su coche. Allí nos recogió un autobús a todos los “pichones”, que emprendíamos,
un poco cohibidos, la aventura de ser estudiantes internos.
Después de marcharse mi tío, un vendedor
ambulante pasó ofreciendo diversos artículos mientras esperábamos que llegaran
los seminaristas rezagados. Le compré un cortaúñas, previsoramente, con el
dinerillo que me dieron mis padres.
Durante el trayecto en autobús me mareé.
Paramos en la Explanada del Pozo, donde jugaríamos tantos jueves y domingos, y
allí vomité. Luego, el autobús se encaminó al Seminario.
Ya en el edificio del Seminario, los curas
nos llevaron a una sala dormitorio de unas cincuenta camas. Las camas y taquillas las fueron distribuyendo
entre los recién llegados, indicándonos que debíamos guardar nuestra ropa en el
armario y dejar hecha la cama. Saqué mi ropa de la maleta y la guardé.
A
continuación intenté desmañadamente colocar las sábanas y una de las mantas que
me dieron mis tíos.
Una madre, que trajo en su propio coche a
su hijo, mi nuevo compañero de dormitorio, se compadeció de mi torpeza y me
ayudó a hacer la cama correctamente, al tiempo que me enseñaba los
procedimientos a seguir. Le agradecí de todo corazón su amable atención, tan sutilmente
maternal.
Enseguida
nos convocaron para que el rector, D. Gaspar, nos diera, conjuntamente con la
bienvenida, los horarios y normas. Aquella amable madre se esfumó dejando a su
hijo en la misma situación que quedábamos todos: solos, aislados del mundanal
ruido, en un gran edificio perdido en medio de la serranía de Hornachuelos en
el macizo de Sierra Morena, y a cargo de unos 12 curas.
El Seminario ocupa una escueta explanada a
medio camino entre el río Bembézar, afluente del Guadalquivir en la provincia
de Córdoba y la cumbre de una montaña. Por la parte alta de nuestra ladera a
veces pasturaba un rebaño de cabras. Por el camino del otro lado del río
también vimos pasar en varias ocasiones algunos rebaños de ovejas o cabras.
Los
paisajes son espectaculares, se pueden admirar en Internet: “Ruta al Seminario
Santa María de los Ángeles”. El edificio, abandonado en 1971, (cuando yo
terminé de estudiar PREU en Córdoba capital), ha sido visitado con cierta
frecuencia por senderistas, excursionistas y antiguos alumnos. La visita que teníamos programada en 2020 quedó pospuesta sine die a causa del Covid -19.
En 2017 se iniciaron las labores de
limpieza y rehabilitación para convertirlo en un Centro de Ejercicios
Espirituales y retiro, o como Hogar de marginados).
Al llano del Pozo, a algo más de dos kilómetros
del Seminario, acudíamos las tardes del jueves y del domingo a jugar al fútbol,
como ya comenté unas líneas antes. En el agradable paseo hacia el llano muchas
veces me entretenía en silbar hacia los árboles con un silbido aflautado que ya
apenas consigo reproducir. A menudo, los pájaros me respondían con una
algarabía de trinos.
Los no futboleros, entre los que me
encontraba, nos entreteníamos apedreando encinas para agenciarnos suculentas y
sabrosas bellotas dulces; construyendo presas con barro en los regatos de agua
que se formaban tras las lluvias; y observando las evoluciones de los diversos
insectos de agua de una gran charca, cuyo curioso espectáculo natural me
mantuvo completamente absorto y alucinado hasta que se secó la charca.
Afición poética en primer curso del Seminario
En la clase de lengua de primero, las
lecciones comenzaban con una poesía corta introductoria. El profesor, D.
Francisco Javier, nos pidió que la aprendiéramos de memoria para declamarla al
día siguiente. Yo no dejé escapar la oportunidad. Al comenzar cada clase, el
profesor solicitaba un voluntario. Siempre salía yo a recitar la poesía con
desenvoltura, exhibiendo mi inclinación poética y los dos cursos de adelanto sobre
mis compañeros. El profesor sabía que los demás alumnos no se tomarían la
molestia de memorizarla. Al pedir voluntarios siempre me miraba a mí.
