PESADILLA NAVIDADEÑA
Ayer paseé con Guille, mi sobrino pequeño, y con mis hermanas y cuñado por
la esperpéntica ciudad de Alicante: una ciudad tísica, silenciosa y rebosante
de policías y ciudadanos empandemiados, pululando como hormigas ajetreadas por
sus calles, ensimismados en sus propios asuntos.
Como si pretendiera negar la terrible pesadilla en que está inmersa su
gente, tan silenciosa y sombría, Alicante lucía una anticipada Navidad,
engalanada con bellas luces blancas, doradas, rosas, rojas, lilas y verdes.
Además, curiosas piezas de arte moderno, sorprendían a los viandantes,
aliviando la monotonía de la Explanada y Canalejas.
El tradicional "belén del ayuntamiento" en la plaza de la
Montañeta, repartido en las cuatro fachadas de la torre acristalada, allí
instalada, ofrecía cuatro escenas navideñas artísticamente elaboradas,
visitadas por continuos curiosos.
Y para rematar el evidente esfuerzo ornamental del consistorio municipal,
en la plaza del Ayuntamiento sobresalía ¡el belén más alto del
mundo!, que ha entrado en el libro guinness de los records por 20.000
módicos euros de los maltrechos contribuyentes, más los 70.000 euros de su
ejecución.
Sufrí estoicamente las miradas reprobatorias de los lugareños, por llevar, mientras paseaba, el mascarón en la barbilla, sin tapar mis vergüenzas bucal y nasal.
Sufrí aún más las arengas de mis hermanas y cuñado para que no abochornase
a nuestro grupito con mi actitud insumisa al borreguismo, tan eficientemente
asumido por la práctica totalidad de la acobardada ciudadanía.
A mi hermana Maribel casi no la dejé ni hablar cuando invocó las virtudes
añadidas del pandemio contra la gripe, y la inocuidad del 5G a juicio de nuestro
sobrino David, físico teórico.
Pero donde más sufrí, fue en el belén gigantesco, vigilado permanentemente
por dos gendarmes locales, (no sé si por miedo a que un pirómano lo incendiase,
confundiéndolo con una "Foguera" tardía, o para evitar el contagio
mortífero que emana de insolidarios conspiranoicos como yo, (que en el mejor de
los casos atribulamos a las autoridades, al exponerlas a feroces críticas por
gestionar insatisfactoriamente nuestra salvación colectiva).
Mientras remirábamos el monumento fallero, con las pertinentes explicaciones de mi hermana Gema, me ahuecaba a escondidas el
bozal, para respirar un poco de aire de vez en cuando y evitar pasar de congestionarme
a asfixiarme completamente.
Estando de esta guisa, un señor se hizo retratar por su hija, inocentemente, sin
pandemio, apoyándose en una de las vallas delanteras del altísimo belén. (La figura de
San José de pie, con un báculo estratosférico lograba el alarde del mentado récord guinness).
En un instante, un energúmeno despreciable se abalanzó sobre el pobre hombre,
"exigiéndole" con malos modos de perro mordedor, que se pusiera la
mordaza inmediatamente. El buen hombre, amedrentado, se disculpó y se colocó
resignadamente el bozal sin perder un segundo.
Quise quedarme con la geta yonqui del sicario agresor, apremiado por el ánimo malévolo y
cauto de controlarlo, pero se escabulló como una sombra, ocultándose rápida y
hábilmente entre la gente, para continuar eficazmente, desde allí, su sádico acecho y ataque
contundente a los desprevenidos desembozados.
Supuse que podía ser un ex presidiario, contratado para evitar a los policías locales tener que llamar la atención directamente a nadie.
Como mi cuñado Nicolás y mis hermanitas decidieron hacer culo porra ante
los tres gloriosos ninots del belén, les pedí reiteradamente que emprendiéramos
la huida y continuáramos el paseo por la Explanada.
Insensibles a mis súplicas, y sin preocuparse del mal rato que yo estaba
pasando, continuaron haciendo fotos y comentarios anodinos sobre el monumento.
Inicié una escapada sin éxito. Embelesados en las
figuras de cartón, ni siquiera me vieron marcharme.
Retrocedí sobre mis pasos para explicarles que no aguantaba más las sofocaciones
que me estaba causando su dichosa "paraeta", pues mientras permaneciéramos en la plaza, no podia desencasquetarme el pandemio sin sufrir una dura reprimenda.