Recientemente, en el encuentro de ex
seminaristas de Lucena, (abril 2017), un compañero de primero me explicó que
tenía apabullada a toda la clase con mi seguridad y conocimientos. Le comenté
mi lógica ventaja al tener ya realizados aquellos estudios.
En tercer curso ya sólo usábamos la sotana
para ir a misa. También nos la pusimos todos los seminaristas cuando el obispo
nos hizo una visita. Mi ex profesor de lengua, D. Fco. Javier, me dio una poesía para que la
aprendiera de memoria y se la recitara al obispo. Así lo hice. En la película
española “Alegre juventud” de Mariano Ozores se recitan las dos primeras estrofas
de la poesía de P. Julio Alarcón:
Dulcísimo recuerdo de mi vida,
bendice a los que vamos a partir.
¡Oh
Virgen del Recuerdo dolorida,
recibe
tú mi adiós de despedida
y acuérdate de mí!
¡Lejos de aquestos tutelares muros,
los compañeros de mi edad feliz
no
serán a tu amor jamás perjuros;
conservarán sus
corazones,
se acordarán de ti!…
El obispo, D. Manuel Fernández Conde y
García del Rebollar, me dio la mano para que le besara el anillo, me felicitó y
me comentó casi al oído que tenía en alta estima a mi tío Constantino, promotor
de construcciones sociales en El Vacar, (pedanía de Espiel y Villaviciosa), y en Montoro.
Escarceos literarios y un premio con ayuda de mi tío Emiliano
Cuando preparé un trabajo en las
vacaciones de Navidad (curso 67-68) sobre los “Enfermos curados por Jesús”,
(curaciones recogidas en los cuatro Evangelios), mi tío Emiliano me ayudó a mejorar
el tema.
Aquella tarea me valió el segundo premio.
Antonio Estepa Romero me ha dicho en un comentario del blog que él también
recibió el segundo premio. Obtuvimos sendas Biblias de bolsillo, la de lujo
correspondió a Pablo Bosch Valero que obtuvo el primer premio. Además,
recibimos una foto cada uno recogiendo el premio de manos del rector.
Aquella Biblia, que acabé leyendo
completa, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, durante la media hora matutina
de meditación diaria, se la regalé a mi sobrino Adrián.
Estando en tercer curso, mi tío también
retocó mi primer soneto, que ejecuté siguiendo el modelo de Lope de Vega “¿Qué
tengo yo que mi amistad procuras?”
El profesor de lengua, (que ese curso era
D. Francisco Mantas Molina), prácticamente lo despreció, por lo que no volví a
molestarle con más poesías.
Pero a mi tío Emiliano le presenté un
poema en prosa que comenzaba “He subido esta tarde a la terraza…” Lo calificó de Juan Ramoniano.
No volví a manifestar mi creatividad
literaria hasta Preu para demostrar a la profesora de literatura, doña Mª Luisa
Revuelta, que en el examen sobre el romanticismo no me había copiado.
Yo me había comprado un librito de poesía
romántica en la librería Luque para profundizar en el tema. En el examen me
explayé utilizando la documentación del prólogo. Sobrepasé los límites de las
preguntas pretenciosamente, por lo que doña Mª Luisa me suspendió sin
molestarse en darme explicaciones.
Unos días después leí un trabajo en clase
que nos había encargado el día anterior.
-¿Quién te lo ha hecho? –me preguntó con
retintín.
-Nadie. Lo he hecho yo solo.
-Sí claro, como el examen –me contestó con
sorna.
Pocos días después nos puso un ejercicio
en clase. Fui el único que alzó la mano para leerlo. Entonces puso especial
atención a mis palabras queriendo salir de dudas sobre mi dudosa honestidad.
Con un hábil circunloquio, algo atrevido,
resolví el ejercicio rematando el tema en la última frase. Doña Mª Luisa no
dijo nada pero, milagrosamente, el suspenso se convirtió en un ocho, que
mantuvo como nota inalterada hasta final de curso. Aquel reconocimiento hizo
que me considerara un auténtico literato.
Vacunas, prueba para el coro y director
espiritual
Por aquel entonces nos pusieron una vacuna
contra la viruela a todos los seminaristas. Una o dos veces al año llegaba un
peluquero para trasquilar a toda la manada al estilo militar.
Estando en primero nos hicieron una prueba
individual, acompañados al piano, para elegir los componentes del coro. Desafiné
cosa mala sin comprender muy bien qué me había pasado. ¡Y yo que me creía un
excelente ruiseñor! Además no me sabía aún el “Adeste fidele” o algo similar,
que tocaba en el órgano D. Manuel. Eliminado.
Ese mismo curso, D. Moisés, un cura
bonachón, se entrevistó conmigo. Hasta entonces desconocía la figura del
consejero personal o “padre espiritual”. Me tocó la vena sensible al
preguntarme si echaba de menos a mis padres y a mis hermanos. No me pude
contener y me desahogué llorando como un bendito.
Celos y mortificación
Durante mi primer curso de Seminario, un
alumno de segundo, (¿Ricardo Goñi Orellana?), me pidió que colaborase en la
revista aceptando una entrevista suya. Aquello no tenía más transcendencia que
señalarme como el único seminarista que provenía de una provincia castellana.
Pero años después, cuando cursaba quinto,
paseando por el Centro de Córdoba con un par de compañeros, que habitualmente
salían conmigo, nos cruzamos en la avenida comercial casualmente con el seminarista
entrevistador. Hacía dos años que había abandonado el Seminario. Se interesó
por mí con especial amabilidad e incluso familiaridad. Cuando nos despedimos
mis compañeros estaban celosos.
-Ha pasado de nosotros como si no nos
conociera. No entiendo por qué solamente ha querido hablar contigo –expresó uno
de ellos.
-Seguramente le caí bien cuando me
entrevistó mi primer año en el Seminario. Desde aquella ocasión hasta hoy no
había hablado apenas nada con él.
Manuel Jurado me ha hecho llegar una foto de grupo en la que, junto a D. Manuel, posamos 30 seminaristas. Curiosamente yo me encuentro junto a Ricardo Goñi. (Gracias Manuel, por regalarme esta foto tan interesante para mí).
Probablemente se fijó alguna vez en mí, estando
en el patio o en el comedor, sin que yo lo advirtiera. Es posible que le
llamara la atención un curioso evento del que fui protagonista, a mi pesar, en
el comedor:
Inesperada e inexplicablemente, un día me
llegó una caja de pasteles que me habían mandado mis padres. Los curas me
entregaron el paquete en el comedor delante de todos. Al descubrirse el
contenido, surgieron voces ansiosas de todas las mesas circundantes pidiéndome
un pastel.
No pude hacer otra cosa que distribuirlos
entre los compañeros que me rodeaban, quedándome sólo uno para mí. Los
afortunados disfrutaron conmigo del aperitivo más inusitado en aquellos lares, mientras
yo pensaba en lo “graciosos” que habían sido los curas mortificando mi egoísmo de
forma tan impía y ejemplar.
Reconozco
que comérmelos a escondidas era mi deseo más ferviente en aquellos momentos. Cuando
las circunstancias nos distinguen favorablemente, suele surgir inexorable la
oportuna corrección. ¡Alabado sea el Señor!
Sueños eróticos
Estaba claro que el sexo era pecado. Y no
sólo practicarlo, ya que también se pecaba de pensamiento. Mal rollo para mí,
pues me gustaba dormirme soñando contactos íntimos con mujeres complacientes y
complacidas. Una especie de película porno que me inventaba casi todas las noches
para olvidarme de todo y caer como un bendito en los brazos del amigo Morfeo. (Con
el tiempo esa droga afrodisiaca de la excitación nocturna ha ido perdiendo su
poder a la par que mi imaginación).
Lo que me disgustaba y molestaba era
acumular pecados mortales, que inexorablemente debería confesar. ¿Por qué?
Porque quería comulgar y sentirme integrado.
Tras comulgar disfrutaba de una especie de
arrobamiento, “recogido” en el amor incondicional de Jesucristo. Por otra
parte, suponía que, además, también conseguía la aprobación de mis superiores.
Adquirí una perspectiva nueva sobre el
pecado cuando nos explicaron mejor lo de los pensamientos pecaminosos. Lo que
no era pecado de obra tampoco lo podía ser de pensamiento.