Finalmente, logré que me siguieran, cosa que realizaron con total
parsimonia. Comprobé, mirando un par de veces hacia atrás, que en esta nueva
huida no me dejaban solo. Así pues, atravesé la plaza a buen paso para alcanzar
una calle lateral que conduce a la Explanada.
Allí, a salvo de las miradas inquisitoriales y punitivas de los gendarmes y
del desgraciado energúmeno matón de esquina, me desembocé del odioso tapabocas
y tapanapias.
Tuve que explicarle a mi hermana Gema, ya en la Explanada, que había bajado
a Alicante por un compromiso de mi mujer con nuestra cuñada, Raquel, pero que contaba con pasear por lugares sanos y algo más libres del tétrico y ominoso espectáculo carnavalesco.
Por fin, se hizo cargo de que yo no disfrutaba las magníficas galas de la
ciudad como los demás y me pidió que no me enfadara. La miré calmadamente y le
dije:
-No es enfado, Gema, es coraje.
En ese momento unas muchachas que andaban dispersas, se reagruparon cerca
de nuestro grupo. Una de ellas lucía audazmente su hermoso rostro sin parapeto
alguno. Eso me animó a exclamar a gritos, como si contestara a mi hermana:
-¡¿Que cómo estoy? Pues bien jodido de tener que aguantar todo el tiempo
esta maldita mordaza!
La muchacha sin pandemio se rió abiertamente, y yo me di por satisfecho con su complicidad, obtenida gracias a mi exabrupto.
Tropezamos, entonces, con dos extrañas esculturas situadas en medio del paseo.
-¿Esto qué es? -preguntó Maribel.
Y al unísono, le contestamos Gema y yo:
-Pues dos helados gigantes de cucurucho.
Unos metros más adelante, nos encontramos con una amiga de mi hermana
Maribel, que se llama Mari Carmen. Maribel se disculpó por no haber contado con
ella para el paseo que estábamos efectuando y yo atajé las cortesías y excusas de ambas preguntándole por su ex, un cubano muy espabilado, que la timó a ella mientras fue su pareja, y a mis hermanos y a mí cobrándonos sus chapuzas de albañilería
como si fueran obras de arte.
-¿Qué es de Armandito? Ya habrá asentado la cabeza, supongo.
-No creo, aunque sé que vive en Murcia con una mujer con la que tiene un hijo.
-¿Su hija sigue en Cuba?
-Sí. Cuando hice todo lo posible por traerla a España se negó en redondo,
pues estaba muy enamorada de su novio cubano. Otra locura mía la de querer
traerla a España; ¡he cometido tantas!
Nos despedimos tras contarnos que vivía, ya jubilada, en la casa de Orito
con su padre, pues su madre había fallecido. Luego, ella continuó con su paseo
solitario haciendo la misma ronda que nosotros pero en dirección contraria.
Sonó el teléfono de mi sobrino al alcanzar el parque de Canalejas, con
las dos figuras recién instaladas de patitos amarillos gigantes sobre un podio
oscuro cúbico, igual que el de las esculturas de los helados.
-Dice mi madre que volvamos, que ya ha terminado su terapia y Mónica quiere
regresar a Mutxamel con Pedro.
-Vamos hasta mi coche y os acerco para que lleguéis antes -se ofreció con
amabilidad Gema.
Su coche estaba cerca de la plaza de los Luceros, donde vive Maribel, que estimó oportuno despedirse, al llegar allí, de todos nosotros.
Gema le pidió que nos siguiera acompañando. Como Maribel dudara
qué hacer, Guille y yo le advertimos que no se dejase liar, que no había más "tela que cortar", por lo que tomó el
camino directo a su "olivo".
Nos despedimos de Nico y Gema a la puerta de la casa de Guille y Raquel.
Guille llamó al timbre y entonces le recordé por qué le había pedido que
cogiera las llaves.
-Debes procurar ser autónomo y no esperar que los demás hagan cosas por ti, cuando puedes hacerlas tú mismo.
-Sí, claro, es que no me acordaba que llevaba las llaves.
Ahora, cuando rememoro la experiencia de ayer, tengo la sensación de haber
vivido una absurda y elucubrante pesadilla.
Y me preguntó si despertaré en nuestro habitual mundo mafioso o en un
infierno apocalíptico más perverso aún que el precedente.