A partir de entonces me entregué a mis
ensoñaciones eróticas tranquilamente, sin pensar que debiera confesarlas. Antes
de realizar actos concupiscentes con las chicas de mis sueños, imaginaba que me
casaba formalmente con ellas.
Con tan simplísimo recurso resolví mi dilema
moral. Los actos sexuales de mis ensoñaciones estaban bendecidos previamente
por un conveniente matrimonio exprés. ¿A quién le importaba que yo me casara
cada noche con una chica distinta? A mí, desde luego, no.
Borrachera de vinagre
Durante una comida un colega y yo nos
bebimos dos vasos de vinagre, que no era demasiado fuerte y contenía cierta
dosis de alcohol. Al salir del comedor un poco “chispas” nos detuvo D. Gaspar.
-¿Os pasa algo? –inquirió sorprendido.
-No, no nos pasa nada –contesté con
desparpajo, dejándole intrigado, mientras nos alejábamos despreocupadamente sin
darle tiempo a reaccionar.
Con mi natural perspicacia comprobé que las grandes
vinagreras, más exactamente botellas de vinagre, desaparecieron en adelante de
las mesas del comedor.
Test de inteligencia. Catalina, la mujer sabia de
Montoro
En el test de inteligencia que nos
hicieron a todos los seminaristas obtuve el tercer mejor coeficiente
intelectual de mi curso. Con mejor coeficiente intelectual que yo destacaron
Juan Pedro Beteta, que murió joven, y José Ruz Estepa, ambos de mi clase.
Juan Pedro, estudiando ya en S. Pelagio,
me relató la visita de sus padres a la casa de Catalina, la mujer sabia de
Montoro, una vidente amiga de mi tía Rosario.
Al
entrar ellos en la humildísima casa de la mujer sabia, en el barrio pobre del
Retamar, al otro lado del puente romano, ésta les dijo cómo se llamaban y por
qué habían ido a visitarla.
Les recomendó un medicamento recién
elaborado en Alemania para tratar la enfermedad que aquejaba a uno de sus
padres. La mujer sabia era analfabeta.
Maribel acompañó a mi tía a la casa de esta
mujer vidente en esporádicas visitas. Me explicó que era la médium de un médico
que la contactó, desde el mundo de los espíritus, para seguir ejerciendo la
sanación entre los seres humanos con el consentimiento y colaboración de Catalina.
En una visita de ambas a casa de Catalina,
ésta leyó el pensamiento a Maribel, preocupada por saber si nuestro padre le permitiría
estudiar enfermería, teniendo ya aprobada la carrera de Magisterio.
-Deja de preocuparte por eso. Tu padre te
lo concederá sin ponerte ninguna pega.
-¿Qué le dices a mi sobrina? –quiso saber tía
Rosario.
-Nada. Cosas nuestras.
Como reconocimiento al buen resultado del
test de inteligencia, los curas me otorgaron el liderazgo de uno de los grupos
de estudio formado por cinco compañeros. Mi sistema de trabajo consistía en
salir a una terraza y estudiar paseando, mientras nos daba el aire de la
sierra. De vez en cuando efectuábamos un turno de preguntas entre nosotros
sobre el tema de estudio de ese momento y nos explicábamos las dudas unos a
otros. Reproducía las clases de religión en los Misioneros, cuando el profe nos
llevaba a una pineda, cosa que me encantaba, aunque en mi detrimento debo
admitir que en aquellas ocasiones era un alumno bastante distraído y algo
charlatán.
Incorporación tardía
Un día antes de mi reincorporación a las
clases del tercer trimestre del 1968 sufrí un dolor persistente localizado en
la parte izquierda del pecho. El médico diagnosticó enfriamiento muscular o
pequeño reúma que no precisaba de medicación. La vuelta al Seminario, dos días
después, me correspondía hacerla sin el auxilio del autobús que nos recogía en
Córdoba habitualmente.
Llegué en tren hasta Hornachuelos sin
problemas. Calculé que me tocaba caminar unos diez kilómetros por la carretera
hasta el Seminario. Cuando llevaba andados casi dos kilómetros pasó un coche.
El conductor debía ser el chófer y el acompañante el dueño. El coche redujo la
velocidad mientras sus ocupantes me miraban
atentamente. Pensé que me llevarían un trecho de mi trayecto, pero finalmente
siguieron adelante. Poco después, encontré el coche estacionado a la entrada de
una finca colindante con la carretera. El dueño se disculpó conmigo alegando
que pensó que no valía la pena detenerse para acortar mi recorrido apenas unos
metros.
Algún kilómetro después, un coche que circulaba
en dirección contraria se paró y me recogió. Era un cura del Seminario, (tal
vez D. Manuel), acompañado de dos seminaristas de otro curso, (curso que acaparaba
la pista de voleibol, fútbol, etc. en los recreos).
Le expliqué al cura mi situación y él me
explicó a mí que iban a depositar y recoger el correo en el pueblo de Hornachuelos.
Cuando llegamos a la altura del otro coche paramos un momento y el hombre habló
con el cura. Al parecer, se conocían bien. El hombre se volvió a disculpar por
no haberse detenido e interesarse por mí. Yo no intervine en la conversación y,
aunque me molestó que pasara de recogerme, no entendía tanta disculpa.
Tras las gestiones en la oficina de
correos del pueblo, emprendimos el regreso al Seminario, donde me incorporé a
las clases con absoluta normalidad.
Lógicamente, a mis compañeros de mesa en
el comedor, entre los que se encontraban Antonio Roldán, Manuel Jurado y José Antonio
Naz, les aclaré el motivo de mi algo tardía incorporación “a filas”.
Conato de incendio
En cierta ocasión, según mis cálculos a
finales del 4º curso, estuve a punto de incendiar el monte de Hornachuelos.
Deambulaba un mediodía a solas, supongo
que algo aburrido, por un pequeño promontorio de tierra plano, pegado al murete
inferior de la valla del Seminario.
Se me ocurrió sin más jugar con fuego.
Incendié la hierba seca por puro entretenimiento. Pero enseguida vi crecer las
llamas vertiginosamente formando un círculo de cenizas. A cada segundo aquel
fuego voraz se expandía más y más anulando mi reacción y posible control sobre
el mismo. Casi me da un ataque de pánico.
Pisé las llamas frenéticamente como haría
un rinoceronte en la sabana africana, con el corazón a 140 pulsaciones por
minuto. Al principió creí que no lo conseguiría, pues el fuego rebrotaba rápidamente
en los lugares que consideraba ya apagados.
Afortunadamente, logré ir reduciendo los
frentes del cerco de fuego antes de que se me escapara por la ladera que
descendía al río.
Aún me pregunto por qué demonios tenía yo
una caja de cerillas en el Seminario menor. Creo que no llegué a comentar a
nadie esta supina estupidez.
EXCURSIONES
El pantano del Bembézar
Un día primaveral salimos de excursión
siguiendo el curso del río a contracorriente por una pista forestal. Prácticamente
fuimos todos los alumnos y profesores caminando en pequeños grupos como si se
tratara de una etapa del Camino de Santiago.
Vimos un cervatillo, que había bajado a
beber en el río, escapando ladera arriba con gran agilidad al divisarnos. Como
no conocíamos aquellos parajes, los 15 km. hasta llegar al lugar término de la
excursión se nos hicieron entretenidos y relativamente cortos.
Nos asentamos en una zona del río muy
ancha con un lecho de cantos rodados y poco caudal. Allí descansamos del largo
paseo y nos entretuvimos metiéndonos descalzos en el río.
Nos trajeron en una furgoneta la comida.
Al distribuirnos los bocadillos y la fruta, nos avisaron del regreso por el
margen contrario del río en una hora.
Disfrutando
de la caminata de vuelta pasamos frente al edificio del Seminario y llegamos
hasta la presa, que atravesamos para acceder al frondoso sendero paralelo al
río que lleva al Seminario.
A mí me encantó la inusual y andariega
etapa bordeando ambas riberas del río Bembézar, que, según se nos dijo, constaba
de unos 15 km. de ida y unos 25 km. de vuelta.
Fisterra, agosto del 2007
Con 40 años realicé los 800 km. del Camino
de Santiago francés desde Roncesvalles, en 24 días, (1993), exultante y
parlanchín, con mi compa Rafa Campillo, que me decía que no “predicara” tanto.
Mi tío Emiliano me había propuesto, en
alguna ocasión, realizar juntos dicha peregrinación. A lo largo de las etapas
con el amigo Campillo me acordé varias veces de él.
Desde el 2001 al 2007 volví a recorrer el
mágico camino por etapas semanales con Mónica. En 2004 nos volvimos tras
caminar una única jornada porque se me resintió el tobillo que había tenido
escayolado.
La última etapa la hicimos acompañados de
Pepe y Dulia. Peregrinamos desde Santiago de Compostela a Fisterra: tres
jornadas que superaban los 40 km. cada una. Al llegar a Fisterra no encontramos
plaza en el albergue de peregrinos ni en hoteles u hostales.
Comenté a la alberguera que ya éramos muy
mayores para dormir a la intemperie. Nos consiguió un piso amueblado que tenía
libre su prima. Por 200 euros en total lo alquilamos encantados, pues era
amplio y contaba con todas las comodidades. En él celebramos el 55 cumpleaños
de Dulia. Descuidamos la vela que encendimos durante la cena y acabó
produciéndose un pequeño incendio cuando se licuó toda la cera y ardió de golpe
el plato ahumando la cocina.
Pasamos tres días en Fisterra como avezados
turistas. En cada comida o cena preguntábamos:
-Pepe, ¿qué pedimos?
-Pimientos de Padrón –respondía Pepe al
instante, sin dudar.
Nos divertía mucho, cada vez que catábamos
uno picante, ver los gestos graciosos que provocaba y la inmediata búsqueda de
auxilio en la cerveza. Dulia y Mónica no se los comían, así que Pepe y yo se
los reclamábamos como auténticos rivales, fanáticos del picante.
Desde el faro asistimos, con otros muchos peregrinos,
a la puesta del sol, sencilla actividad allí tradicional. Cenamos unos bocatas
con una botella de vino, acompañados por una gata famélica a la que nos dio por
llamar Mauricia. Después, Mónica apreció el famoso rayo verde que exhala el sol
al desaparecer.
Me dio por preguntar a la gente cómo
denominaban el chillido de las gaviotas. Nadie tenía la menor idea. (En TV y en
distintos libros he oído o encontrado el genérico “graznido”). En el mercadillo
del faro compré un cenicero con una gaviota para recordar su estridente presencia
a todas horas.
Antes de dejar el tema de la peregrinación
quiero dar unos consejos prácticos para caminantes poco experimentados:
1.- En verano no se puede estar andando todo el
día con calzado deportivo porque se recalientan los pies y aparecen fácilmente
las ampollas. Mejor usar sandalias con plantillas amortiguadoras. Si al salir a
caminar hace fresco, podemos ponernos calcetines, y quitárnoslos al hacer más
calor.
No es mala idea contar con rodilleras o
tobilleras cuando notemos molestias.
Un palo largo con punta metálica bien
manejado, ayuda a reducir un poco el esfuerzo de caminar.
2.- Llevar el mínimo peso posible, (no es
necesario ser demasiado previsor pues el camino ofrece cuanto necesitamos,
menos dinero). Y es evidente: disfrutarlo todo siendo moderados y agradecidos.
3.- Andar a nuestro propio paso, sin forzarlo,
durante el tiempo que buenamente admita nuestro cuerpo. Nada de penitencias
absurdas o alardes que nos impidan disfrutar del recorrido y entristezcan el
ánimo. Además, debemos procurar estar en forma para continuar peregrinando los siguientes días que tengamos programados para ello.
Enfermos o lesionados, mejor abstenerse.
El Camino de Santiago nunca cierra y siempre se puede volver pare recorrerlo en
mejores condiciones.
Otras excursiones en el Seminario
1.- Al
pueblo, al castillo y al pantano de la Breña de Almodóvar del Río. Mi colega
jugador de tute, José Antonio Naz, era de allí y pudo saludar a su familia
cuando pasamos ante la puerta de su casa. Por aquel entonces el imponente y
bien conservado castillo estaba desocupado.
2.- Al
Guazulema, pintoresco río con cascada y poza donde aprendí a nadar (flotar). En
él capturé una serpiente de agua que me llevé de vuelta al Seminario en un
bote. La solté en el campo de fútbol y se revolvió contra mí. De un varazo la
quebré cuando estaba erecta, atacándome, visiblemente cabreada.
También encontramos una tortuga, que tuvo
más suerte que la serpiente, ya que la dejé tranquila en su hábitat por la
dificultad de transportarla y cuidarla.
3.- A una
zona donde el río Bembézar era bastante ancho y caudaloso. Con una barquita de
remos alcanzábamos la otra ribera, en turnos por parejas. En aquel agreste
paraje nos entreteníamos explorando la ribera o nadando en el río, además del
paseo en barca.
4.- Al
palacio del marqués de Salinas en la aldea de San Calixto, donde nos llevaron
a Francisco Delgado, José Antonio Naz y
a mí por ganar un concurso de cesta y puntos. Además del concurso acumulamos
puntos con trabajos manuales, como mi hórreo de palillos. No vimos al marqués,
que estaba fuera, ni entramos al palacio. Tan sólo paseamos por los jardines y
nos hicieron una foto, que días después nos regalaron a cada uno.
Durante el trayecto en coche por el
bosque, el cura que nos acompañaba nos comentó que atravesábamos el coto de
caza de venados. Nos explicó que la carne que comíamos en el Seminario provenía
de las donaciones que hacían los cazadores, a los que sólo interesaba la cabeza
del venado como trofeo.
5.- A Écija
por motivo de los exámenes finales y recuperaciones de septiembre. Dimos tantos
paseos por sus calles, parques y plazas que aún recuerdo la ciudad con bastante
detalle.
Cuando nuestro autobús se aproximaba a
Écija, solíamos contar las torres barrocas que sobresalían por doquier en el
horizonte de la ciudad, sin acabar de concretar con fiabilidad su número.
Siempre hacía calor, aunque no tanto como
reza el eslogan: “Écija, la sartén de Andalucía”. Montoro en 2017 ha batido todos los records
europeos de calor: 47º.
El último septiembre que fuimos a
examinarnos de asignaturas pendientes (1970), un grupito de amigos tuvimos la
idea de visitar algunos campanarios de las principales iglesias, obteniendo permiso para ello fácilmente, al indicar a curas y sacristanes que éramos seminaristas cordobeses.
6.- La
excursión a Córdoba a finales de cuarto curso me negué a efectuarla ante el
asombro de mis profesores. Dos de ellos se ofrecieron a pagarme los gastos de
la excursión, pensando que me negaba a realizarla por falta de dinero. Creo que D. Manuel y D. Fco. Javier.
D. Francisco Javier Varó me dejó, además,
un libro del Readest Rigest. Pasé el día deambulando por el Seminario y
alrededores, tirando el balón a la canasta y leyendo alternativamente. Fue un poco aburrido
pasar el día solo. Cuando uno es rarito, pasan cosas así.
7.- A
Sevilla estando ya en sexto curso. Con algunos compañeros visité la Catedral,
(aunque no me animé a subir a la Giralda), la plaza de España, los jardines del
parque de María Luisa…
En el 92 visité la Expo Universal con un
compañero de autobús proveniente de Madrid. Se ufanaba de befar y maltratar a
los homosexuales. Tras visitar varios stands con un calor considerable y tomar
algunas cervezas, declinamos la posibilidad de visitar el resto de la ciudad u
otros pabellones de la Expo en días sucesivos.
Pasamos la noche en el césped de un parque
próximo a la estación de autobuses, pues nuestro autobús salía a las 8 de la
mañana.
No era un sitio demasiado seguro, ya que
por allí merodeaba una dudosa fauna de zombis al acecho, por lo que decidimos
mantenernos despiertos. Pese a todo yo acabé quedándome frito. Mi compañero me
despertó enseguida alegando que no le parecía justo que yo durmiera y él no. Un
dechado de simpatía y compañerismo.
Perdonad que reitere esta anécdota en un
capítulo del siguiente libro. No podéis imaginar la cantidad de barbaridades
que me contó aquel muchacho en su afán, (y el de sus compinches), por
vilipendiar y mortificar a los “pobres” homosexuales de su barrio. Se ufanaba
tanto de ello, que llegué a pensar que era un homosexual reprimido.
8.- Aunque
recuerdo otras excursiones durante los primeros años en Hornachuelos, no puedo
concretar a dónde las efectuamos. En una de ellas escuché el mordaz comentario
de un cura a un compañero seminarista. El chico escribía aplicadamente su
nombre con una navaja en una roca, cuando el cura le espetó a bocajarro:
-El nombre de los tontos siempre aparece
escrito en todos los sitios.
Descarrilamiento y vacaciones con Juan de
Dios
En el verano del 71, Juan de Dios y yo
cogimos el tren nocturno en Montoro con dirección Alicante para pasar las
vacaciones con mi familia.
El tren estaba abarrotado
y Juan de Dios y yo carecíamos de asiento. Descubrí un
váter con la puerta cerrada y en ella el letrero “inservible”; acoplé allí mi maleta
y me eché a dormir lo mejor que pude sobre ella.
Tras largas horas
intentando descansar, me sacó de la duermevela un traqueteo inusual. El tren se
detuvo. Juan de Dios vino a buscarme y le pregunté qué pasaba. No lo sabía.
En medio del desconcierto general que se
originó, apareció el revisor tranquilizando al personal. El
tren se había salido de las vías. En una hora
llegaría otro tren para recogernos a todos los pasajeros y trasladarnos a
nuestro destino.
Juan de Dios y yo
decidimos, como la mayoría de los pasajeros, salir afuera para estirar las
piernas y desentumecernos.
Comprobamos cómo había quedado el tren.
Amanecía. Efectivamente la máquina y dos vagones descansaban sobre las
traviesas fuera de los raíles, pero no habían volcado. El tren acababa de pasar
un puente que sorteaba un barranco.
No corría riesgo alguno pues se hallaba
varado en un páramo casi llano con algunas lomas rocosas en ambos costados de
las vías.
Deambulamos por el campo tranquilamente,
comentando lo que hubiera pasado si descarrilamos en el puente que divisábamos tan próximo. Se podía
imaginar sin dificultad la catastrófica escena.
Por fin llegó el tren rescatador y subimos
a bordo con el resto de viajeros. Sorpresa
agradable: contaba con asientos para todos. Proseguimos nuestro viaje
cómodamente instalados.
Juan de Dios se enzarzó en una extraña
conversación con un joven inglés que no sabía español. Digo
conversación por llamar de alguna manera al intercambio de gestos y exclamaciones
que mantuvieron animadamente ambos durante un buen rato.
Ya en Alicante, caminamos hasta mi casa,
que no quedaba lejos de la estación, con las maletas en las manos. Ofrecí
durante el paseo algunas explicaciones sobre la ciudad a mi amigo para
ambientarlo y calmar su curiosidad. Que si
enfrente estaba el Centro de la ciudad, que si todo seguido a la derecha el
mar, que si nuestro barrio se llamaba Benalúa,…
Juan de Dios se hizo
apreciar inmediatamente por toda mi familia con su natural cordialidad,
simpatía y entusiasmo. Íbamos a diario a bañarnos al Postiguet, como era de
rigor, hasta que un día cambiamos de playa. Nos invitó
una señora de unos 40 años, (sirvienta en casa de Juan de Dios), a comer en un
chiringuito de la playa de San Juan, donde trabajaba eventualmente de cocinera.
La madre de Juan de Dios la llamó para
decirle que su hijo estaba veraneando en Alicante conmigo, y le dio nuestro
teléfono.
Nos recibió con la alegría entrañable de
los andaluces que se reencuentran. A mí también me conocía. Me había visto
muchas veces por la casa cuando atravesábamos la cocina para salir a un pequeño
patio interior donde Juan de Dios y sus hermanas criaban un conejito como
mascota. Nos sirvió una sabrosa paella.
Nos despedimos afectuosamente de ella,
dándole las gracias. La amable señora insistió en que Juan de Dios, a su
regreso a Montoro, saludara a sus padres con todo el cariño de su parte.
Ignoro si ella volvería a Montoro, al
terminar la temporada veraniega en Alicante, para "servir" en casa de Juan de
Dios de nuevo.
Me reencontré
con Juan de Dios ocho años después, al acudir con mis hermanos y mi cuñado Manolo
al entierro de tío Emiliano. Ambos habíamos cambiado de manera considerable. Dicho
encuentro se hallará narrado brevemente en las primeras páginas del siguiente
libro de mis memorias.